El coche lo manejaba un chófer con aspecto hispano, trajeado y elegante. No era grande, pero sí lujoso, negro, con los cristales oscurecidos. A Rebecca se le antojó un vehículo de la mafia.
En el fondo, quizá lo fuera.
Se detuvo en la misma puerta, a unos escasos tres metros de la entrada. El chófer salió de su habitáculo, rodeó el automóvil con paso vivo y abrió la puerta trasera. No saludó militarmente de milagro, pero su porte fue muy marcial.
Por el hueco, sujetándose a los lados y bajando de manera fatigosa, apareció la enorme mole corporal de Ferdinand Meehan.
Años atrás, cuando Contact Records no pasaba de ser más que una discográfica minoritaria, Meehan era otro hombre, al menos en lo visual. Treinta kilos menos y más cabello en la cabeza. El buen olfato para la música lo tenía limitado a sus posibilidades. Ahora, con el éxito de los discos de Leo Calvert y un par de buenas inversiones con nuevas estrellas, seguía siendo un pequeño lince pero también un triunfador dedicado a aprovechar su suerte y la buena vida que le había caído del cielo.
Hacía dos años que Rebecca no le veía.
Y uno que no hablaba con él por teléfono.
Más kilos, menos pelo.
Que estuviera allí, que hubiera ido a verla en persona, y sin avisar, de forma bien astuta, para sorprenderla, era mucho.
Significaba mucho.
La prueba de que Ferdinand Meehan estaba poniendo toda la carne en el asador.
Efectos del Big Bang del quinto aniversario.
Rebecca siguió en la puerta, expectante, tratando de que no se le notara, mientras el empresario recomponía la figura, estiraba los faldones de la chaqueta y buscaba la forma de sonreír.
Cordial.
Sin embargo, lo primero que dijo fue:
—¡Por Dios, querida, vives en el culo del mundo! ¡Y encima se está poniendo negro, va a caer una buena, tendré que regresar con lluvia!
—Yo también me alegro de verte, Ferdie —repuso ella.
—¡Venga, dame un beso y un abrazo! —Se le echó encima como un oso furioso.
El beso fue demoledor. El abrazo, asfixiante.
—Vaya —suspiró la viuda de Leo Calvert—. Estás en forma.
—He perdido cinco kilos en una semana. —Se lo tomó en serio—. Cosas del médico, ya sabes. A mi Rosette le gusto como estoy. Pero la salud...
—Anda, pasa. —No tuvo más remedio que ser amable.
Sabía por qué estaba allí, qué quería.
Le esperaba una dura batalla.
Tan inevitable como la lluvia que se avecinaba.
Ferdinand Meehan entró en la casa. Lo barrió todo con una mirada acerada, paredes, muebles, detalles. No dijo nada, y sin embargo no hizo falta. Probablemente, su sala de estar o su despacho en Contact Records eran ya tan grandes o más que todo aquello. Una vez en la sala no supo si sentarse en una silla, en una butaca o en el sofá. Escogió el sofá. Era lo mejor para colocar su voluminoso trasero. Se dejó caer y las patas gimieron de dolor. Rebecca siguió de pie.
—¿Quieres algo de beber?
—No, gracias. Llevo bebiendo casi todo el trayecto.
Claro, los coches de lujo eran como casas andantes. O mejor incluso.
—¿Tu chófer se queda fuera?
—Estará bien. Se pone música y es feliz. Venga, siéntate.
Le obedeció. Se sentó en una silla. Sabía que Grace andaba por alguna parte pero no la llamó. Prefirió no hacerlo. De todas formas, era imposible que no hubiera oído llegar el coche. Quizá prefería mantenerse al margen.
Quizá.
Ferdinand Meehan no era de los que perdía el tiempo. Una de sus máximas era aquella de que el tiempo es dinero. A veces, Rebecca no entendía por qué le caía tan bien a Leo.
