La revista seguía en su habitación, sobre la mesa, bocabajo, donde la había dejado al llegar, hurtándosela a la atención de su madre.
¿Por qué la había comprado?
¿Morbo?
¿Curiosidad?
¿Qué podían escribir ya, después de cinco años, cuando se habían dicho tantas cosas, la mayoría absurdas y disparatadas, siempre escarbando en busca de algo más, y algo más, y algo más, aunque fuera mentira?
Rebecca había intentado aislarla, y al comienzo funcionó.
Ahora ya era imposible.
No quedaba nada de la niña que había sido, con un padre muerto pero omnipresente que sonaba por la radio a todas horas, sometida a la implacable atención de las miradas ajenas y al runrún de los comentarios formulados no siempre en voz baja. Se sentía incluso endurecida, sobre todo por fuera. El interior era otra cosa.
Tenía que estar preparada. Era necesario. El quinto aniversario sería demoledor. Ni ella ni su madre daban entrevistas, no hacían declaraciones. Por ese lado, estaban a salvo. Pero ¿también lo estaban de los depredadores de la prensa o, peor aún, de las malditas redes sociales?
Grace las odiaba.
Odiaba esas máquinas generadoras de mentiras, rencores y narcisismo, como Instagram, Twitter o Facebook, donde cualquier imbécil podía escudarse detrás de un seudónimo y decir lo que se le antojara con total impunidad.
¿Rara?
Tal vez sí.
¿Y qué?
¿Cuántas chicas tenían como padre a una leyenda de la música?
¿Cuántas un legado que defender?
Sobre todo en una sociedad depredadora, inmisericorde, que forjaba, devoraba y destruía mitos a diario.
La revista la llamaba. Era igual que un grito silencioso.
Grace acabó rindiéndose.
Era absurdo resistirse.
Se dirigió a su habitación, abrió y cerró la puerta sin hacer ruido, la cogió y se tendió en la cama, con el corazón a mil. La imagen de la portada volvió a golpearle la conciencia. Leo Calvert, irresistiblemente joven, seductor, con aquella risa franca y abierta que enamoraba. «CINCO AÑOS SIN LEO. ¿Dónde están sus canciones?».
Pasó las páginas hasta dar con el artículo. Lo primero que la conmocionó fue ver las fotos que lo adornaban. Unas eran de él, posando o actuando, pero había otras mucho más dolorosas: el puente, el coche sacado del río por una grúa, la bolsa de plástico en cuyo interior estaba ya el cuerpo…
Grace tragó saliva.
Las conocía, pero siempre que volvía a verlas...
También había una foto de la casa.
Su casa.
Como si fuera un templo o algo así.
Logró dominarse y empezó a leer:
Fue un 9 de julio. Pronto hará cinco años. En una carretera oscura, en una plácida noche sin luna, Leo Calvert conducía no excesivamente rápido, como luego demostraron los diversos análisis y exámenes del accidente. Y lo hacía por el camino que recorría a diario, que llevaba años recorriendo y que, probablemente, se sabía de memoria. No era una ruta ajena ni una carretera peligrosa. Podía haber circulado por ella con los ojos cerrados. Sin embargo, al llegar al puente situado a escasa distancia de su casa, un golpe de volante le llevó a chocar contra la barandilla de madera, que obviamente no resistió el impacto, y el coche cayó al río Caranay. Quedó bocabajo y se consumó la tragedia. El cantante y compositor recibió un golpe en la cabeza que le aturdió lo suficiente como para morir ahogado. Al practicársele la autopsia no se hallaron en el cuerpo restos de drogas o alcohol. Tampoco se detectó ninguna huella de frenada en la carretera, de tierra, o en el puente, de madera. Fue, pues, una maniobra limpia, y también el disparadero de un gran misterio que nadie ha resuelto hasta hoy. ¿Pudo dormirse? No. No hacía ni cinco minutos que se había subido al vehículo y tampoco era muy de noche. No tuvo tiempo. ¿Un despiste? Parece razonablemente imposible dado el entorno y las circunstancias. Entonces, ¿qué pasó? La teoría del suicidio ha planeado durante cinco años sobre lo que sucedió aquella noche y sigue siendo una de las explicaciones más lógicas del hecho, si no la única. Pero ¿por qué iba a quitarse la vida Leo Calvert justo cuando acababa de anunciar la aparición de su tercer álbum acompañado de una gran gira de conciertos en solitario para celebrar su regreso?
Leo Calvert es uno de tantos casos de éxito post mortem. Quizá uno de los más relevantes si nos atenemos a los hechos posteriores a su fallecimiento, mantenidos in crescendo hasta hoy. Con anterioridad ha habido más estrellas desaparecidas poco antes de editarse el que sería su disco de mayor éxito: Ian Curtis con Joy Division y su enorme «Love will tear us apart» y Otis Redding con «Sittin’ on the dock of the bay», por ejemplo. Otros dejaron terminados discos que fueron números uno impulsados por la muerte de sus autores, como Janis Joplin con Pearl o John Lennon con Double fantasy. Pero Calvert fue más allá. Lo que hizo su muerte fue convertir dos discos anteriormente calificados como buenos, sin más, en dos auténticos bombazos de ventas, con sendos números uno consecutivos, y con otros tres números uno para los singles con las canciones extraídas de ellos. En menos de lo que cuesta escribirlo, Leo Calvert se convirtió en una leyenda y sus discos en obras de culto. ¿Por qué? ¿Uno de tantos misterios a los que nos tiene acostumbrados el mundo de la música? ¿Justo? ¿Injusto? ¿Tuvo que morir para que el público lo elevara a la categoría de mito?
