Había perdido su magia. El impulso estaba agotado. Jamás había fracasado en el teatro, todo cuanto emprendiera tuvo fuerza y éxito, y entonces sucedió lo terrible: no podía actuar. Salir a escena era un sufrimiento. En vez de tener la certeza de que estaría espléndido, sabía que iba a fracasar. Le ocurrió tres veces seguidas, y la última vez nadie estaba interesado, nadie acudió. No podía llegar al público. Su talento estaba muerto.
Por supuesto, si lo has tenido, siempre tienes algo que te diferencia de lo de los demás. Siempre seré distinto, se decía Axler, porque soy quien soy. Cargo con eso; la gente siempre lo recordará. Pero el aura que tuviera, sus gestos, excentricidades y peculiaridades personales, lo que fue apropiado para Falstaff, Peer Gynt y Vania, lo que le valió a Simon Axler su reputación como uno de los mejores actores norteamericanos de teatro clásico… nada de eso le servía ahora para representar ningún papel. Todo cuanto le fuera útil para ser quien había sido, contribuía ahora a que pareciera un lunático. Era consciente, y de la peor manera posible, de cada momento que estaba en el escenario. En el pasado, durante su actuación no pensaba en nada. Lo que hacía bien lo hacía por instinto. Ahora pensaba en todo, y así mataba cuanto era espontáneo y vital, trataba de controlarlo con el pensamiento, y lo que hacía en cambio era destruirlo. De acuerdo, se decía Axler, estaba atravesando una mala época. Aunque ya era sexagenario, tal vez aquella situación pasaría mientras aún se pudiese reconocer a sí mismo. No sería el primer actor experimentado que pasaba por esa fase. Le ocurría a mucha gente. Lo he hecho antes, pensaba, así que encontraré alguna manera. No sé cómo lo haré esta vez, pero lo descubriré, y esto quedará atrás.
No fue así. No podía actuar. ¡Con la capacidad que había tenido de concentrar la atención del público en el escenario! Y ahora temía cada función, y la temía durante el día entero. Se pasaba toda la jornada entregado a pensamientos que jamás en su vida había tenido antes de una representación: No voy a conseguirlo, no seré capaz de hacerlo, estoy representando papeles erróneos, me estoy extralimitando, estoy engañando, ni siquiera tengo idea de cómo abordar el papel. Y entretanto trataba de ocupar las horas haciendo un centenar de cosas que parecían necesarias: He de examinar de nuevo este parlamento, debo descansar, debo hacer ejercicio, he de volver a examinar ese parlamento, y cuando llegaba al teatro estaba exhausto. Y temía ir a actuar. Una vez entre bastidores, oía que el pie se acercaba cada vez más y sabía que no podría hacerlo. Esperaba que comenzara la libertad y que el momento se hiciera real, esperaba olvidarse de quién era y convertirse en la persona que actuaba, pero seguía allí, vacío por completo, actuando como lo haces cuando no sabes lo que estás haciendo. No podía dar ni retener, carecía de fluidez y de reserva. Actuar se convirtió en un ejercicio que realizaba una noche tras otra, tratando de salirse con la suya.
Todo empezó con las palabras que le dirigía la gente. No tendría más de tres o cuatro años cuando ya le cautivaba hablar y que le hablasen. Desde el comienzo tuvo la sensación de que se hallaba en una representación teatral. Podía servirse de la intensidad al escuchar, de la concentración, como otros actores más malos usaban fuegos de artificio. También tenía esa capacidad fuera del escenario, sobre todo cuando era más joven, con mujeres que no se percataban de que tenían una historia hasta que él les revelaba que la tenían, una voz y un estilo que no pertenecían a ninguna otra. Con Axler se convertían en actrices, se convertían en las heroínas de sus propias vidas. Pocos actores teatrales sabían como él hablar y escuchar mientras les hablaban, pero ya no podía hacerlo. El sonido que antes penetraba en su oído ahora daba la impresión de que salía, y cada palabra que pronunciaba parecía interpretada en vez de hablada. La fuente inicial de su actuación radicaba en lo que oía, su reacción a lo que oía formaba el núcleo de esa actuación, y, si no podía escuchar, no podía oír, le era imposible continuar.
Le propusieron interpretar los papeles de Próspero y de Macbeth en el Kennedy Center (era difícil pensar en un programa doble más ambicioso), y tuvo una pésima actuación en ambos papeles, pero sobre todo en el de Macbeth. No podía interpretar ni un Shakespeare de baja intensidad ni uno de alta, y eso que había representado papeles shakespearianos durante toda su vida. Su Macbeth era ridículo, y así lo afirmaron cuantos lo habían visto y muchos que no lo vieron. «No, ni siquiera tienen que haber estado allí para insultarte», comentó. Muchos actores se habían entregado a la bebida para ayudarse; corría un viejo chiste sobre un actor que siempre bebía antes de salir a escena, y cuando le advertían «No debes beber», replicaba: «¿Cómo? ¿He de salir allí yo solo?». Pero Axler no bebía, así que se vino abajo. Su desmoronamiento fue colosal.
Lo peor de todo era que entreveía ese desmoronamiento, de la misma manera que podía entrever su forma de actuar. El sufrimiento era atroz y, sin embargo, dudaba de que fuese auténtico, cosa que lo empeoraba. No sabía cómo iba a sentirse de un momento a otro, tenía la sensación de que la mente se le estaba fundiendo, le aterraba encontrarse a solas, por la noche no podía dormir más de dos o tres horas, apenas comía, todos los días pensaba en matarse con el arma que tenía en el desván (una Remington 870 de repetición manual, que guardaba, para su defensa personal, en su aislada casa de campo, y sin embargo todo aquello parecía una actuación, una mala actuación. Cuando representas el papel de alguien que se desintegra, hay una organización y un orden; cuando te observas a ti mismo desintegrándote, representar el papel de tu propia desaparición es otra cosa, algo rebosante de temor y miedo.
