CAPÍTULO 15

Espía en el bosque

Rebecca mezcló los colores en la paleta. Un poco de verde, un poco de amarillo. Hizo una prueba con el pincel y le añadió un toque más de amarillo. Buscaba la tonalidad exacta de los árboles que veía a través de la ventana de su estudio. Había empezado a pintar la misma escena el mismo día de cada mes, desde enero. Quería mostrar doce cuadros con el paso del tiempo, cómo cambiaban los colores mes a mes sin variar las formas. El salto del final del invierno a la primavera había sido espectacular. Y lo mismo ahora, con el del final de la primavera al comienzo del verano.

Siempre le había gustado el bosque que rodeaba la casa por el lado izquierdo.

Pasear por él, verlo desde la ventana...

Detuvo el pincel en el lienzo al darse cuenta del movimiento.

Primero imperceptible, después evidente.

—¡Oh, no! —exclamó con fastidio.

Dejó el pincel, dejó la paleta. Cogió el trapo y se limpió las manos. Lo suficiente para no ir manchando con pintura lo que tocara. Por el rabillo del ojo siguió escrutando el bosque al otro lado de la ventana.

Ahí estaba.

Medio escondido, como tantas otras veces, tratando de verla.

Soltó un resoplido.

Luego se levantó y se dirigió a la puerta. No estaba enfadada, pero sí irritada. Peor era por la noche. De día al menos lo veía. Salió al exterior, rodeó la casa y caminó unos metros, hasta detenerse frente a la linde arbolada.

Los troncos eran gruesos, el follaje espeso, los matorrales altos y salvajes.

—¡Harvey! —gritó.

No se escuchó nada.

Rebecca puso los brazos en jarras.

—¡Harvey, sal de ahí!

Más silencio.

Ahora sí empezó a enfadarse de veras.

—¡Te he visto! ¡Sé que estás escondido! ¡Sal o llamo al sheriff!

Eso fue definitivo.

Palabras mayores.

Harvey salió de detrás de uno de los gruesos troncos, caminando como siempre lo hacía, oscilando lateralmente al dar cada paso, con los ojos vidriosos y la boca abierta de manera exagerada.

—¡Hola, Rebecca! —la saludó, levantando la mano como si pasara de forma casual por allí.

—¿Qué estabas haciendo, Harvey?

—¿Yo?

—Sí, tú, aquí, tan lejos del pueblo y solo.

—Pues... —El discapacitado se rascó la cabeza. Miró en dirección al pueblo, luego bajó la vista al suelo—. Yo... paseaba —acabó diciendo.

—Me estabas espiando, Harvey.

—¡Oh, no! —Se le contrajo la cara.

—Lo haces siempre, ¿recuerdas?

Dio un par de pasos hacia ella. Parecía confundido, triste y avergonzado. Como un niño pillado con las manos en la tarta de chocolate y restos por toda la cara.

—¿Lo... hago?

—Sí, Harvey. Lo haces.

—Es que yo... te protejo, ¿sabes? —Sonrió como si hubiera dado con la tecla exacta.

—Sé defenderme sola. —Mantuvo la calma, sabiendo que gritarle era peor, porque entonces se ofuscaba, lloraba y se venía abajo—. No tienes por qué hacerlo. Es más: me asustas. ¿Quieres que un día te pegue un tiro por accidente porque te confunda con un oso?

Harvey miró a derecha e izquierda.

—Aquí no hay osos —dijo, desconfiado.

—Espiar a la gente no está bien —le hablaba en tono maternal pero al mismo tiempo duro—. Es feo. Y malo. Muy malo. Tú no eres malo, ¿verdad, Harvey?

—No, no lo soy.

—Entonces ¿por qué lo haces?

Se lo dijo con toda naturalidad:

—Te quiero.

—Y yo te quiero a ti, por eso no llamo al sheriff. Pero le llamaré si sigues espiándome.

—Estás sola, Rebecca —dijo con un tono patético—. Por eso... te... protejo... Porque estás...

Rebecca se cansó de la discusión.

No tenía sentido hablar con él ni tratar de razonar. Se le olvidaría todo a los diez minutos.

Harvey era Harvey.

—Anda, vete a casa —le pidió.

El discapacitado puso cara de angustia.

—Está lejos.

—Lo sé.

—¿Me llevas?

—No, Harvey. Haberlo pensado antes. —Se dio cuenta de que estaba diciendo una estupidez—. Si has venido hasta aquí, también puedes irte tú solito.

—Rebecca...

—Ahora, Harvey. —Extendió el brazo con el dedo índice señalando el camino.

No se movió hasta que el hombre emprendió la marcha.

Ni lo hizo hasta que lo vio desaparecer y estuvo segura de que le había hecho caso.