Rebecca no esperó a que el coche desapareciera por el camino en dirección al puente y el pueblo, rumbo a San Francisco, a más de tres horas de distancia.
Se volvió y se encaró con Grace.
—¿Qué te pasa? —quiso saber.
La chica caminó hasta la sala.
Sabía que no tenía escapatoria.
Sabía que acababa de abrir una difícil caja de Pandora.
—Grace.
—Sí, mamá. —Se dejó caer en una silla.
—¿A qué ha venido eso?
Ella hizo una mueca que podía significar cualquier cosa.
—A nada.
—¡Vas a ir a la universidad!
—¿Por qué?
—¿Quieres quedarte en el pueblo? ¿Piensas vivir siempre de los derechos de autor de tu padre, como si fueran a ser eternos?
—No es eso, mamá.
—Entonces ¿qué es? ¡No hace ni una semana estabas haciendo planes: tu último verano después del instituto, irte con Doug...!
—Doug me ha dejado, mamá.
Rebecca parpadeó.
Siempre pensó que eran demasiado jóvenes, que la vida daba vueltas, que al llegar la universidad las cosas cambiaban sí o sí. Lo creía, estaba firmemente convencida. Pero cuando les veía juntos... también pensaba que se equivocaba, que ellos eran diferentes. Al menos Grace sí lo era.
Tan distinta a todas las chicas de su edad.
Él no, estaba claro.
—¿Cómo que te ha dejado?
Grace la miró con acritud.
—Me ha dejado —repitió—. No hay muchas formas de decirlo, ¿no crees?
—¿Cuándo?
—Hace un rato.
—O sea que estás enfadada, estás en shock.
—¿Te parece que estoy en shock?
—A una no la deja el novio y se queda igual, Grace —dijo con gravedad—. Tú le querías.
«Le querías».
Acababa de suceder y su madre ya hablaba en pasado.
Qué rápido sucedían las cosas.
¿Quién dijo que la vida era un tren de mercancías que no se detenía por nada y que te pasaba por encima quisieras o no?
—He de asimilarlo, supongo —concedió Grace.
—¿Hay otra? —se atrevió a preguntar Rebecca.
Grace la miró con una sonrisa amarga.
—¿Cuándo no la hay?
De pronto, no eran una madre y una hija hablando de sus cosas. De pronto, eran dos mujeres frente a la realidad. Una, viuda. Otra, adolescente enfrentada a sí misma en el espejo de la vida.
Y las dos atrapadas por su destino.
Rebecca llegó hasta ella.
La abrazó.
Fuerte.
Luego le dio un beso en la cabeza y le tomó la cara con las manos mientras la miraba a los ojos.
—Mamá —susurró Grace.
—¿Sí?
—Quiero oír esas canciones.
—Hija...
—Me lo debes. —Fue directa—: Es mi padre y tengo todo el derecho del mundo, ¿de acuerdo?
Rebecca supo que era cierto.
Que estaba atrapada.
Y que la hora final había llegado.
Ya no tuvo valor para negarse.
Volvió a besar la cabeza de Grace mientras el castillo de su resistencia se venía abajo definitivamente.