No podía convencerse a sí mismo de que estaba loco, de la misma manera que no podía convencerse ni convencer a nadie de que era Próspero o Macbeth. Además, se trataba de un loco artificial. El único papel a su alcance era el de una persona que representaba un papel. Un hombre cuerdo que interpretaba a un demente. Un hombre estable que interpretaba a un hombre deshecho. Un hombre con dominio de sí mismo que representaba a un hombre incapaz de dominarse. Un hombre de logros consistentes, de renombre en el mundo del teatro, un actor corpulento, de dos metros de estatura, rotunda y calva cabeza y el cuerpo fuerte y velludo de un camorrista, con un rostro que daba esa impresión, mandíbula resuelta, ojos oscuros y severos, boca de tamaño considerable que podía torcer como quisiera y una voz baja e imperiosa que surgía desde muy hondo y siempre tenía un leve dejo gruñón, un hombre hecho escrupulosamente a lo grande que parecía capaz de soportarlo todo y ejecutar con facilidad todos los papeles masculinos, la encarnación de la invulnerable resistencia que parecía haber absorbido en su ser el egoísmo de un gigante cumplidor que interpretaba a un insecto insignificante. Gritaba al despertarse en plena noche y encontrarse encerrado en el papel del hombre privado de sí mismo, de su talento y de su lugar en el mundo, un hombre detestable que no era más que el inventario de sus defectos. Por la mañana se ocultaba en la cama durante horas, pero, en vez de esconderse del papel, no hacía más que interpretarlo. Y cuando por fin se levantaba, solo podía pensar en el suicidio, y no en su simulación. Un hombre que quería vivir interpretando a un hombre que quería morir.
Entretanto, las palabras más famosas de Próspero no le dejaban en paz, tal vez porque las había destrozado tan recientemente. Se repetían con tanta regularidad en su cabeza que pronto se convirtieron en un barullo de sonidos tortuosamente vacíos de significado y que no apuntaban a ninguna realidad pero que, no obstante, acarreaban la fuerza de un hechizo lleno de importancia personal. «Nuestros divertimentos han dado fin. Esos actores, como os había prevenido, eran espíritus y se han disipado en el aire, en el aire leve.» No podía hacer nada por borrar «aire leve», las dos palabras que se repetían caóticamente mientras por la mañana yacía impotente en la cama, y que tenían el aura de una oscura acusación incluso mientras iban teniendo cada vez menos sentido. Toda su compleja personalidad estaba por completo a merced del «aire leve».
Victoria, la esposa de Axler, ya no podía seguir atendiéndole y por entonces más bien necesitaba cuidados ella misma. Lloraba cada vez que lo veía sentado a la mesa de la cocina, la cabeza entre las manos, incapaz de tomar la comida que ella había preparado. «Intenta comer un poco», le rogaba, pero él no comía nada, no decía nada, y pronto Victoria empezó a ser presa del pánico. Nunca hasta entonces le había visto hundirse de aquella manera, ni siquiera ocho años atrás, cuando sus ancianos padres fallecieron en un accidente de automóvil, a cuyo volante iba el padre. En esa ocasión lloró y siguió adelante. Siempre seguía adelante. Encajaba con dificultad las pérdidas, pero nunca afectaban a su actuación. Y cuando Victoria estaba confusa, era él quien la ayudaba a mantenerse fuerte y superar el conflicto. La drogadicción de su hijo descarriado era un drama constante. La abrumaba la aflicción constante de envejecer y el final de su carrera. Eran muchas las decepciones, pero él estaba allí, y con su apoyo podía soportarlas. ¡Ojalá estuviera allí, ahora que el hombre del que ella dependiera había desaparecido!
En la década de 1950, Victoria Powers fue la preferida más joven de Balanchine. Entonces se lesionó una rodilla, sufrió una operación, danzó de nuevo, volvió a lesionarse, pasó de nuevo por el quirófano y, cuando se hubo rehabilitado por segunda vez, otra bailarina ocupaba el puesto de preferida más joven de Balanchine. Nunca recuperó su lugar. Se casó, tuvo un hijo, se divorció, volvió a casarse, se divorció de nuevo, y entonces conoció a Simon Axler y se enamoró de aquel hombre que, dos décadas atrás, recién salido de la universidad, cuando fue por primera vez a Nueva York para establecerse como actor teatral, solía ir al City Center para verla bailar, no porque le gustara el ballet sino por su juvenil vulnerabilidad a la capacidad que ella tenía de excitarle sexualmente a través de las más tiernas emociones; luego, y durante años, ella permaneció en su memoria como la encarnación misma del patetismo erótico. Cuando se encontraron, ya con cuarenta años los dos, a finales de los años setenta, había pasado largo tiempo desde que alguien le había propuesto a ella que actuara, aunque todos los días iba valientemente a ejercitarse en un estudio de danza. Había hecho todo lo posible por mantenerse en forma y tener un aspecto juvenil, mas por entonces su patetismo excedía cualquier habilidad que ella hubiera tenido jamás de dominarlo artísticamente.
Tras el desastre en el Kennedy Center y el inesperado derrumbe de su marido, Victoria, desquiciada, huyó a California para estar cerca de su hijo.
De repente, Axler se encontró solo en la casa de campo y aterrado por la posibilidad de matarse. Ahora no había nada que le detuviera. Ahora podía realizar lo que había sido incapaz de hacer mientras ella aún estaba allí: subir la escalera que conducía al desván, cargar el arma, meterse el cañón en la boca y bajar los largos brazos para apretar el gatillo. El arma como la continuación de la esposa. Pero, una vez ella se hubo ido, él no aguantó la primera hora solo (ni siquiera subió el primer tramo de escaleras hacia el desván) antes de telefonear a su médico y pedirle que arreglara las cosas para que lo admitieran en un hospital psiquiátrico aquel mismo día. Al cabo de unos minutos, el médico le había encontrado plaza en Hammerton, un pequeño hospital con buena reputación a unas pocas horas de viaje hacia el norte.
Estuvo allí veintiséis días. Una vez entrevistado y tras deshacer el equipaje, después de que una enfermera se hiciera cargo de sus «objetos cortantes» y llevaran sus pertenencias de valor al departamento administrativo para que las guardaran, una vez a solas en la habitación que le habían asignado, se sentó en la cama y recordó uno tras otro los papeles que había representado con una seguridad absoluta desde que se hiciera profesional con poco más de veinte años. ¿Qué era lo que ahora había destruido su confianza? ¿Qué estaba haciendo en aquella habitación de hospital? Estaba en marcha una parodia de sí mismo que antes no existía, una parodia de sí mismo que no tenía ninguna base, él era esa parodia de sí mismo, y ¿cómo había sucedido? ¿Se trataba puramente del paso del tiempo, que trae consigo deterioro y derrumbe? ¿Era una manifestación de la vejez? Su aspecto físico era todavía impresionante. Sus objetivos como actor no habían cambiado, como tampoco su minuciosa manera de prepararse para representar un papel. No había nadie más riguroso, estudioso y serio, nadie que cuidara mejor de su propio talento o que se adaptara mejor a las condiciones cambiantes de una carrera teatral a lo largo de tantas décadas. Dejar de ser el actor que era de una manera tan precipitada resultaba inexplicable, como si una noche, mientras dormía, le hubieran despojado del peso y la sustancia de su existencia profesional. La capacidad de hablar y escuchar mientras te hablaban en un escenario… a eso se reducía todo, y eso era lo que había desaparecido.