—No es mejor ni peor —decía—. Tanto da que se trate de un ejecutivo de una multinacional o de una independiente: todos son iguales. Así que más vale perro conocido. Al menos sabes dónde va a morderte.
La música era una industria.
La gobernaban justo los que no hacían música.
¿Quién dijo una vez que el músico solo era independiente en su local de ensayo, porque cuando abría la puerta se encontraba con la dura realidad formada por managers, productores, abogados...?
—Podías haber llamado por teléfono y ahorrarte el viaje —fue lo primero que dijo Rebecca.
—¿Y el placer de verte, querida? —Le mostró una amplia sonrisa.
—Corta el rollo, Ferdie. No te va.
—Siempre me gustó tu carácter. —Frunció los labios en una mueca de aceptación—. Leo no lo habría conseguido sin ti. Eres... increíble, te lo digo en serio. —Impidió que ella objetara nada—. Pero han pasado cinco años, Rebecca. Cinco. ¿No crees que ya es hora de...?
—No —le detuvo.
—¿Por qué?
—Tú sabes por qué.
—¡No, no lo sé, dímelo! ¡Haré lo que quieras, santo cielo! ¡Te firmo lo que quieras aquí mismo, en una servilleta! ¡Tú solo dame esas grabaciones!
—Ferdie, te lo dije hace tiempo. —Rebecca encontró el tono adecuado, lleno de calma—. Hay canciones acabadas, sí, y muchas maquetas incompletas, esbozos... Hay de todo. El trabajo de Leo en esos años de silencio. Pero si te lo doy, sé lo que pasará. Algún productor listo querrá «redondearlas», le añadirá instrumentos, una sección de cuerda por aquí, una de viento por allá, unos coros de ayuda... Y al final no será más que un producto, no la música de Leo Calvert.
—Rebecca, te juro que...
—No jures —volvió a cortarle—. Cuando estés en tu despacho, con tu gente, y te hablen de marketing, de ventas, de tal y cual montaje, dirás que sí. Te convencerán de que hay que «mejorar» el producto, porque es tosco, poco comercial... lo que sea. Y no quiero traicionar el espíritu de Leo. Es todo lo que me queda.
—¿No te das cuenta de que tarde o temprano esas canciones saldrán a la luz?
—Es posible.
—¿Dónde las tienes?
—En una caja fuerte, en el banco.
Ferdinand Meehan entrecerró los ojos. La apuntó con un dedo grueso como un puro habano.
—No, las tienes aquí, seguro. Abajo, en el estudio de Leo —dijo despacio, mientras la escrutaba—. Y el día menos pensado te las robarán.
Ella no dijo nada. Le sostuvo la mirada.
El hombre perdió un poco la serenidad.
Se revolvió en el sofá.
—Te diré algo, Rebecca. Pude haber vendido Contact a una multinacional y retirarme. Si lo hubiese hecho, ahora tendrías aquí un enjambre de abogados reclamándote esas grabaciones. Pero estoy yo, soy yo. No vendí Contact porque respeto a mis artistas, son mis hijos. ¡Los amo! ¡Te lo juro, los quiero! —Recuperó un poco la calma—. Dime una cosa: ¿no crees que la gente merece escuchar esas canciones?
—De acuerdo —asintió ella—. Las subo a internet, gratis, todas, y así esa gente de la que hablas es feliz.
El hombre hizo una mueca de desagrado.
—¿Por qué eres así?
—No hago más que respetar la voluntad de mi marido.
—Eso no es cierto: él iba a publicar ese nuevo álbum. Estás reteniendo esas canciones por tu maldito orgullo.
—¿De veras crees que es orgullo?
—¿Qué otra cosa si no? ¡Piensa en Grace, por Dios!
—Precisamente pienso en ella.
—¿Lo haces, en serio? ¿Quieres enfrentarte a un pelotón de abogados? —cambió de pronto el empresario.
—¿Me estás amenazando?
—No. Solo te pregunto.
—Es una amenaza igual.
