El bar de Mo era un santuario.
Las paredes estaban llenas de fotografías y pósteres de Leo Calvert. Las cubiertas de los discos, firmadas y enmarcadas, presidían la parte alta de la barra. Al igual que en los Hard Rock Cafés de todo el mundo, había dos vitrinas con recuerdos de la estrella: una camisa y unos vaqueros usados en una, y algunos objetos variados en la otra; objetos como una botella de cerveza, un posavasos, una copa o un par de botas viejas. Se acreditaba que todo había pertenecido a Leo Calvert, así como que había bebido de la botella o había utilizado la copa. En la parte más oscura se alzaba una pequeña tarima para las actuaciones en vivo. Apenas unos pocos metros cuadrados en los que no cabían más de cuatro o cinco músicos muy apretados. Una pancarta que iba de lado a lado rezaba «BIENVENIDO AL HOGAR DE LEO CALVERT». En una columna, una placa referida al escenario: «Sala Leo Calvert». En otra, una segunda placa con la fecha en la que él había debutado allí.
Por la hora, no había mucha gente. Tampoco música. El jukebox estaba incluso apagada. Norman se sentó en la barra.
—¿Qué hay, hijo? —le preguntó un hombre mayor, de unos cincuenta y pocos años.
Era la tercera persona que le llamaba «hijo» a lo largo del día.
¿Por qué no aparentaba más edad o tenía menos cara de joven?
Bueno, al menos caía bien.
—Una cerveza.
—¿Te digo la lista de marcas o vas al grano?
—¿La lista es muy larga?
—¿Cuánto tiempo tienes? —Le enseñó los dientes.
—Una Bud.
—Eso está mejor.
El hombre se apartó de la barra para ir en busca de la cerveza. No tuvo que preguntarle si era el dueño porque otro hombre le llamó de pasada.
—¡Mo, ponme otra!
Así que Mo era el dueño del bar de Mo.
«El hogar de Leo Calvert».
Se lo preguntó cuando la cerveza aterrizó en sus manos.
—¿Podría hablar con usted?
—¿De Leo?
—Sí.
Pensó que se reiría, o le diría que estaba cansado, que todo el mundo pedía y quería lo mismo, pero se equivocó. Igual que un púgil sonado disfrutaba hablando de sus combates, Mo se sentía el centro de su propia película al hablar del tipo más ilustre del pueblo. Se lo notó enseguida.
—Has venido al lugar apropiado, chico. —Se acodó en la barra—. ¿Qué quieres saber?
—Tengo todo el día. —Le tocó el turno de enseñarle los dientes.
Mo captó la idea.
Se echó a reír.
—Tú debes de ser de Frisco —le dijo.
—Pues sí.
—¡Se os nota a la legua! ¡Sois de un pretencioso...! ¿Qué es lo que buscas?
—Información.
—¿Periodista?
También todos le preguntaban lo mismo.
—No. —Fue sincero—. Interés personal y..., bueno, esas cosas.
—Mejor. ¿Sabes la diferencia entre un buen y un mal periodista?
—No.
—Un tipo se pone a andar por encima de un lago. El buen periodista escribe: «¡Un hombre camina sobre las aguas!». El mal periodista dice: «¡Uno que no sabe nadar!».
Norman no comprendió muy bien a qué venía eso, pero le gustó.
No dijo nada.
—¿Vas a escribir un libro? —siguió Mo.
—Tal vez.
—Sí, tienes pinta de intelectual. —Lo observó con ojo crítico.
—Pues no lo soy. —Bebió un trago de cerveza—. Si le digo que Leo Calvert me salvó la vida, ¿me creerá?
—Hijo, yo me lo creo todo. —Soltó un bufido—. Soy más psicólogo yo aquí que esos trajeados que cobran doscientos pavos por escuchar una hora al de turno. ¿Tú en una hora cuántas cervezas puedes tomarte?
—No sé, cuatro, cinco...
—Pues ya está. Tú consumes y charlamos. ¿Qué quieres saber de Leo que no se haya dicho ya mil veces?
—¿Tuvo que llamar muy a menudo a su mujer para que viniera a llevárselo borracho?