El psiquiatra al que visitaba, el doctor Farr, se planteó si lo que le había ocurrido podía carecer realmente de causa, y en el curso de sus sesiones de dos veces a la semana le pidió que examinara las circunstancias de su vida que precedieron a la aparición repentina de lo que el médico denominó «una pesadilla universal». Con esta expresión quería decir que la mala fortuna del actor en el teatro (ir a actuar y verse incapaz de hacerlo, la conmoción de esa pérdida) era el contenido de sueños perturbadores que tenían muchísimas personas acerca de sí mismas, personas que, al contrario que Simon Axler, no eran actores profesionales. Salir a escena y ser incapaz de actuar figuraba entre los sueños básicos que la mayoría de los pacientes decían haber tenido en un momento u otro. Eso y caminar desnudo por una concurrida calle de la ciudad, o no estar preparado para un examen decisivo, o caer por un precipicio, o descubrir en la carretera que no te funcionan los frenos. El doctor Farr le pidió a Axler que le hablara de su matrimonio, de la muerte de sus padres, de las relaciones con su hijastro drogadicto, de su infancia, de su adolescencia, de sus comienzos como actor, de una hermana mayor que murió de lupus cuando él tenía veinte años. El doctor deseaba escuchar un relato especialmente pormenorizado de las semanas y meses previos a su actuación en el Kennedy Center y saber si recordaba que algo fuera de lo corriente, importante o no, hubiera sucedido durante ese periodo. Axler se esforzó al máximo por ser sincero y, en consecuencia, revelar los orígenes de su estado (y así recuperar sus facultades), pero, que él supiera, sentado ante el comprensivo y atento psiquiatra, en nada de lo que contaba se percibía una causa de la «pesadilla universal». Y eso lo convertía aún más en una pesadilla. De todos modos, hablaba al doctor cada vez que acudía a la consulta. ¿Por qué no? En un determinado nivel de sufrimiento, intentas lo que sea para explicar lo que te ocurre, aunque sepas que eso no explica nada y que no das sino una explicación fallida tras otra.
Llegó una noche, cuando llevaba unos veinte días ingresado en el hospital, en que en vez de despertarse a las dos o las tres de la madrugada y yacer insomne y aterrado hasta el amanecer, durmió de un tirón hasta las ocho de la mañana, tan tarde, según los criterios del hospital, que una enfermera tuvo que entrar en su habitación y despertarlo para que pudiera unirse a los demás pacientes que tomaban el desayuno a las ocho menos cuarto en el comedor y entonces comenzar la jornada, que incluía terapia de grupo, terapia artística, una consulta con el doctor Farr y una sesión con la fisioterapeuta que hacía todo lo posible para tratarle el dolor perenne en la espina dorsal. Cada hora de vigilia estaba llena de actividades y citas para evitar que los pacientes se retirasen a su habitación y yacieran deprimidos y abatidos en la cama o se sentaran juntos, como de todos modos lo hacían unos cuantos por la tarde, y hablaran de las maneras en que habían tratado de suicidarse.
Varias veces se sentó en un rincón de la sala de recreo con el grupito de pacientes que tenían impulsos suicidas y les escuchó mientras recordaban el ardor con que habían planeado morir y lamentaban haber fracasado. Cada uno de aquellos hombres y mujeres seguía inmerso en la magnitud de su intento de suicidio y la ignominia de haberlo sobrevivido. Que algunos pudieran hacerlo de veras, que fuesen capaces de controlar su muerte, les fascinaba a todos ellos, era su tema natural, como chicos que hablaran de deportes. Varios dijeron que, al tratar de matarse, les había embargado una sensación similar al subidón que debe de experimentar un psicópata cuando mata a alguien. Una joven comentó: «Tanto para ti misma como para quienes te rodean, es como estar paralizada y ser completamente incapaz, y, sin embargo, puedes decidir la realización del acto más difícil que existe. Es estimulante. Es vigorizante. Es eufórico». «Sí –dijo otro–, conlleva una sombría euforia. Tu vida se viene abajo, carece de centro, y el suicidio es lo único que puedes controlar.» Un anciano, un maestro de escuela retirado que había tratado de ahorcarse en su garaje, les dio una conferencia sobre las maneras en que «los de fuera» consideran el suicidio. «Lo único que todo el mundo quiere hacer con el suicidio es explicarlo. Explicarlo y juzgarlo. Es algo tan espantoso para quienes se han quedado atrás, que tiene que haber una manera de considerarlo. Para unos es un acto de cobardía. A otros les parece criminal, un delito contra los supervivientes. Otra escuela de pensamiento cree que es heroico y un acto de valor. Luego están los puristas, que se plantean este interrogante: ¿estaba justificado, había causa suficiente? El punto de vista más clínico, que ni castiga ni idealiza, es el del psicólogo, que trata de describir el estado mental del suicida, el estado mental que tenía cuando lo hizo.» Cada noche seguía hablando tediosamente más o menos en la misma línea, como si no fuese un paciente angustiado igual que los demás sino un gran conferenciante al que habían llevado allí para que elucidara el tema que les obsesionaba día y noche. Cierta vez, Axler intervino, y se percató de que lo hacía para actuar ante su público más amplio desde que abandonara su profesión de actor. «El suicidio es el papel que escribes para ti mismo –les dijo–. Lo habitas y representas. Todo está cuidadosamente puesto en escena… dónde te encontrarán y de qué manera. –Entonces añadió–: Pero es una sola representación.»
Durante la conversación, todo lo privado se revelaba con facilidad y sin vergüenza; el suicidio parecía un enorme objetivo, y vivir, una condición detestable. Entre los pacientes con los que se relacionaba, algunos le conocían por el puñado de películas en las que había intervenido, pero estaban demasiado sumidos en sus propios conflictos para que se fijaran mucho más en él que en cualquier otro excepto ellos mismos. Y el personal estaba demasiado ocupado para que su renombre teatral le distrajera durante mucho rato. En el hospital era casi irreconocible, no solo por parte del prójimo sino también de sí mismo.
Desde el momento en que redescubrió el milagro de una noche de sueño y la enfermera tuvo que despertarle para que tomara el desayuno, empezó a notar una disminución del temor. Le habían administrado un antidepresivo con el que no era compatible, luego un segundo y finalmente un tercero que no tenía efectos secundarios intolerables, pero no podía saber si le hacía algún bien. Se resistía a creer que su mejoría tuviera nada que ver con las píldoras o las consultas psiquiátricas o la terapia de grupo o la terapia artística, todo lo cual se le antojaba vanos ejercicios. Lo que seguía asustándole, a medida que se aproximaba el día en que le darían de alta, era que nada de lo que le estaba sucediendo parecía guardar ninguna relación con todo lo demás. Como le dijo al doctor Farr (y de lo que él se convenció aún más por haberse esforzado al máximo en busca de una causa durante las sesiones), había perdido su magia de actor sin ninguna razón, y de la misma manera arbitraria el deseo de poner fin a su vida esta retrocediendo, al menos de momento. «No hay nada que tenga una buena razón para ocurrir –le dijo al doctor aquel mismo día–. Pierdes, ganas… todo es caprichoso. La omnipotencia del capricho. La probabilidad del cambio total. Sí, el impredecible cambio total y el poder que tiene.»
