CAPÍTULO 21

El corazón de la verdad

Las luces del estudio se iluminaron.

El sacrosanto templo de Leo Calvert las recibió como si las dos entraran en un mausoleo.

El rincón de los sueños.

Quizá perdidos, tal vez todavía vivos.

Grace sintió que, por fin, iba a penetrar en el alma de su padre.

Notó cosquillas en el estómago, mariposas en la mente.

Rebecca en cambio estaba seria.

La mirada grave.

Abrió el armario gris. La puerta metálica chirrió un poco por la falta de uso. El contenido quedó expuesto a los ojos de Grace. Cintas, archivos, carpetas llenas de hojas con letras. Ferdinand Meehan tenía razón: bastaba con entrar en la casa y llevárselo todo. Años de trabajo y de vida de su padre.

No dijo nada.

No era el momento.

—Todo está aquí. —Volvió la cabeza Rebecca.

Grace siguió callada. Se sentó en la butaca situada frente a la mesa de control. No calculó que era flexible y se fue un poco hacia atrás, de manera ridícula. Rebecca continuó de pie, sin atreverse a tocar, de momento, el contenido del armario.

—Son muchas horas —dijo.

—Ponme las que ya estaban acabadas, listas. Las que hubieran sido parte de Canciones de sangre.

Tardó cinco segundos en reaccionar.

Hasta que asintió con la cabeza.

Grace la dejó hacer, tomar el archivo, poner en marcha el equipo, manipular el sistema para conseguir una perfecta audición a través de los dos altavoces de la sala de control del estudio. Mientras su madre se movía, casi a cámara lenta, ella siguió mirando aquel armario, sobre todo la carpeta con las letras, abultada, llena de papeles de diferentes procedencias, tamaños y colores que sobresalían de manera informe por los lados. Su padre solía anotar frases, expresiones, títulos o, incluso, escribir letras enteras en cualquier parte, una hoja de periódico o una servilleta. Los medios de comunicación lo habían calificado como «poeta de la intimidad». Habían dicho que sus letras surgían de «más allá de la introspección», que eran el resultado de «bucear y escarbar en lo más profundo del corazón humano».

Todo eso y más.

Y allí estaba el resto de su vida, su trabajo después de aquellos dos primeros álbumes, o quizá incluso letras y maquetas de mucho años antes, el corazón de la verdad.

—Se pasaba aquí las horas —suspiró Rebecca—. A veces no podía sacarle de... —De pronto le costaba hablar—. Tú dormías, cielo. Yo le esperaba en la cama, hasta que no podía más. Muchas mañanas me levantaba y seguía aquí abajo. Era como... un veneno.

—Era lógico que volviese, ¿no te parece?

—No lo sé —dijo, pasándose una mano por los ojos—. Ahora todo parece muy fácil. Oh, sí, es Leo Calvert. Pero entonces nadie lo quería. Sus dos discos habían sido dos estrellas fugaces. El precio que pagó por ello, que pagamos, fue muy alto, Grace. Tú no le recuerdas borracho ni drogado. Yo sí. Siempre tratamos de apartarte, y lo conseguimos. —Se apoyó en la mesa de mezclas sin darle al play de inicio de las grabaciones—. Volver no era una opción. Era jugar a la ruleta rusa.

Una partida con las cartas marcadas por la muerte.

—Mamá...

—Si no hubiera muerto, esto no valdría nada, ¿comprendes? —Señaló el reproductor—. ¿No te parece una burla?

Ya no había vuelta atrás.

Si no, si no, si no...

—Ya, mamá. Ahora —le pidió Grace.

Y sonó la primera canción.