CAPÍTULO 5

Las flores del camino

Tampoco faltaban flores en el puente.

En el mismo lugar por el que su padre se había despeñado.

Flores y más flores, que a veces el viento se encargaba de dispersar, llenando el camino de lágrimas secas o las aguas del río de pétalos que navegaban como barcas de colores hacia el mar. Y cuando no hacía viento, como ahora, como casi siempre, se quedaban allí, amontonadas en la barandilla de madera reconstruida años atrás, marchitándose con monótona languidez, produciendo un efecto contrario al deseado: el del paso del tiempo hacia el ocaso.

No había nada más triste que un montón de flores mustias.

Grace no se detenía nunca en el puente.

No tocaba aquellas flores.

La tumba sí. En ella descansaba él. Pero el puente...

Lo malo era que, para ir al pueblo, ese era el único camino.

No había otro.

Al llegar a la curva final, bajo los árboles que la apretaban, hizo lo de siempre: sujetó el manillar de la bicicleta con firmeza, miró al frente y pedaleó con renovado brío al enfilar la recta por encima de la tierra hasta desembocar en la estructura de madera. La senda no estaba asfaltada, era resbaladiza con lluvias y polvorienta en seco. El puente no tenía más de una docena de metros y se arqueaba hacia arriba por el centro. La bicicleta se comportó con la habitual docilidad, ascendió y descendió por encima de las traviesas perpendiculares al sentido de la marcha, con las flores a la derecha de su curso.

Solo entonces respiraba Grace.

Soltaba el aire retenido en los pulmones y pedaleaba con más fuerza una vez en tierra firme, con el pueblo a poco más de dos kilómetros de allí.

Lo último que había visto su padre aquella noche había sido lo que ella acababa de ver ahora y vería tantas veces más: la curva, el puente, la barandilla... y las aguas del río, bajando procelosas y bravas con el fragor de su agitada turbulencia en aquel tramo. El coche, como una trampa mortal, había quedado bocabajo, incrustado en las rocas del fondo.

Al comienzo, en las primeras semanas, incluso meses, hablaron de mudarse, marcharse a otro lugar.

El puente, el puente, el puente siempre estaba ahí.

Al final, decidieron quedarse. Es decir, lo decidió Rebecca.

—Nací aquí, esta es mi casa. La construyó mi abuelo con sus propias manos. Nadie va a echarme, ni siquiera el espíritu de tu padre flotando en ese puente.

Eso había sido todo.

Sin discusión.

En el fondo, Grace lo había agradecido.

Y por algo más que por ser su casa o haber nacido también en ella.

Al llegar al pueblo aguzó los sentidos.

No era un lugar pequeño, pero tampoco grande. Los autóctonos decían que era «la gran ciudad más pequeña del mundo». Enfáticos. Otros le daban la vuelta y se contentaban con manifestar burlonamente que era «un lugar más pequeño que Nueva York pero más grande que el pueblo vecino», situado a unos diez kilómetros de distancia. Fuera como fuese, el tráfico era cada vez mayor y la calle principal rebosaba de actividad.

Grace aparcó la bicicleta delante del bazar de los Halwerston, se quitó el pequeño casco de ciclista, las pinzas de los tobillos y, tras agitar el pelo, como siempre solía hacer para holgarlo, entró en la tienda sin proteger su medio de transporte con una cadena.

—Un día te la van a robar —escuchó una voz.

Volvió la cabeza. Era la anciana señora Halwerston, sentada en el lado contrario a la apertura de la puerta de la tienda, como una estatua. Desde allí lo controlaba todo, lo mismo que un vigía en su puente.

—¡Que lo intenten! —aseguró Grace, cerrando su mano derecha en forma de puño.

—¡Desde luego, no se le ocurriría a nadie que te conociera, Grace Calvert! —aseguró la anciana, haciendo un seco gesto con la cabeza—. Y por lo que a mí respecta, te prefiero en bicicleta antes que en esa moto espantosa con la que vienes a veces. Es más femenina.

Grace prefería la bicicleta por otros motivos. El principal, el ruido que hacía la moto, petardeando inmisericorde. Estaba segura de que, a lo largo de los cinco kilómetros que separaban su casa del pueblo, los animales del bosque y los mismos árboles lo agradecían. Aunque cuando iba de compras mayores, hacía mal tiempo o salía de noche, se veía obligada a utilizar el coche de su madre.