Cuando estaba próximo el final de su estancia, entabló amistad con una paciente, y todas las noches cenaban juntos y ella le repetía su historia. La había conocido en las sesiones de terapia artística, y luego se sentaban uno frente al otro a una mesa para dos en el comedor y charlaban como una pareja que se hubiera citado o, dada la diferencia de edad de treinta años, como un padre y una hija, aunque de lo que hablaban era del intento de suicidio de la mujer. Cuando se conocieron, un par de días después de que ella ingresara, solo estaban los dos en la sala de arte, junto con la terapeuta, que, como si fuesen párvulos, les había dado a cada uno hojas de papel blanco y una caja de lápices de colores para que jugaran y les había dicho que dibujasen lo que quisieran. Ella había dibujado una casa y un jardín, y él un retrato de sí mismo dibujando, «el dibujo de un hombre –le explicó a la terapeuta cuando esta le preguntó que había hecho– que se ha venido abajo, que ha ingresado en un hospital psiquiátrico, donde recibe terapia artística y la terapeuta le pide que haga un dibujo». «Supongamos que tuvieras que ponerle un título al dibujo, Simon. ¿Cuál sería?» «Eso es fácil. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?»
Los otros cinco pacientes destinados a terapia artística o bien habían vuelto a la cama, incapaces de hacer nada más que yacer allí y llorar, o, como si les hubiera sobrevenido una emergencia, se habían precipitado sin cita previa al consultorio de su médico y estaban sentados en la sala de espera, dispuestos a quejarse de la esposa, el marido, el padre, el novio, la novia, quienquiera que fuese el que no deseaban ver nunca más, o a quien estarían dispuestos a ver de nuevo siempre que el médico estuviera presente y no hubiera gritos ni violencia ni amenazas de violencia, o a quien echaban terriblemente de menos hasta el punto de no poder vivir sin estar a su lado y por quien harían lo que fuese para que volviera. Cada uno de ellos permanecía sentado aguardando su turno para denunciar a un padre, vilipendiar a un hermano, denigrar a una pareja, reivindicarse, vituperarse o compadecerse de sí mismo. Uno o dos de ellos que aún eran capaces de concentrarse (o fingir que se concentraban o esforzarse por concentrarse) en algo que no fuera el sufrimiento causado por sus agravios, mientras esperaban a que el médico les atendiera, hojeaban un ejemplar de Time o Sports Illustrated o cogían el periódico y trataban de hacer el crucigrama. Todos los demás permanecían sentados en sombrío silencio, ardientes por dentro y ensayando para sí mismos (con el léxico de la psicología popular, la obscenidad barriobajera, el sufrimiento cristiano o la patología paranoica) los antiguos temas de la literatura dramática: incesto, traición, injusticia, crueldad, venganza, celos, rivalidad, deseo, pérdida, deshonor y aflicción.
Era una morena de piel pálida, menuda y delicada, con la fragilidad ósea de una muchacha enfermiza que tuviera más o menos la cuarta parte de su edad. Se llamaba Sybil van Buren. A los ojos del actor, era el suyo un cuerpo de treinta y cinco años que no solo se negaba a ser fuerte sino que incluso temía el aspecto de la fortaleza. Y no obstante, pese a su delicadeza, al salir de la sesión de terapia artística y cuando caminaban por el sendero hacia la residencia principal, ella le había planteado: «¿Cenarás conmigo, Simon?». Asombroso. La mujer aún mostraba cierto deseo de no ser engullida. O tal vez le había pedido que siguiera a su lado confiando en que, con un poco de suerte, algo prendiese entre ellos que completara su eliminación. Era lo bastante corpulento para la tarea, una ballena más que suficiente para un diminuto pecio como ella. Incluso en aquel lugar, donde, sin la ayuda de la farmacopea, cualquier manifestación de estabilidad, y no digamos de audacia, no era probable que aquietara durante largo tiempo el torbellino de terror que giraba en el fondo del gaznate, él no había perdido el paso flexible, arrogante, del hombre siniestro que en otro tiempo había contribuido a hacer de él un Otelo tan original. De modo que, en efecto, si aún había alguna esperanza de que ella no se hundiera por completo, tal vez estribase en tratar de caerle bien a aquel hombre. En cualquier caso, eso fue lo que él pensó al principio.
–Durante mucho tiempo he vivido coaccionada por la cautela –le dijo Sybil aquella primera noche, mientras cenaban–. El ama de casa eficiente que se ocupa del jardín, cose, puede reparar lo que sea y también prepara unas cenas espléndidas. La compañera silenciosa, estable, leal del hombre rico y poderoso, con su entrega sin fisuras, dedicada total y anticuadamente a la crianza de los hijos. La existencia corriente de una mortal insignificante. Bueno, fui a comprar provisiones… ¿hay algo más rutinario que eso? ¿Por qué nadie en el mundo tendría que preocuparse por una cosa así? Dejé a mi hija jugando en el jardín, al chiquitín arriba, durmiendo en la cuna, y a mi rico y poderoso segundo marido mirando un torneo de golf en la tele. Volví sobre mis pasos y regresé a casa porque, cuando llegué al supermercado, me di cuenta de que me había olvidado el monedero. El chiquitín seguía durmiendo. Y en la sala de estar la tele seguía trasmitiendo el golf, pero mi hija de ocho años, mi pequeña Alison, estaba sentada en el sofá sin las bragas y mi rico y poderoso segundo marido estaba arrodillado en el suelo, con la cabeza entre sus rollizas piernecillas.
–¿Y qué hacía allí?
–Lo que los hombres hacen allí.
Axler la miró mientras ella lloraba, sin decir nada.
