Norman llevaba mucho despierto.
Pero no se movía.
Seguía quieto, en el interior de la pequeña tienda de campaña en la que apenas cabía él. Una de esas tiendas que se sacaban de la bolsa, se echaban al aire y caían al suelo ya desplegadas. Solo había que meterse dentro.
Era de color azul claro, así que se sentía como si estuviese en el cielo.
Un pedazo de cielo en la tierra.
Cerró los ojos.
Volvió a abrirlos.
Tanto daba: ella estaba allí.
Enfadada, airada, con los ojos brillantes, cargando las bolsas con todo lo recogido de la tumba de su padre.
Jamás había metido tanto la pata, ni tan hasta el fondo.
Había leído que Leo Calvert le puso Grace a su hija por la canción «Amazing Grace», pero también que era un homenaje a la cantante de Jefferson Airplane, Grace Slick. Cuando existían varias teorías acerca de algo, por lo general ninguna era verdad. Por desgracia, el tiempo acababa por asentar una de ellas, que se convertía en real ante la gente. Las razones de cada cual eran únicas; las de la gente, múltiples. En la película Rocketman, biopic musical de la vida de Elton John, se decía que había adoptado el nombre de Elton por un miembro de su grupo y el apellido John por John Lennon, cuando en todas las enciclopedias escritas con anterioridad se decía que lo de Elton era por el saxofonista Elton Dean y John por el actor John Wayne. ¿Quedaba mejor utilizar a Lennon? Comercialmente, sí. ¿Quién se acordaba en 2019 de Elton Dean o, incluso, de John Wayne? Las nuevas generaciones crecían sin memoria, a pesar de internet.
Norman se desperezó.
Seguía bajo el impacto de aquella aparición.
Estaba allí por Leo Calvert y, de pronto, surgía ella, Grace.
Un ángel...
—¿Hay alguien ahí dentro?
Aquella voz no era un sueño. Había alguien al otro lado de la tienda de campaña. La voz era de hombre. Y, además, una voz recia, una voz autoritaria.
Norman las conocía bien.
—¡Sí, voy!
Se incorporó de un salto y quedó acuclillado en la tienda. Llevaba el torso desnudo pero al menos dormía con unos pantalones cortos. Bajó la cremallera y, al asomarse al exterior, el sol le golpeó de lleno en los ojos, medio cegándole. La silueta del hombre quedaba recortada frente a la luz.
No podía verle la cara, pero sí intuir que llevaba un uniforme.
Norman salió de la tienda y se puso en pie.
El policía llevaba unos galones en la manga derecha. Podía ser cualquier cosa, porque no tenía ni idea de lo que significaban esos galones ni de los rangos de la policía o los oficiales del ejército. Pero estaba claro que era de la oficina del sheriff. Bajo la gorra, unas gafas le ocultaban los ojos. Era alto, de hombros anchos, corpulento. A su lado, Norman parecía un alfeñique.
Era un alfeñique.
—Buenos días —dijo, por decir algo.
El agente siguió mirándole atentamente.
Tal vez evaluando su peligrosidad.
—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó, con el mismo tono seco de voz empleado la primera vez.
—Pues...
No le dejó terminar la frase. No era necesario.
—No se puede acampar aquí.
—¿No?
—No.
—Lo siento, yo...
—Podría detenerle.
O Norman se hizo más pequeño, o el agente se hizo más grande.
Buscó la forma de que el sol no le molestara tanto.
—No sabía...
—O multarle.
Las dos cosas eran malas. Una detención significaba algo que podía acabar mal. Pero una multa seguro que le dejaba seco.
—De verdad que lo siento, señor agente. Yo... no sé...
El policía miró a su alrededor.
—No ha hecho fuego —dijo.
—No, claro.
—Ni ha dejado basura.
—No, por supuesto.
—Eso le salva —sentenció por fin—. Cierre esa cáscara de caracol y váyase, ¿de acuerdo?
Era lo mejor.
—Sí, sí, perdone... Y gracias...
Una última mirada.
En cualquier otro lugar, le habría tuteado. Allí, la ley le hablaba de usted. Aunque el efecto fuese el mismo.
El policía se dio media vuelta. Norman lo vio caminar igual que un gigante en un cuento de hadas, a través del bosque, pisando fuerte con sus brillantes botas negras. El coche patrulla esperaba a unos cincuenta metros y era visible desde allí, lo mismo que la tienda azul debía de haber sido visible desde la carretera.
Un fallo.
Claro que de noche todo era distinto.
Norman no perdió el tiempo.
Se vistió en menos de un minuto, recogió sus cosas en menos de dos y metió la tienda ya doblada en la bolsa en menos de tres.