CAPÍTULO 23

Canciones de sangre

Grace intentaba mantener la calma.

No pensar.

Pero cada canción era ciertamente un grito.

La voz de su padre, aullándole a la luna como un perro solitario.

 

Solo me queda soñar.

Todo lo que puedo amar

ya lo amó Dylan.

Todo lo que pueda pensar

ya lo pensó Dylan.

Solo me queda soñar.

 

¿Echas de menos mi sexo en la noche?

Déjame que te acaricie el alma

y te cubra de sonrisas la piel.

Eh, hombre de la pandereta,

toca una canción para mí.

La llevaré conmigo hasta el fin.

 

Solo me queda recordar.

Todo lo que pude ser

ya lo fue antes Dylan.

Todo lo que quiero vivir

ya lo vivió antes Dylan.

Solo me queda recordar.

 

¿Alguien ha vuelto a hacerte sonreír?

Todos los holas del mundo

acaban con un adiós.

Eh, hombre de la pandereta,

toca una canción para mí,

y la cantaré toda la eternidad.

 

Solo me queda gritar.

Solo me queda soñar.

Solo me queda recordar.

Solo me queda todo...

 

No eran temas largos, algunos apenas si duraban dos o tres minutos. La voz era dulce unas veces y agresiva otras. La guitarra, un guante. Si se añadía bajo y batería, apenas si se notaba. Y lo mismo alguna base de teclado. Baladas suaves y canciones potentes. Pero sobre todo, por encima de todo, estaban las letras.

Todas aquellas declaraciones de principios.

Una tras otra.

¿Cuántas llevaba? ¿Cinco, diez? Podría pasarse allí horas.

Con el privilegio de ser la tercera persona que oía todo aquello, después del propio autor y de su madre.

Rebecca tenía los ojos fijos en el suelo.

Parecía desfallecida.

Grace se dio cuenta de lo mucho que le dolía escucharlas.

¿Por qué?

¿Había una sola respuesta o eran treinta, una por cada uno de aquellos temas?

¿Por qué su padre las había llamado Canciones de sangre?

Se acababa un tema. Transcurrían cinco, diez segundos de calma. Y reaparecía todo, la voz y la guitarra. Rea­parecían con otra obra maestra mejor que la anterior.

Rebecca acabó pulsando la pausa.

Grace contuvo la respiración.

—¿Quieres seguir? —le preguntó su madre.

—Sí, por supuesto.

—Se ha hecho tarde. Puedes hacerlo mañana.

—Mamá...

La mujer no movió la mano.

—¿Qué te parecen?

—¿Y me lo preguntas?

—Sí, te lo pregunto.

—¡Mamá, son brillantes!

—Así que te gustan.

—Es como si... como si una mano saliera de los altavoces y te apretara el corazón, el cerebro, el estómago... Dios, son intensas, emotivas, tan tristes...

Rebecca asintió con la cabeza.

Repitió aquella palabra.

—Tristes.

—Los dos primeros discos de papá rezumaban vida, las canciones eran poderosas y las letras, exultantes. Aquí da un salto, enorme, entre la serenidad y la más extrema de las sensibilidades. Las melodías, los riffs de la guitarra, hay tanto sentimiento... Es como si se hubiera desnudado a sí mismo.

Rebecca bajó la cabeza.

Había un enorme peso colgado de ella.

Y entonces...

Grace lo comprendió de pronto.

No solo el hermetismo, sino también el motivo de que su madre las hubiera guardado allí abajo tanto tiempo, porque cada canción era una clave.

 

Solo me queda gritar...

 

—Papá no era feliz, ¿verdad?

Rebecca se mordió el labio inferior.

—Sin cantar en directo no, no era feliz —reconoció.

—Pero ¿por qué no...?

—Porque temía perderme, Grace —se lo dijo de pronto—. Porque cuando regresó a casa la última vez, después de haber pasado tres meses en una clínica para desin­toxicarse, le dije que no podría volver a resistirlo.

—Aquellos tres meses...

—No estaba en Europa, cariño. Estaba internado.

—Y todas esas canciones.... —De nuevo no acabó la frase.

—Explicaban cómo se sentía, lo desesperado que estaba. No por el poco éxito de sus discos, sino por no poder cantarlas en directo.

—¿Por eso no querías que las escuchara?

—Hay mucho más, cielo.

—Cuéntamelo.

Rebecca hizo un gesto de dolor.

—Ya hemos abierto las puertas del embalse, ¿vale? Deja que corra el agua —dijo Grace.

—Es difícil de... —Su madre hizo un esfuerzo para recomponerse—. En parte sí, no quería que las escucharas por eso, porque todas y cada una expresan cómo se sentía. Pero... —Se pasó otra vez la mano por los ojos—. Te protegía a ti, y también me protegía a mí... —Llenó los pulmones de aire—. Es complicado hablar de ello ahora, después de tanto tiempo. La perspectiva cambia, y él... —Se apretó los ojos tratando de contener las lágrimas—. Él está muerto, cariño. Ya no...

—Eso puedo entenderlo —aceptó Grace—. Pero dices que había mucho más.

—Me duele tanto...

—Mamá, soy yo. Dímelo.

Rebecca tragó saliva.

Le costaba respirar.

Quizá hubiera seguido hablando. Quizá no.

Algo retumbó más allá de ellas. El trueno estremeció la casa, y el relámpago, que debió de caer cerca, remató el efecto con un haz luminoso y blanco que se coló por el ventanuco. El estruendo fue brutal.

—Hay que apagar el equipo, Grace. —Se levantó su madre—. Una descarga así puede cargárselo todo, ya lo sabes. La última nos dejó sin televisor y con los ordenadores dañados.

—¡Mamá! —protestó ella.

—Ya basta por hoy, ¿de acuerdo? —Fue terminante—. Hay que subir arriba y desconectar las cosas, luego cenar. Mañana si quieres sigues tú sola. Por favor...

El adiós de Doug, la visita de Ferdinand Meehan, aquella sesión inesperada, cara a cara con la verdad.

O parte de ella.

Grace se rindió.

Mientras subían la escalera, estalló un segundo trueno, y otro rayo convirtió el anochecer en día. La lluvia apareció de pronto como una cortina impenetrable.

Parecía dispuesta a machacar la casa.