–Has visto lo que he dibujado –le dijo ella finalmente–. El sol brillando sobre una bonita casa y el jardín florido. Me conoces. Todo el mundo me conoce. Siempre pienso lo mejor de todo. Prefiero que sea de esa manera, y así lo prefieren también quienes me rodean. Se puso en pie, sin perder la calma en absoluto, y me dijo que la niña se había quejado de un picor y no dejaba de rascarse, por lo que, antes de que se hiciera daño, él había echado un vistazo para asegurarse de que mi hija estaba bien. Y lo estaba, me aseguró. No había podido ver nada, ni una mancha ni una llaga ni un sarpullido… Estaba perfectamente. “Bien”, le dije. “He vuelto a por el monedero.” Y en vez de ir a buscar su escopeta de caza, que estaba en el sótano, y acribillarlo a balazos, encontré mi monedero en la cocina, dije «Adiós a todos» y me dirigí al supermercado como si lo que había presenciado fuese un hecho trivial. Aturdida, anonadada, llené dos carros de la compra. Habría llenado dos más, cuatro más, seis más, si el encargado no me hubiera visto llorar a moco tendido y se me hubiese acercado para preguntarme si estaba bien. Me acompañó a casa en su coche. No pude subir la escalera. Tuvieron que llevarme a la cama. Estuve acostada cuatro días, incapaz de hablar ni de comer, sin apenas poder ir al baño sin ayuda. Oficialmente había contraído unas fiebres y guardaba cama por prescripción facultativa. Mi rico y poderoso segundo marido no podría haber sido más solícito. Mi pequeña y querida Alison tuvo la gentileza de traerme un florero con flores que había cortado en el jardín. No pude preguntarle, no fui capaz de decirle: «¿Quién te bajó las bragas? ¿Qué quieres decirme? Si realmente tenías un picor, habrías esperado, ¿no es cierto?, a que yo volviera de comprar para enseñármelo. Pero, cariño, si no tenías un picor… mi vida, si hay algo que no me dices porque temes hacerlo…». Pero era yo la que tenía miedo. No pude hacerlo. Al cuarto día estaba convencida de que lo había imaginado todo, y dos semanas después, cuando Alison estaba en la escuela, él en el trabajo y el chiquitín durmiendo la siesta, saqué el vino y el Valium y la bolsa de basura de plástico. Pero no soportaba la asfixia. Me entró pánico. Tomé las píldoras y el vino, pero entonces recordé que me quedaría sin aire y me apresuré a rasgar la bolsa. Y no sé de qué me arrepiento más horriblemente, si de haber tratado de hacerlo o de haber fracasado. Lo único que quiero hacer es coserlo a tiros. Pero ahora está solo con los niños y yo estoy aquí. ¡Está solo con mi encantadora hijita! ¡No puede ser! Llamé a mi hermana y le pedí que estuviera en la casa con ellos, pero él no la dejó dormir allí. Dijo que no había necesidad, así que ella se marchó. ¿Y qué puedo hacer? ¡Me encuentro aquí y Alison allí! ¡Estaba paralizada! ¡No hice nada de lo que debería haber hecho! ¡Nada de lo que cualquiera hubiera hecho! ¡Debería haber ido corriendo con la niña al médico! ¡Debería haber llamado a la policía! ¡Fue un acto criminal!
»¡Existen leyes contra esa clase de cosas! ¡Y sin embargo no hice nada! Pero él dijo que no había pasado nada, ¿sabes? Dice que estoy histérica, que sufro alucinaciones, que estoy loca… pero no lo estoy. Te lo juro, Simon, no estoy loca. Le vi hacerlo.
–Eso es horrible –dijo Axler–. Una transgresión espantosa. Comprendo que te haya destrozado.
–Es malvado. –Le confió en un murmullo–: Necesito a alguien que mate a ese malvado.
–Estoy seguro de que podrías encontrar a alguien dispuesto a hacerlo.
–¿Tú? –le preguntó Sybil con un hilo de voz–. Te pagaría.
–Si fuese un asesino, lo haría gratis –replicó él, tomando la mano que ella le tendía–. La rabia es contagiosa cuando violan a una criatura inocente. Pero soy un actor sin trabajo. Haría una chapuza y nos meterían a los dos en la cárcel.
–Ah, ¿qué debería hacer? –le preguntó ella–. ¿Qué harías tú?
–Recuperarme. Cooperar con el médico y tratar de recuperarme lo antes posible para volver a casa con los niños.
–Me crees, ¿no es cierto?
–Estoy seguro de que viste lo que viste.
–¿Podemos cenar juntos?
–Mientras esté aquí.
–Cuando te vi en terapia artística, supe que me comprenderías. Hay mucho sufrimiento en tus ojos.
Unos meses después de que saliera del hospital, el hijo de su mujer murió de sobredosis y el matrimonio de la bailarina y el actor desocupados terminó en divorcio, concluyendo una más de los innumerables millones de historias de hombres y mujeres desdichadamente unidos.
Un día, hacia el mediodía, un automóvil negro avanzó por el sendero de acceso y aparcó al lado del establo. Era un Mercedes con chófer, y el hombre menudo y canoso que bajó del compartimento trasero era Jerry Oppenheim, su agente. Tras su ingreso en el hospital, Jerry le había telefoneado a diario desde Nueva York para ver cómo seguía, pero habían transcurrido muchos meses sin que hablaran, pues en un momento determinado el actor había decidido dejar de responder a las llamadas del agente junto con las de casi todo el mundo, y la visita era inesperada. Simon observó cómo Jerry, que tenía más de ochenta años y caminaba con cautela, avanzaba por el sendero de piedra hasta la entrada de la casa, con un paquete en una mano y un ramo de flores en la otra.
Abrió la puerta antes de que Jerry hubiera tenido oportunidad de llamar.
–¿Y si no hubiera estado en casa? –le preguntó a Jerry, ayudándole a cruzar el umbral.
–He corrido ese riesgo –respondió Jerry con una amable sonrisa. Tenía un semblante del todo afable y un porte cortés que, sin embargo, no comprometía la tenacidad en pro de sus clientes–. Bueno, por lo menos parece que físicamente estás bien, Simon. Salvo por esa expresión desesperanzada de tu cara, no tienes en absoluto mal aspecto.
–Y tú… tan impecable como siempre –dijo Axler, que llevaba días sin cambiarse de ropa ni afeitarse.
–Te he traído unas flores. Y comida para los dos, de Dean and DeLuca. ¿Has comido?
Ni siquiera había desayunado, por lo que se limitó a encogerse de hombros, tomó los regalos y ayudó a Jerry a quitarse el abrigo.
–Vienes desde Nueva York –le dijo.
–Sí, para ver cómo estás y hablar contigo cara a cara. Tengo noticias para ti. En el Guthrie preparan Larga jornada hacia la noche. Han llamado preguntando por ti.
–¿Por qué yo? No puedo actuar, Jerry, y todo el mundo lo sabe.
–Nadie sabe tal cosa. Tal vez sepan que has tenido un problema emocional, pero eso no te coloca al margen de la especie humana. Montarán la obra el próximo invierno. Allí hace un frío espantoso, pero serías un magnífico James Tyrone.
