Leyó el nombre en el buzón de la calle para estar seguro.
Sassafras McLaughton.
Nunca se habría imaginado que alguien pudiera llamarse Sassafras. Ni que unos padres normales pudieran bautizar así a su hijo. Era la primera vez que lo oía, y eso que solía devorar novelas.
La casa era como todas las de la zona, unifamiliar, con un jardincito muy cuidado y apenas cinco metros de separación con las dos vecinas, sin necesidad de vallas. Pedía a gritos una mano de pintura. El garaje, con la puerta medio levantada, era más bien un taller. Ni siquiera cabía el coche, que estaba aparcado delante de la puerta.
Y precisamente se lo encontró en el taller.
—¿Señor McLaughton? —Se inclinó para pasar por debajo de la puerta.
—¿Sí? —El hombre se dio la vuelta. Pareció sorprenderse por su inesperada aparición y dejó las herramientas con las que estaba trabajando—. ¿Quién eres? ¿Te conozco?
Era mayor, pero no tanto como para no parecer fuerte. Dos años de jubilación no eran muchos. Llevaba una camisa informal y unos pantalones cortos que dejaban ver dos rollizas piernas. La barriga comenzaba a tomar la forma curva de los jubilados cerveceros. Tenía la cabeza grande y los ojos pequeños.
—Me llamo Norman. —Le tendió la mano—. Siento molestarle. ¿Podría hablar con usted cinco minutos?
El ex sheriff se la estrechó.
—En cinco minutos se habla poco —dijo.
—Si pueden ser diez, mejor.
—¿De qué quieres hablar, muchacho?
—De Leo Calvert.
Era el momento en el que, o le mandaba a la mierda y le trataba como un intruso tocapelotas, o hacía lo que habían dicho los de la oficina del sheriff: agradecer que pudiera contar sus historias, sus viejas batallas.
Sassafras McLaughton levantó las cejas.
—¿Todavía? —se limitó a decir.
—Bueno, sigue siendo una leyenda —dijo Norman por decir algo.
—¿Eres periodista?
—No.
—Entonces... —Mostró una cierta desilusión—. ¿Un fan?
—Tengo un interés personal, y también académico.
—Así que escribes o vas a escribir sobre él.
—Lo intentaré, sí.
—¿Cómo has dado conmigo?
—Por Beatrice.
—¡Vaya! —Se le alegró la mirada—. Buena chica. De lo mejor. Y muy intuitiva. Si le caes bien a ella... —Dejó lo que estaba haciendo, que parecía ser el arreglo de una tostadora, con las piezas desmenuzadas por encima de un tablero situado a la altura del pecho—. Ven, mejor hablamos sentados.
Norman se relajó.
Salieron por la misma puerta del garaje. No se molestó en cerrarla. Le precedió por el lateral de la casa hasta la parte de atrás. Allí el jardincito era más amplio. Bajo el porche de la puerta de la cocina había una mecedora, una mesa y cuatro sillas de plástico. Sassafras McLaughton se sentó en una de ellas. Norman hizo lo mismo.
—¿Una cerveza? —Fue a levantarse de nuevo al recordarlo.
—No, gracias.
—Bueno, yo tampoco. —Se arrellanó—. ¿Qué quieres saber de Leo Calvert, hijo? No es que le conociera mucho. A mí la música moderna...
—Usted se ocupó de la investigación del accidente.
—Sí, señor. Lo hice —asintió—. Y te aseguro que todo está en ese informe. No hay ni una maldita palabra de más ni de menos. —Abrió las manos—. Tampoco es que se necesitara mucho para determinar los hechos.
—Salvo la causa de que se saliera de la carretera.
—Salvo eso, sí.
—Pero tendría su propia opinión.
—Veamos. —Frunció los labios antes de empezar a hablar—. Un hombre recorre los cinco kilómetros que hay de su casa al pueblo. Un camino que ha hecho mil, dos mil veces. No es de madrugada ni nada parecido, todo lo contrario: es la hora de cenar. Parece imposible que en apenas dos kilómetros se duerma al volante. Se sale de la carretera justo en el puente, cae al río y se mata. No hay huellas de frenadas, la autopsia determina que está limpio, ni rastro de alcohol o drogas. —Volvió a abrir las manos—. Lo que nos queda es realmente poco.
