CAPÍTULO 7

Soledades y silencios

Nunca bajaba al estudio estando Grace en casa.

Lo reservaba para sí misma.

Sola.

Era como si allí, en aquellas paredes acolchadas, con el equipo de grabación, todavía flotara su espíritu.

Rebecca se sentó en la butaca.

Frente a ella, la mesa de control, vieja, anticuada. Un simple ocho pistas comprado a los estudios de una compañía de tercera con pretensiones antes de irse a pique con la crisis. Pero ocho pistas que, en manos de Leo, cobraban vida, una nueva dimensión. Suficientes para él y su guitarra. Suficientes cuando le añadía el resto de la instrumentación si era necesario. Leo era capaz de ensamblar bajo y batería como si hubieran sido grabados al mismo tiempo. Y después, un poco de teclado, una segunda guitarra...

El ventanal de doble cristal separaba la salita de control del estudio de grabación propiamente dicho, donde la acústica era sencillamente perfecta. Apenas un espacio de cuatro metros de largo por tres de ancho, con un par de mamparas plegables apoyadas en la pared de la izquierda. El sótano de la casa, hundido en la tierra, no daba para más. En otra época, allí se habían guardado los secretos y tesoros de la familia, muebles y archivos, recuerdos de tres generaciones de Hayden, desde que Amadeus Hayden la construyera.

Grace sería la última.

Rebecca se dejó caer hacia atrás. La butaca se dobló de manera flexible. Subió los pies y los apoyó en el borde de la mesa. Leo también solía hacerlo cuando escuchaba lo que acababa de grabar, o incluso cuando escribía una letra o hacía un arreglo.

El estudio estaba herméticamente cerrado. El único acceso era la puerta que lo comunicaba con la salita de control. Y en ella, la única ventilación, además de la puerta y la escalera que conducían a la casa, consistía en un ventanuco situado a ras de suelo, medio tapado por la maleza exterior. Un ventanuco al que le faltaba un pedazo de cristal.

Leo lo habría reparado.

Pero nadie había grabado nada allí desde su muerte.

Rebecca miró el armario situado frente a sus ojos.

Un armario metálico, gris, vulgar.

Tampoco lo abría desde hacía mucho, mucho tiempo.

Allí estaban las cintas, los archivos, analógicos y digitales, porque a pesar de la modernidad Leo seguía apreciando las excelencias del pasado. Los Beatles y todos los músicos de los sesenta o la primera mitad de los setenta habían grabado con antiguallas capaces de producir los más hermosos sonidos. Equipos de cuatro, ocho o dieciséis pistas antes de la monumentalización de los de treinta y dos. Y con cintas masters de varias pulgadas, por supuesto analógicas. Nada que ver con la tecnología de fines de siglo, ni con los avances del XXI.

Lo que escondía aquel armario era algo más que el legado de Leo Calvert.

Era su destino.

Horas y más horas de maquetas, riffs dispuestos para ser encajados en nuevas canciones, bases rítmicas, esbozos, letras. Y, sobre todo, aquellas treinta canciones ya terminadas que iban a convertirse en su tercer disco.

El álbum de su regreso.

El proyecto que iba a situarle en lo más alto.

Rebecca temía que si abría aquel armario, las canciones y todo lo demás saldrían volando por el aire, ávidas de libertad.

Ni siquiera le gustaba el título elegido por él para ese disco.

Canciones de sangre.

Lo había anunciado de improviso en una entrevista de televisión. Siempre lo consultaba todo con ella, pero esta vez no lo hizo. Se le olvidó. O no quiso compartirlo. O sabría ya de antemano que a ella no le gustaría.

¿Por qué Canciones de sangre?

Ni siquiera lo habían discutido.

El coche, el puente, el río, fin de la historia.

Bienvenida la leyenda.

A Leo le gustaba verla pintar en su estudio de arriba. A ella, verle grabar en el del sótano. Uno estaba lleno de luz y cuadros, botes de pintura y manchas en el suelo y las paredes. El otro era puro silencio, orden, como una enorme oreja dispuesta a escuchar lo que un músico fuera capaz de darle. A veces, no había noches. Ni días.

Solo ellos.

Sobre todo después de las peleas, los internamientos, las curas de reposo...

Cuando la música era un placer, no una necesidad.

El precio a pagar.

La felicidad no era gratis.

Miró la hora. Grace no tardaría en regresar del pueblo. Bajó los pies del borde de la mesa y se puso en pie.

En unos días, cinco años.

Odiaba los aniversarios en vida, más en la muerte.

Rebecca salió del estudio y cerró la puerta a su espalda. Con llave. Subió el tramo de escalera que la arrancaba del sótano y la devolvía a la superficie de la tierra. Diecisiete escalones divididos en tres tramos. Un pequeño paso para él, un gran salto para ella. Cuando Leo vivía, bajarlos era como viajar a una Disneylandia no siempre luminosa, porque la creatividad dolía, ahogaba y podía ser un cáncer devorador, bien lo sabía ella como pintora. Subirlos ahora, en cambio, significaba darle la espalda al pasado.

Cinco años de pasado.

Con el presente secuestrado y el futuro...

Leo había dicho en una canción: «Me bajé del tiovivo porque solo daba vueltas en círculo».

Así se sentía ella.

El problema era que la niña de doce años que se había quedado sin padre era ya una mujer próxima a cumplir los diecisiete y que no se iba a contentar con medias respuestas a medias verdades.

«Todo llega. No esperes, ve a por ello antes de que te atropelle».

¿Por qué Leo siempre resumía las cosas con tanta simpleza?