–El papel de James Tyrone tiene mucho diálogo y yo no puedo decirlo. James Tyrone es un personaje que hay que ser, y yo no puedo serlo. No puedo representar a James Tyrone de ninguna manera. No puedo representar a nadie.
–Mira, sufriste un tropiezo en Washington. Eso le ocurre a casi todo el mundo más tarde o más temprano. No hay una seguridad acorazada en ningún arte. Uno se encuentra con un obstáculo por razones que nadie conoce. Pero el obstáculo es un impedimento temporal. El obstáculo desaparece y sigues adelante. No hay un actor de primera clase que no se haya sentido desalentado, que no haya tenido la sensación de que su carrera había terminado y era incapaz de salir del mal período en que se hallaba. No hay un solo actor que no haya llegado a la mitad de un parlamento y no haya sabido por dónde iba. Pero cada vez que sales a escena hay una nueva oportunidad. Los actores pueden recuperar su talento. Si has estado en activo durante cuarenta años, no pierdes tus habilidades. Sigues sabiendo cómo salir al escenario y sentarte en una silla. John Gielgud decía que había ocasiones en las que deseaba haber sido pintor o escritor. Así podría recuperar su mala actuación de aquella tarde, sacarla a medianoche y rehacerla. Pero no podía. Tenía que hacerlo allí. Gielgud lo pasaba muy mal cuando no podía hacer nada a derechas. Y lo mismo le sucedía a Olivier. Este pasó por un período terrible. Tenía un problema atroz. No podía mirar a los ojos a los demás actores. Les decía: «Por favor, no me miréis, porque eso me desconcertará». Durante cierto tiempo, no pudo estar solo en el escenario. Les decía a los demás actores: «No me dejéis solo ahí fuera».
–Conozco las anécdotas, Jerry. Las he oído todas. No tienen nada que ver conmigo. En el pasado nunca tuve más de dos o tres noches malas en las que no pudiera recuperarme. Durante dos o tres noches pensaba: «Sé que soy bueno, pero no lo estoy haciendo bien». Tal vez nadie entre el público lo sabía, pero yo sí: no estaba en vena. Y las noches en que no estás en vena, actuar resulta penoso, lo sé, y sin embargo te las arreglas de alguna manera. Puedes llegar a tener una gran habilidad para arreglártelas de alguna manera si no cuentas con nada más. Pero eso es algo del todo diferente. Cuando mi interpretación era desdichada de veras, luego me pasaba la noche despierto, pensando: «Lo he perdido, no tengo ni pizca de talento, no puedo hacer nada». Pasaban las horas, pero de repente, a las cinco o las seis de la mañana, comprendía en qué me había equivocado y estaba deseando ir al teatro aquella noche y seguir adelante. Y seguía adelante y no podía cometer un error. Un sentimiento hermoso. Hay días en que estás deseando llegar allí, en que tu matrimonio con el papel es perfecto y no hay un solo momento en que no te haga feliz salir majestuosamente a escena. Tales días son importantes. Y durante años los he tenido uno tras otro. Bien, eso se ha terminado. Ahora, si saliera al escenario, no sabría para qué estaba ahí. No sabría por dónde empezar. En los viejos tiempos, me preparaba durante tres horas en el teatro para la función de las ocho. A esa hora estaba profundamente metido en el papel… era como un trance, como un trance útil. Cuando interpreté Reunión familiar, estaba en el teatro dos horas y media antes de mi primera salida a escena, ensayando la manera de hacerlo cuando te persiguen las Furias. Eso me resultaba difícil, pero lo hacía.
–Puedes hacerlo de nuevo –dijo Jerry–. Te olvidas de quién eres y de lo que has conseguido. No puedes decir que no has logrado nada en la vida. Una y otra vez tu manera de actuar me cogía por sorpresa, y, a lo largo de los años, emocionabas infinidad de veces al público y siempre me emocionabas. Más que ningún otro actor, te alejabas de lo obvio tanto como era posible. No podías ser rutinario. Querías ir a todas partes. Lejos, lejos, lejos, tan lejos como pudieras. Y el público siempre creía en ti, dondequiera que lo llevases. Cierto que no hay nada establecido de un modo permanente, pero tampoco hay nada permanentemente perdido. Tu talento se ha extraviado, eso es todo.
–No, Jerry, ha desaparecido. No puedo hacer de nuevo nada de eso. O eres libre o no lo eres. O eres libre y es auténtico, es real, está vivo, o no es nada. Ya no soy libre.
–De acuerdo; comamos, entonces. Y pon las flores en agua. La casa tiene buen aspecto, y tú también. Un poco más delgado de la cuenta, diría yo, pero te conservas. Espero que te alimentes bien.
–Me alimento.
Pero cuando se sentaron a comer en la cocina, con las flores en un florero entre los dos, Axler fue incapaz de comer. Se veía saliendo a escena para representar el papel de James Tyrone y el público se echaba a reír, tan patentes eran su inquietud y su temor. La gente se reiría de él porque le verían a él, no al personaje.
–¿Cómo pasas el tiempo? –le preguntó Jerry.
–Paseo. Duermo. Me quedo mirando el vacío. Intento leer. Procuro olvidarme de mí mismo por lo menos un minuto de cada hora. Miro las noticias. Estoy bien informado de lo que ocurre.
–¿A quién ves?
–A ti.
–Esa no es manera de vivir para una persona con unos logros como los tuyos.
–Ha sido muy amable al venir hasta aquí, Jerry, pero no puedo interpretar esa obra en el Guthrie. He terminado con todo eso.
–No es verdad. Te asusta el fracaso. Pero eso lo has dejado atrás. No te percatas de lo unilateral y monomaníaca que se ha vuelto tu perspectiva.
–¿Escribí yo las críticas? ¿Escribió este monomaníaco esas críticas? ¿Escribí lo que escribieron sobre mi Macbeth? Estuve ridículo, y eso es lo que dijeron. Pensaba: «He dicho bien esa parte, gracias a Dios, he dicho bien esa parte». Trataba de pensar: «No lo he hecho tan mal como anoche», cuando en realidad había sido peor. Todo lo que hacía era falso, estridente. Oía ese horrible tono en mi voz y, sin embargo, nada me impedía cagarla. Horrible. Horrible. No tuve una buena actuación, ni una sola.