—¿Suicidio?
El viejo sheriff no respondió.
—¿Cree que pudo tener un ataque de algo? —insistió.
—¿Cómo has dicho que te llamabas?
—Norman.
—Bien, Norman. Imagino que, para la parafernalia del mundo de la música, lo que le pasó a Leo Calvert es un fascinante misterio. Los conspiranoicos defienden la teoría del suicidio, lo sé. Queda muy romántico aunque sea estúpido. Y los más normales hablan de un accidente misterioso, sin más, y por supuesto, sin explicaciones lógicas. ¿Qué puedo decir yo? ¿Suicidio? ¿Por qué iba a suicidarse un tipo felizmente casado y con una hija, que acaba de anunciar que sacará un nuevo disco y hará una gira?
—Ha habido casos.
—¿Ah, sí?
—A finales de los años setenta, un grupo inglés llamado Joy Division iba a publicar su segundo álbum y se disponían a comenzar una gira por los Estados Unidos. Era su gran momento. Sin embargo, la presión fue insoportable para su cantante, Ian Curtis, y se suicidó. Estaba casado y era padre. Pero se mató.
—Dios... —El viejo sheriff chasqueó la lengua.
—No se ha dicho nada acerca de que Calvert fuera depresivo o algo así.
—Era exalcohólico y también le había dado a las drogas, como la mayoría de los músicos, pero, que yo sepa, nunca se habló nada de una posible depresión. Estaba bien en ese momento. Rebecca se encargó de ello. Gran mujer. —Movió la cabeza de arriba abajo—. Le sacó del pozo, le apartó de la mierda, le dio paz y serenidad... Otra le habría dejado. En los días oscuros... Pero ella no. Lo hizo tanto por sí misma como por Grace, su hija. Sin duda, Calvert habría acabado muy mal de no ser por su esposa. ¿Has hablado con ella?
—No.
—Bueno, dudo que lo haga. Es como un perro de presa defendiendo su intimidad, y no digamos protegiendo a la chica. —Sonrió—. Grace es como un potrillo salvaje. Tiene un carácter...
Norman pensó en la escena del cementerio.
Sí, lo tenía.
Él mismo se había cerrado esa puerta antes de abrirla, por idiota.
—¿Revisaron el coche? —Volvió a concentrarse en la charla.
—Por supuesto. Y estaba bien. Dirección, frenos... No fue un fallo mecánico.
—¿Se determinó la velocidad a la que iba?
—La normal. —Hizo un gesto ambiguo.
—Pero rompió la barandilla del puente.
—Tampoco es que fuera de hierro. Llevaba tantos años ahí que la madera no hubiera aguantado ni el golpe de un ciclista. Además, por esa parte por la que circulaba él, antes hay una curva que desemboca justo en el puente. No se puede correr mucho, pero tampoco es cosa de ir despacio si conoces el terreno. De día puede que se tomen más precauciones, por si viene un coche de cara y te lo encuentras en mitad del puente. Pero de noche se ven las luces. Iba solo. Se desvió justo en el lugar donde menos podía hacerlo. En otra parte se hubiera salido de la carretera o habría dado contra un árbol y, como mucho, se habría hecho un chichón. Pero justo ahí... Bueno, puedo entender la teoría del suicidio. Todos tenemos ataques de locura momentánea. Recuerdo una película de Kirk Douglas en la que va conduciendo y, sin más ni más, se mete debajo de un camión. Es un triunfador, un tipo que lo tiene todo, pero de pronto... ¡zas! —Dibujó la maniobra con las manos, la palma izquierda abierta y los dedos de la derecha deslizándose por encima—. ¿Sabes quién era Kirk Douglas?
—Sí, señor. —Se puso rojo.
Sassafras McLaughton se echó para atrás. Se pasó la lengua por los labios, como si hablar tanto le hubiera dado sed.
Desde luego, tenía sed.
—¿Seguro que no quieres una cerveza? —insistió, dispuesto a levantarse.