La voz le salió de lo más profundo del alma.
Como si todavía estuviera discutiendo con su madre.
—¡Doug!
Desde el otro lado, el tono era sereno.
—Hola, Grace.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —Se aferró al móvil como si fuera el único punto seguro y estable de su entorno—. Empezaba a estar preocupada.
—Estoy bien, tranquila.
—Joder, Doug...
—Han sido los exámenes, el trabajo...
—Los exámenes acabaron la semana pasada.
—Bueno, pero no han ido como esperaba.
—¿En serio? —No podía creerlo.
—Nervios de última hora.
El tono de su novio seguía siendo calmado.
Casi impersonal.
Le conocía bien. Tres años eran tres años. El último antes de que él se marchara a la universidad había sido el más intenso de su vida.
Una absoluta fuerza desatada.
Por primera vez, se abría a la vida sin reservas, sin miedos, saliendo de la ostra en la que vivía encerrada y rompiendo el caparazón bajo el que se protegía.
—Doug, ¿qué te sucede?
Volvió a responder:
—Nada.
Y esta vez, Grace supo que era falso.
Que sí sucedía algo.
Cerró los ojos.
—Yo ya he acabado las clases y... Da igual, ¿cuándo vuelves?
No era una pregunta.
Era la salvación.
Pero no llegó.
—No volveré, Grace.
El cielo se estaba cerrando de manera progresiva. Sopló una ráfaga de aire muy vivo y muy frío. Se dio cuenta en ese momento porque se estremeció. Levantó la cabeza y comprendió que iba a llover, sobre todo por la noche.
—¿Qué? —balbuceó.
—No este verano, lo siento.
—¿Por qué? —soltó.
—Me voy con unos amigos a la Costa Este, y luego a Miami...
—Doug, ¿de qué estás hablando?
—Mi tía ya lo sabe —eludió otra respuesta mejor.
Grace buscó la forma de volver a recomponer los pedazos dispersos de su mente. Era como si acabasen de ser dinamitados. El puzle no era fácil de encajar, y menos sacudida por aquel vértigo. Aún sin lograrlo, encontró el hilo de la lógica y supo comprender la verdad.
—¿Quién es ella?
Al otro lado del móvil, el silencio fue ominoso.
Un silencio lleno de esquirlas y zonas aristadas.
—Doug —volvió a hablar Grace—. No te irías con nadie que no fuera otra chica.
Trató de imaginarlo.
¿Lo estaría pasando tan mal como ella?
—Voy a colgar.
—No, espera —la detuvo.
—Entonces dímelo. Al menos sé decente y no me tomes por idiota.
Las palabras sonaron como si las arrastrara por un terreno pedregoso y enfangado.
Amargas.
Reveladoras.
—Se llama Constance.
—Dios, Doug...
—Sucedió hace dos semanas y todo fue muy... No sé, rápido. Ni siquiera pensé que iba en serio. Creía que... bueno, un subidón y todo eso. Pero ha resultado que no. Ha resultado que hay algo y... Grace, ni siquiera sé qué decirte.
—¿Estudias con ella?
—Sí.
—¿De verdad te vas a la Costa Este?
—No.
—¿Adónde vas?
—A Los Ángeles, luego a San Diego.
«¿Ella vive ahí? ¿Es guapa? ¿Te lleva a casa de sus padres? ¿Tiene el cabello largo? ¿El pecho? ¿Las manos y los pies? ¿Quién dio el primer paso? ¿Vas en serio? ¿Es mejor que yo?...».
Las preguntas se apelotonaron en su garganta.
No hizo ninguna.
¿Para qué?
—Perdóname, Grace.
Fue lo último que escuchó antes de cortar la comunicación.
Odiaba la palabra «perdón».
Siempre la había odiado.
La vida estaba llena de decisiones, de cosas que se aceptaban o no. Acciones y reacciones. Punto. Pedir perdón no servía de nada. El que lo pedía buscaba salvarse a sí mismo, no ayudar al otro. Salvarse a costa del hundimiento ajeno.
Cornuda y apaleada.
No había nada que perdonar.
Solo tragar toda aquella mierda como fuera y lo antes posible.