–No te satisfacía tu interpretación de Macbeth –dijo Jerry–. Bien, no eres el primero. Es un personaje horrible para que un actor viva con él. Desafío a cualquiera a interpretarlo y que el esfuerzo no le afecte mentalmente. Es un criminal, es un asesino. En esa obra todo se magnifica. Francamente, nunca he comprendido por qué es tan malo. Olvídate de Macbeth. Olvídate de esas críticas. Es hora de seguir adelante. Deberías ir a Nueva York y empezar a trabajar con Vincent Daniels en su estudio. No serás el primero cuya confianza ha restaurado. Mira, has representado todas esas obras difíciles, Shakespeare, los clásicos… con un historial como el tuyo, no puede ocurrirte una cosa así. Se trata de una momentánea pérdida de confianza.
–No es una cuestión de confianza –replicó Axler–. En el fondo, siempre he tenido la sensación de que carecía por completo de talento.
–Vamos, qué tontería. La depresión es lo que te hace hablar así. Es algo que dicen los actores con mucha frecuencia cuando están abatidos como tú. «Carezco de auténtico talento. No puedo memorizar los papeles. Eso es lo que me pasa.» Lo he oído mil veces.
–No, escúchame. Cuando era completamente sincero conmigo mismo, pensaba: «Bien, de acuerdo, tengo un mínimo de talento o por lo menos puedo imitar a una persona que lo tiene». Pero todo era una chiripa, Jerry, mi talento era una chiripa, como lo fue que me viera privado de él. Esta vida es una chiripa desde el principio hasta el fin.
–Basta ya, Simon. Aún puedes retener la atención como lo hace un gran astro teatral. Eres un titán, por el amor de Dios.
–No, es una cuestión de falsedad, pura falsedad, tan penetrante que no puedo hacer más que decirle al público desde el escenario: «Soy un embustero, y ni siquiera sé mentir bien. Soy un fraude».
–Sigues diciendo tonterías –dijo Jerry–. Piensa por un momento en los malos actores… los hay a montones, y de alguna manera salen adelante. Así pues, decirme que Simon Axler, con su talento, no puede salir adelante, es absurdo. Te he visto en el pasado, ocasiones en las que no eras muy feliz, ocasiones en las que sufrías tormentos psíquicos en todos los demás aspectos, pero que tuvieras una obra dramática en las manos, que pudieras acceder a eso que haces de un modo tan espléndido, dejarte transformar en otra persona, siempre ha sido liberador para ti. Bien, eso ha sucedido antes y puede suceder de nuevo. El amor a lo que haces bien… puede volver y volverá. Mira, Vincent Daniels es un as en el tratamiento de problemas como el tuyo, un maestro tenaz, astuto, intuitivo, muy inteligente y un luchador.
–Conozco su nombre –le dijo a Jerry–, pero nunca he hablado con él. Nunca he tenido que verle.
–Es un inconformista, un luchador, y te hará volver a la contienda. Te devolverá el espíritu de lucha. Empezará desde cero si es necesario. Hará que abandones cuanto has hecho antes si es necesario. Será un combate, pero al final hará que ocupes de nuevo el lugar que te corresponde. He estado en el estudio de Vincent y le he visto trabajar. Dice: «Concéntrate en un solo momento. Solo nos ocupamos del momento aislado. Actúa en el momento, representa lo que sientas en ese momento, y entonces pasa al momento siguiente. No importa lo que estés haciendo. No te preocupes por eso. Limítate a un momento y otro, otro, otro. Has de hacer la tarea en ese momento, sin pensar en el resto y sin tener idea de lo que harás a continuación. Porque si puedes hacer que un solo momento funcione, puedes ir a cualquier parte». Sé que la idea parece de lo más simple, y por eso es difícil… es tan sencilla que es lo que a todo el mundo se le pasa por alto. Creo que en estas circunstancias Vincent Daniels es el hombre perfecto para ti. Tengo una fe absoluta en que te ayudará en esta situación. Aquí tienes su tarjeta. He venido para dártela.
Jerry le tendió la tarjeta de visita, y él la tomó al tiempo que decía:
–No puedo hacerlo.
–¿Qué harás entonces? ¿Qué harás con los papeles que estás maduro para representar? Se me rompe el corazón cuando pienso en todos los papeles para los que estás hecho. Si aceptaras el de James Tyrone, entonces podrías ejercitarte con Vincent y encontrar con él la manera de solucionar tu problema. Ese es el trabajo que hace a diario con actores. Innumerables veces, en las ceremonias de los Tony y los Oscar he oído decir al actor ganador: «Quiero darle las gracias a Vincent Daniels». Es el mejor.
A modo de respuesta, Axler se limitó a sacudir la cabeza.
–Mira, todo el mundo tiene esa sensación de que no puede hacer algo –dijo Jerry–, todo el mundo tiene la sensación de que se revelará como falso… es algo que aterroriza a todos los actores. «Me han descubierto. He sido descubierto.» Enfrentémonos a ello, hay un pánico que surge con la edad. Soy mucho mayor que tú, y me he enfrentado a ello durante años. En primer lugar, te vuelves más lento. En todo. Incluso lees con más lentitud. Si ahora leo con rapidez, no me entero de gran parte de lo leído. Hablo más despacio, mi memoria es más lenta. Todas estas cosas empiezan a suceder. Y cuando pasa eso, empiezas a desconfiar de ti mismo. No eres tan rápido como deberías ser, sobre todo si eres un actor. De joven memorizabas los textos uno tras otro, y nunca pensabas en ello siquiera. Era algo que te resultaba fácil. Y entonces, de repente, no es tan fácil y las cosas ya no suceden con tanta rapidez. Memorizar se convierte en una gran inquietud para los actores teatrales de más de sesenta y setenta años. Antes podías memorizar una obra en un día… ahora tienes suerte si puedes memorizar una página al día. Así que empiezas a tener miedo, a sentirte flojo, a sentir que ya no tienes esa fuerza pura, viva. Te asusta. Y el resultado, como dices, es que ya no te sientes libre. No ocurre nada, y eso es aterrador.