—Joder... ¿Esa es tu primera pregunta? ¿Puro morbo?
—He hablado con el viejo sheriff sobre el accidente. Pero esto es un bar. Aquí la gente viene a beber, ¿no?
Mo le dirigió otra mirada suspicaz. Norman puso su mejor cara de buen chico.
—No. Yo no hacía esas cosas —rezongó—. Lo metía debajo del grifo ahí atrás y le despejaba de golpe. De todas formas, aquí no se emborrachaba, muchacho. Eso era en las giras y todo ese mundo de locos que es el de la música. Y sé de qué hablo. —Señaló el escenario del bar—. Sea como sea, de no haber sido por Rebecca... Esa mujer le quería. ¡Oh, sí! Le quería de veras. Logró apartarle de toda esa mierda y resituarlo. Fue un milagro. No es fácil levantar un árbol caído. Por eso, cuando él anunció que volvía a la carretera... —Soltó un bufido—. Imagínate.
—¿Quiere decir que ella no quería?
—¿Volver a las andadas? ¿Quién quiere eso? Leo ni siquiera era todo lo que es ahora. Su lucha por hacer que esas canciones triunfaran fue... épica, sí, esa es la palabra: épica. ¡El muy cabrón era bueno de cojones, pero tuvo que morirse para que la gente se enterara, no te jode!
—Así que Rebecca estaba en contra.
—En el pueblo todo el mundo lo sabe. Ella le amaba. Y le habría amado igual hiciera lo que hiciera, trabajara de pintor o de granjero. Claro que también amaba su música, sus letras, pero comprendía el poder destructor que el arte ejerce sobre los artistas. El éxito es una mala compañía, y la fama... Ah, la fama es depredadora. —Hizo una pausa y miró a derecha e izquierda por si alguien le pedía algo—. Leo era un buen tipo, sociable, amistoso, nada pagado de sí mismo... Pero cuando se subía a un escenario, cuando se subía ahí —apuntó el entarimado con un dedo—, se transformaba. Sacaba la bestia que llevaba dentro. Y en una gira, todo cambia. Es comprensible. Tocas en un sitio, acabas con la adrenalina a tope a la una de la madrugada, bebes, quizá te colocas, no puedes dormir y aparece una loba que quiere comerte y que te la comas. ¿Qué haces? ¡Coño, nadie es de piedra! ¿Quién aguanta algo así? ¿Vas a decirle que no? De eso era de lo que quería apartarle Rebecca. De eso, y más. Volver a la carretera era justamente repetir la historia, ¿comprendes? ¡Cómo no iba a estar disgustada!
—¡Mo!
Miró en dirección a una de las mesas.
—¡Voy!
—Espere. —Le detuvo Norman antes de que se fuera—. ¿Cuándo hay actuaciones aquí?
—Los viernes y los sábados, y a veces algún día entre semana si hay algún acontecimiento o al siguiente es festivo. ¿Por qué?
—¿Tiene alguien fijo o algo así?, ¿un grupo, un solista?
—¿Fijo aquí? ¿Estás de broma? Todo el que quiere cantar sube y lo hace. —Lo matizó—: Si es decentemente bueno, claro. Los sábados son el mejor día para eso, con el bar a reventar.
—Yo toco la guitarra y canto. ¿Podría...?
Mo se encogió de hombros.
—Poder, puedes. Depende de ti, ya te digo. Demuéstrame que vales algo.
—Puedo ir a por mi guitarra y...
—No hace falta. Tengo una ahí atrás. Andando.
Norman parpadeó. ¿Así de fácil? ¿Pasaba una prueba, un examen, y ya podía subirse al escenario donde tantas veces había cantado Leo Calvert?
¡Claro que estaba preparado!
—¡Te sirvo enseguida, August! ¡Dame un minuto! —le dijo Mo al que acababa de llamarle.
Siguió al dueño del bar hasta una puerta. No solo era poder cantar. También era poder seguir hablando de él, haciendo preguntas. Mo parecía dispuesto.
—Venga —dijo el hombre, señalándole una guitarra—. Te doy tres minutos para convencerme de que vales algo y tienes lo que hay que tener para subirte a ese escenario.