Llegó al mostrador. Ya había hecho el pedido por teléfono y la bolsa de papel estaba a punto y cerrada, con el nombre escrito de manera visible a un lado. La anciana señora Halwerston sobrepasaba con creces los noventa años, pero su hijo rozaba los setenta. No era la única dinastía longeva en el pueblo. Los hijos de los pioneros tenían pedigrí, formaban una especie de realeza. El bisabuelo de Grace había sido uno de ellos.

—¡Gracias, señor Halwerston! —Recogió la bolsa.

No era necesario pagar nada. Una vez al mes lo hacía su madre.

—Grace. —La detuvo el hombre.

—¿Sí?

—Hay una revista. —Thomas Halwerston señaló el rincón de la prensa y las publicaciones en papel—. Sale tu padre en portada. Quizá te interese echarle un vistazo.

Grace caminó hasta el lugar.

No tuvo que buscar mucho.

Una imagen de Leo Calvert, sonriente y feliz, tomada de las fotos de promoción de su primer disco, iluminaba la portada de la revista, destacando por encima de las demás. El titular era explícito: «CINCO AÑOS SIN LEO». Y debajo de él, en un grafismo menor, un segundo mucho más directo: «¿Dónde están sus canciones?».

Grace se quedó mirándolo.

Su mente dio la orden para que cogiera un ejemplar.

La mano no la obedeció.

¿Qué podían decir que ella no supiera?

Nada.

Nada, nada, nada.

Resistió la tentación, aferró la bolsa con ambas manos y salió de la tienda saludando con una sonrisa educada a la estatua de la puerta. Una vez en la calle depositó la bolsa en la cesta de la bicicleta.

Su mente seguía en la tienda, frente al rincón de las revistas.

Por esa razón no le oyó llegar.

—Hola, Grace...

Pegó un respingo. Volvió la cabeza y se encontró con Harvey.

El discapacitado la miraba como siempre solía hacerlo, con ojos dulces, paternales, ligeramente tristes y eternamente lacrimógenos. Para él, siempre sería una niña. A veces todavía le hablaba de muñecas.

—Hola, Harvey.

—¿Estás bien, Grace?

—Sí, claro.

—¿Y tu madre?

—También.

—Oh, me alegro... Sí, mucho.

Parecía hablar a golpes, como si le costara articular las palabras. Con cada una o dos se movía un poco hacia delante, oscilaba igual que si le sacudiera una brisa interior. Teniendo en cuenta que su cuerpo se vencía por el lado derecho, sobre su pierna grotescamente doblada, daba la falsa sensación de estar contrahecho. Lo peor de él no eran sus ojos, sino la boca, siempre abierta y falta de dientes, con apenas tres o cuatro mal colocados. Las manos eran grandes, toscas.

Harvey era el más inofensivo de los habitantes del pueblo.

Casi la mascota.

Le querían, le daban ropa y comida. Pero eso era todo.

—Perdona, Harvey —reaccionó Grace.

Volvió a entrar en la tienda, casi dominada por la furia, pasó junto a la señora Halwerston, no hizo caso de su comentario acerca de si se había dejado algo y cuando llegó a los estantes de las publicaciones en papel cogió la revista de un manotazo.

La agitó en el aire, para que Thomas Halwerston viera que se la llevaba y la anotase en su cuenta. Luego la dobló por la parte de la portada, ocultando la imagen de su padre, y salió de nuevo a la calle.

Harvey seguía allí.

—Te vigilaba... la bicicleta —le dijo.

Grace no hizo caso de la gota de baba que asomaba por la comisura de sus gruesos y rojos labios. Tampoco de aquella mirada perdida y triste.

—¿Tu madre... está bien? —le preguntó por segunda vez el discapacitado.

—Sí, Harvey. Muy bien —le respondió con su habitual paciencia ella.

—Claro... Sí...

Grace subió a la bicicleta. Su siguiente destino estaba a cincuenta metros de distancia. No se puso el casco ni se colocó las pinzas en las perneras del pantalón. Sonrió a Harvey y dio la primera pedalada.

—¡Ten cuidado!

Fue lo último que escuchó a su espalda.