–No puedo seguir con esta conversación, Jerry. Podríamos pasarnos el día entero hablando y no serviría de nada. Has sido muy amable al visitarme, traerme el almuerzo y las flores, tratar de ayudarme, darme ánimos, consolarme y hacerme sentir mejor. Has sido de lo más considerado. Me alegra ver que tienes buen aspecto. Pero el impulso de una vida es el impulso de una vida. Ahora soy incapaz de actuar. Algo fundamental se ha desvanecido. Tal vez tenía que ocurrir. Las cosas pasan. No pienses que mi carrera ha quedado interrumpida. Piensa en la duración que ha tenido. Cuando empecé en la universidad, solo tonteaba, ¿sabes? Actuar era una manera de conocer chicas. Entonces aspiré mi primera bocanada teatral. De repente estaba vivo en el escenario y respiraba como un actor. Empecé joven. Tenía veintidós años y fui a Nueva York para hacer una prueba. Y conseguí el papel. Empecé a tomar clases. Ejercicios de memoria sensorial. Práctica de dar realidad a las cosas. Antes de la actuación, créate una realidad a la que acceder. Recuerdo que cuando empecé a tomar clases fingíamos tener una taza en la mano y fingíamos beber de ella. Lo caliente que está, lo llena que está, ¿hay un platillo?, ¿hay una cucharilla?, ¿vas a echarle azúcar?, ¿cuántos terrones? Y entonces la tomabas, y otros estaban extasiados con ello, pero a mí nunca me parecía útil. Más aun, no podía hacerlo. No se me daban bien los ejercicios, en absoluto. Trataba de ponerlo en práctica y nunca funcionaba. Todo lo que me salía bien, lo hacía por instinto, y aquellos ejercicios y saber aquellas cosas solo conseguían que pareciera un actor. Estaba ridículo mientras sostenía mi fingida taza de té y fingía beber de ella. Siempre había dentro de mí una voz taimada que me decía: «No hay ninguna taza de té». Pues bien, ahora esa voz taimada se ha puesto al frente. No importa cómo me prepare y lo que intente hacer, una vez he salido al escenario ahí está constantemente esa voz taimada… «No hay ninguna taza de té.» Se acabó, Jerry: ya no puedo hacer que una obra sea real para el público. Ya no puedo hacer que un papel sea real para mí.
Cuando Jerry se hubo marchado, Axler entró en su estudio y buscó su ejemplar de Larga jornada hacia la noche. Trató de leer, pero el esfuerzo era insoportable. No pasó de la cuarta página, y puso allí, como punto, la tarjeta de Vincent Daniels. En el Kennedy Center fue como si nunca hubiera actuado hasta entonces, y ahora era como si nunca hubiera leído antes una obra de teatro, como si nunca hubiera leído antes aquella obra en concreto. Las frases se desplegaban sin significado. No podía tener claro quiénes decían los diálogos. Sentado allí, entre sus libros, trataba de recordar obras en las que un personaje se suicida. Hedda en Hedda Gabler. Julia en La señorita Julia, Fedra en Hipólito, Yocasta en Edipo rey, casi todo el mundo en Antígona, Willy Loman en Muerte de un viajante, Joe Keller en Todos eran mis hijos, Don Parritt en El repartidor de hielo, Simon Stimson en Nuestra ciudad, Ofelia en Hamlet, Otelo en Otelo, Casio y Bruto en Julio César, Goneril en El rey Lear,Antonio, Cleopatra, Enobarbo y Charmian en Antonio y Cleopatra, el abuelo en Despierta y canta, Ivanov en Ivanov, Konstantin en La gaviota. Y esta lista asombrosa era solo de obras en las que él había actuado. Había más, muchas más. Lo notable era la frecuencia con que el suicidio entra en el drama, como si fuese una fórmula fundamental para el drama, no necesariamente apoyada por la acción tal como la dicta el funcionamiento del género. Deirdre en Deirdre de los dolores, Hedvig en El pato salvaje, Rebecca West en Rosmersholm, Christine y Orin en El luto le sienta bien a Electra, Romeo y Julieta, el Ayax de Sófocles. El suicidio es un tema que los dramaturgos han contemplado con temor reverencial desde el siglo v a.C., cautivados por los seres humanos que son capaces de generar emociones que pueden inspirar este acto tan extraordinario. Debería imponerse la tarea de releer esas obras. Sí, hay que enfrentarse como es debido a lo horrendo. Nadie debería poder decir que no lo ha pensado detenidamente.
Jerry le había traído un sobre de papel manila que contenía un puñado de cartas dirigidas a él a través de la Agencia Oppenheim. Hubo una época en que cada quince días recibía una docena de cartas de admiradores. Ahora aquellas pocas eran todas las que le habían llegado a Jerry durante los últimos seis meses. Sentado en la sala de estar, fue rasgando ociosamente los sobres, leyendo las primeras líneas de cada carta, haciendo a continuación una bola con la hoja y arrojándola al suelo. Todas eran peticiones de fotos con autógrafo, todas menos una, que le cogió por sorpresa y que leyó en su totalidad.
«No sé si todavía me recuerda –empezaba la carta–. Fui una paciente de Hammerton. Cené con usted en varias ocasiones. Los dos recibíamos terapia artística. Tal vez no me recordará. Acabo de ver en televisión una película de medianoche y, para mi asombro, actuaba usted en ella. Interpretaba a un delincuente habitual. Me ha sorprendido mucho verle en la pantalla, sobre todo en un papel tan amenazante. ¡Qué diferente del hombre al que conocí! Recuerdo haberle contado mi historia. Recuerdo que me escuchó durante una comida tras otra. No podía dejar de hablar. Sufría mucho. Creía que mi vida había terminado. Quería que terminara. Puede que usted no lo sepa, pero entonces el hecho de que me escuchara como lo hizo contribuyó a que superase el bache. No es que haya sido fácil. No es que lo sea ahora. No es que vaya a serlo jamás. El monstruo con el que estaba casada le ha hecho un daño irreparable a mi familia. El desastre fue peor de lo que podía imaginar cuando estaba hospitalizada. Cosas terribles han estado sucediendo durante largo tiempo sin que yo supiera nada al respecto. Cosas trágicas que involucraban a mi hijita. Recuerdo haberle preguntado si le mataría por mí. Le dije que le pagaría. Pensé que, como era tan corpulento, podría hacerlo. Felizmente no me dijo que estaba loca cuando le hablé así, sino que siguió allí sentado, escuchando mi locura como si estuviera cuerda. Se lo agradezco. Pero hasta cierto punto nunca volveré a estar cuerda. No puedo estarlo, no podría estarlo, no debería estarlo. De una manera estúpida sentencié a muerte a la persona errónea.»
La carta continuaba, un solo párrafo escrito a mano que cubría aproximadamente tres hojas más y que firmaba «Sybil van Buren». Él recordaba haber escuchado su historia… haber hecho acopio de su concentración y escuchado así a otra persona era lo más cercano a actuar que había realizado en largo tiempo, e incluso tal vez le hubiera ayudado a sí mismo a recuperarse. Sí, recordaba a la mujer y su historia y que ella le había pedido que matara a su marido, como si fuese un gángster en una película en vez de otro paciente en un hospital psiquiátrico que, por corpulento que fuese, era tan incapaz como ella de poner fin violentamente a su propio sufrimiento con un arma. En las películas la gente va por ahí matando sin cesar, pero el motivo de que hagan esas películas es que para el 99,9 por ciento del público es imposible hacerlo. Y si es tan difícil matar a otra persona, alguien de quien tienes todas las razones para querer destruirlo, imagina lo difícil que es matarte a ti mismo.