Calvert tuvo una infancia difícil, marca de la casa de no pocos genios inconformistas, forjados por los golpes de la vida. Huérfano, criado en un orfanato, problemático, pasó por distintos hogares de acogida antes de echarse a la carretera cuando ni siquiera había cumplido los dieciocho años. Su único equipaje: una guitarra. Trabajó en una docena de lugares y tuvo dos docenas de trabajos a lo largo y ancho del país y, como antes hicieran Woody Guthrie o Bob Dylan, le puso letra y música a lo que vio tanto como a sus sentimientos. Poco a poco, actuando en bares y pequeños locales, logró hacerse una reputación. Suficiente para que la pequeña discográfica Contact Records le contratara. Para entonces ya no era un niño, ni un joven rebelde. Se había casado y tenía una hija. Vivía en el pequeño pueblecito de su mujer.
El primer álbum, Leo Calvert, pasó sin pena ni gloria para el público. No así para la crítica, que destacó la honestidad de las letras, la fuerza de la música y el carisma de su voz. La canción «Señora», titulada así, en español, sí logró encaramarse en algunas listas, proporcionándole un primer momento de leve gloria. Sus directos se hicieron más intensos, mucho más luminosos. Comenzó a tener su pequeña corte de fans. Definiciones comerciales como colocarle las etiquetas de «nuevo Dylan» o «nuevo Springsteen» no le hicieron ningún bien, al contrario. Leo no tenía nada que ver con ellos, salvo que con una guitarra en la mano podía comerse el mundo.
Los problemas de Calvert con el alcohol y, en menor medida, las drogas, debieron de comenzar en ese momento. Frustrado por el poco éxito comercial de su primer álbum, se concentró en dar lo mejor de sí mismo con el segundo, LC2, editado dos años después del primero. La historia se repitió. Ensalzado por la crítica, las ventas no fueron buenas. Otras dos canciones, «Ray of light» y «Dawn», tuvieron una corta vida popular en los rankings. La gira de presentación del disco fue un tumultuoso caos que acabó con él internado en un hospital, del que salió rehabilitado meses después. En una entrevista posterior dijo que le debía la vida a su esposa, Rebecca Hayden, que estuvo a su lado en todo momento. Ella y su hija Grace se convirtieron en el nuevo centro de gravedad de un Leo Calvert que parecía por momentos agotado, cansado de la música, o mejor dicho, cansado de su inframundo.
Tras aquello, un largo silencio.
Pero mientras, las canciones de esos dos primeros álbumes seguían sonando. Más aún: como le sucediera a Dylan en sus comienzos, algunos de sus temas fueron un éxito interpretados por otros artistas. Así hasta que, finalmente, Leo Calvert anunció que volvía con un tercer álbum y una gira. En la entrevista en la que lo reveló, dijo, textualmente, que tenía unas treinta canciones donde elegir y que las había grabado todas él mismo en su pequeño estudio casero. Pensaba titular el álbum Canciones de sangre, porque se había dejado el alma y la piel en ellas.
Las canciones siguen en ese estudio, custodiadas por su esposa, que se ha negado repetidamente a publicarlas.
¿Por qué?
Después de su muerte aquel 9 de julio, sabemos mucho más sobre el resto de la historia. Contact Records reeditó los dos primeros álbumes, remezcló y remasterizó los singles, y los convirtió en un éxito. Incluso recuperó la grabación de un concierto en vivo y lanzó un álbum que, pese a sus defectos, vendido como testimonio, fue otro impacto. Ahora, a los cinco años de su desaparición, inevitablemente vuelven las preguntas y los interrogantes. ¿Se suicidó Leo Calvert? Si fue así, ¿por qué lo hizo? ¿Es cierto, como dice su mujer, que esas canciones póstumas no están acabadas y que por eso, defendiendo su memoria, se niega a publicarlas? ¿Verán la luz algún día? ¿Se perderán como aquellas lágrimas en la lluvia de la película Blade Runner? Dylan dijo que las respuestas estaban en el viento, pero en este caso...
La respuesta la tienen Rebbeca y Grace Hayden.
Grace cerró la revista.
La fotografía de la casa, tomada hacía poco porque florecía la primavera y habían pintado las ventanas de rojo, la machacó.
Era como colocar una diana en plena fachada, invitando a los locos, los coleccionistas, los fetichistas, los fans sin cerebro...
¡Esta es la casa de Leo Calvert! ¡Aquí vivió! ¡Aquí siguen su mujer y su hija! ¡Aquí están sus recuerdos! ¡Aquí están las canciones que nunca vieron la luz!
Grace se levantó de la cama y, por un momento, no supo qué hacer con la revista.
Acabó dejándola encima de la mesa, de nuevo bocabajo.
La tiraría más tarde.
Cuando su madre no pudiera verla.