CAPÍTULO 16

Canciones secretas

Desde la entrada de la casa, Grace vio cómo Harvey se iba, arrastrando los pies, con la cabeza baja y su aire deforme, aunque solo fuera por la manera en que andaba. A veces, le recordaba al jorobado de Notre Dame en la película de Disney que tanto la impactó de niña, porque para entonces Harvey ya era la singularidad del pueblo. Los niños se reían de él, le llamaban «tarado» y otras lindezas. Y él se reía. Creía que jugaban.

Juegos oscuros.

Como muchas almas humanas.

Cuando Rebecca volvió a la casa, se encontró con Grace apoyada en el quicio de la puerta.

—¡Oh! —Dejó a un lado sus pensamientos—. ¿Lo has visto?

—Sí, mamá.

—Dios... —Entró en la casa—. Cada día está peor.

—Y te da pena, lo sé. —La siguió Grace.

—¿A ti no?

—Mamá, ¿no has pensado que podría hacerte daño?

—¿Harvey? —Le pareció una observación estúpida—. ¡No! ¿Qué dices?

—Tú lo acabas de decir: cada día está peor.

—No le haría daño a una mosca, no seas ridícula.

—Debería estar en un lugar apropiado, cuidado y protegido. ¿Qué edad tiene?, ¿cincuenta?

—No lo sé.

—Está enamorado de ti, eso sí lo sabes.

—Grace... —Se sentó en su taburete, pero no cogió el pincel ni la paleta. De pronto, una sombra de cansancio le cubrió el rostro, igual que una patina invisible—. Cuando era adolescente me seguía a todas partes.

—¿Y eso no te da que pensar?

—¿Qué quieres que le haga? Los sentimientos son libres. Y hasta alguien como Harvey los tiene. Desde la muerte de tu padre cree que estoy sola y necesito ayuda, eso es todo. A su manera, me protege.

—¿Espiándote?

—Cuando muera su madre será triste, y le queda poco. —Obvió la pregunta de su hija—. Ya no podrá valerse por sí mismo.

—¡Ya no puede hacerlo ahora!

Rebecca la miró con el ceño fruncido.

—Grace, ¿qué te pasa?

Ella se quedó paralizada.

—Nada.

—¿Seguro?

—¡Me ha incomodado, eso es todo! ¡Igual que te espía a ti puede verme a mí! —Se estremeció—. ¿Voy a tener que cerrar la ventana y correr la cortina en pleno verano por miedo a que ese pobre loco me mire?

—Te aseguro que tú no le interesas. —Pareció burlarse Rebecca.

—¡Al menos díselo al sheriff!

Volvió a aparecer la mirada dudosa. Alargó la mano y cogió la de su hija, como si tratara de evitar que huyera.

—¿Es por ese artículo? —preguntó.

Grace se puso roja.

—¿Qué artículo?

—El de la revista que has traído hoy.

—¿Lo has visto? —se alarmó.

—Estaba en tu habitación. Y sí, lo he visto. —Le apretó la mano—. No pasa nada.

—¿De veras no pasa nada?

—No, en serio.

—¡Van a ser cinco años, y vuelven las especulaciones, vuelven a hablar del maldito suicidio! ¿Eso es no pasar nada?

—Tienen que escribir sobre él. —Se encogió de hombros—. Ni tú ni yo podemos evitarlo. Ignorarlo, sí.

—¿De veras estás tan tranquila?

—Claro.

—¿Lo haces por mí?

Rebecca se levantó del taburete y sin soltarle la mano la abrazó.

Fuerte.

—No, cariño. No hago esto ni por ti ni por mí. Solo lo acepto. Para bien o para mal, el nombre de Leo Calvert ya es historia. Pertenece a la gente que le adora.

—¡No, mamá! —Grace parecía contener su furia y también las lágrimas—. ¡En eso te equivocas! ¡Papá es nuestro, es mío! ¡No tengo por qué compartirlo con un atajo de locos como los que visitan su tumba cada semana! Si perteneciera a la gente, como dices, dejarías que publicaran sus canciones, ¿no?

—Eso es otra cosa. —Se puso seria.

—¿Por qué? ¡Papá iba a sacar ese disco! ¿Por qué ni siquiera me dejas escucharlas? ¿Qué hay en ellas?

—¡Nada! ¿Qué dices?

—¡Entonces deja que vivan, que suenen! ¡Es su legado!

—¡No estaban terminadas! ¡Algunas no son más que maquetas!

—¡Una maqueta de papá ya era una canción! ¡Guitarra y voz! ¿Qué más hacía falta? El poder estaba en sus letras y en la forma en que las cantaba.

—¿A qué viene esto ahora? —Rebecca se alarmó ante el énfasis de su hija.

—¡No lo sé! —Grace se agitó—. Supongo que hace tiempo que quería decírtelo y ahora... ¡No lo sé, mamá! ¡Pero también son mis canciones! ¡Tengo el mismo derecho que tú a decidir!

Habían empezado con Harvey y, de pronto, estaban gritando por algo inesperado. Por alguna extraña razón, Rebecca sintió miedo. Quizá porque había esperado ese momento desde hacía tiempo y ahora, por fin, había llegado.

No, Grace ya no era aquella niña.

Cumplir diecisiete años era dar un gran salto.

Intentó serenarse, encontrar un remanso de paz en la discusión.

—¿Recuerdas cuando las grababa? —preguntó.

—Lo hacía casi siempre de noche y yo ya estaba dormida, mamá, pero, aunque fuera de día, nadie podía entrar en el estudio, ni tú. Un día me dijo que vio tu cara mientras grababa algo y que al notar por tu expresión que no te gustaba borró la cinta y se olvidó de la canción. Por eso no quería testigos hasta que los temas estuvieran acabados. Y por eso sé que son más que maquetas. Pero todo esto pasó hace más de cinco años. ¿Cómo quieres que recuerde algo? No era más que una maldita cría.

—Leo te sentaba en sus rodillas y cantabais juntos...

—Mamá, ya vale —le cortó con una ahogada emoción.

Rebecca le acarició la mejilla.

—¿Nos hace falta el dinero? ¿Verdad que no? ¿No tenemos bastante con los derechos de autor anuales que nos llegan?

—¡No se trata de dinero y lo sabes!

—Hija...

No pudo terminar lo que iba a decir.

El móvil de Grace sonó en ese instante.

A ella le bastó una rápida mirada para darse cuenta de que era Doug.

Salió del estudio como un huracán, buscando la tranquilidad exterior para hablar.