—Rebecca, el contrato con Leo especificaba que iba a entregar a Contact Records tres discos en los siguientes seis años. Únicamente dio dos. Falta uno.
—Te equivocas, Ferdie. —La sonrisa fue amarga—. El tercer álbum fue esa mierda de directo que os inventasteis.
—¡Para aprovechar el tirón del éxito de los dos primeros tras su muerte, pero no lo entregó él, lo hicimos nosotros! ¡Él nos debía el tercero, y es ese que anunció antes de morir! ¡Por lo tanto, existe y es nuestro!
—¿Quieres ir a un juicio solo con eso? ¿Crees que un juez no pensará que ese directo fue el tercer disco del contrato?
Ferdinand Meehan agitó los brazos.
—¡Vamos, por Dios! ¿De qué estamos hablando?
—¡Tú has sacado el tema de los abogados y los contratos!
—¡No tiene sentido discutir ni pelearnos! ¡Estamos en el mismo barco, los dos queremos lo mejor para Leo!
—Yo quiero lo mejor para Leo. Tú quieres vender un millón de discos.
—¿Eso es malo? ¡También es tu dinero, y el de Grace! ¿Y hablas de un millón? Rebecca, mis expertos en marketing me dicen que puede ser el disco del año, incluso de la década. ¿Un millón? —Soltó una risa desangelada—. ¡Hablamos de cinco, diez millones de discos, descargas...! Nuestros sondeos nos dicen que la gente está expectante. ¡Quieren esas canciones! El impacto que dejó al morir es... asombroso.
—Sí, se ha creado un monstruo.
—¡No, se ha creado un mito, una leyenda, y es imparable, porque seguirá creciendo! ¡Las cosas son así, pasó sin más, es irreversible! ¡Acéptalo!
La aparición de Grace fue inesperada.
Estaban tan enfrascados en su discusión que lo primero que escucharon fue su voz.
—No os peleéis, por favor.
Miraron hacia ella. Estaba en la puerta de la sala, con el rostro contraído y la expresión envuelta en dolor, los ojos curvados hacia abajo, las manos unidas. A contraluz, parecía una estatua animada. Con la tarde declinando hacia la oscuridad a causa del cielo encapotado, su imagen era blanca.
—Hola, Grace —la saludó Ferdinand Meehan—. Perdona que no me levante pero estoy encajado en este sofá.
La chica se acercó a él. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. El hombre dulcificó su expresión. Los ojos se le volvieron amables y bondadosos.
Grace miró a su madre, seria.
—Díselo —le pidió el empresario—. Trata de convencerla, por favor.
—Es su decisión —musitó Grace.
—¡Y la tuya! ¡Vas a ir a la universidad! ¡El dinero que os llega por la venta de discos y los derechos de reproducción todavía es mucho, sí, podéis vivir holgadamente, pero hacerle ascos a lo que podéis ganar...!
—No voy a ir a la universidad —dejó caer Grace como una bomba.
Rebecca levantó las cejas.
—¿Qué?
—Paso, mamá. No quiero estudiar.
—¿Por qué? ¿Desde cuándo...?
—¡Podrías ocuparte del disco, cariño! —continuó Ferdinand Meehan con renovado entusiasmo, sin prestar atención a lo que estaba sucediendo—. ¡Te vienes a trabajar a San Francisco, cuidas la producción, controlas el proceso, vigilas que todo sea como queréis que sea! ¿Qué me dices?
Rebecca no le escuchaba. Seguía mirando a su hija.
Grace tenía los ojos fijos en la ventana.
Miraba a ninguna parte.
De pronto, todo había cambiado.
—Será mejor que te vayas, Ferdie —le pidió Rebecca a su visitante.
—¡No!
—Te llamaré, ¿de acuerdo?
—¿Cuándo? —se desesperó el hombre.
Ella se encogió de hombros.
Recordó la frase pronunciada por los Eagles al anunciar su separación y después de que un periodista les preguntara cuándo regresarían. Dijeron: «Cuando el infierno se hiele».
Rebecca prefirió callar.