Fue Rebecca la que lo escuchó.
—¿Has oído eso?
—No. ¿Qué?
—Fuera, en la entrada, como si alguien hubiera estornudado con todas sus fuerzas.
—Yo no he oído nada.
—Pues yo sí. —Se dirigió a la puerta.
—¿Y si es Harvey? —se preocupó Grace.
—Antes se quedaría en el bosque, bajo la lluvia, que venir a llamar a la puerta o esconderse tan cerca —afirmó ella—. Ni con mil rayos y mil truenos. Le conozco bien.
—Voy a la cocina —dijo la chica.
—¡No seas tonta! ¿Vas a coger un cuchillo o qué?
Su hija ya no estaba allí.
Rebecca abrió la puerta.
Primero, no vio nada. Solo la cortina de agua movida por las ráfagas de viento. Luego asomó la cabeza y se encontró con él.
Parecía un pollo desplumado.
Se lo quedó mirando sin ningún atisbo de miedo o preocupación.
—¿Qué estás haciendo aquí, chico? —le preguntó.
Él ya estaba temblando.
—Me... pilló la lluvia y... he visto la luz...
—¿Estabas dando un paseo o qué?
—Sí..., señora... Perdone...
—Anda, pasa. —Le franqueó el acceso a la casa.
El intruso no ocultó su sorpresa.
—¿Puedo...?
—¡Venga, va, o acabaré mojada yo también!
La obedeció. Dio un paso. Otro. Rebecca cerró la puerta. Bajo los pies del joven se formó un rápido charco. El agua se filtró por las rendijas de la madera.
Entonces apareció Grace.
Le vio y, pese a lo empapado, le reconoció.
—¿Tú?
Rebecca levantó las cejas.
—¿Os conocéis?
—Es el tarado de la tumba de papá, el que me llamó saqueadora.
El chico hizo ademán de dar media vuelta. Llegó a poner la mano en el pomo.
—Ya me voy —dijo con voz ahogada—. Lo siento.
Rebecca fue más rápida, impidiendo que abriera la puerta y con cara de fastidio.
—¿Y adónde vas a ir con la que está cayendo, si puede saberse? ¿Quieres que te parta un rayo, y no lo digo en broma? Al menos espera a que amaine.
—¡Mamá!
—¿Quieres echarle? —Se puso con los brazos en jarras.
Por debajo del recién llegado seguía formándose algo más que un charco. Y temblaba como un perro dispuesto a soltar agua por todas partes si se estremecía.
Grace no dijo nada.
Le bastó con la mirada.
—Ahí hay un baño. —Rebecca señaló una puerta—. Quítate la ropa y ahora te paso algo seco. Venga, va, o vamos a ahogarnos todos en esta piscina. ¿Tienes un nombre?
—Norman.
—De acuerdo, Norman. Andando.
Hizo lo que le decía, aunque por si acaso ella le empujó un poco. No sabía si estaba asustado o alucinado, pero eso, dadas las circunstancias, era lo de menos. Desapareció tras la puerta del baño. Rebecca se enfrentó entonces a su hija.
—¿Qué?
—¿Y si está loco? —bajó la voz Grace.
—Te llamó saqueadora, de acuerdo. Te vio llevarte las cosas de la tumba, ¿qué querías que pensara? En el fondo, la estaba defendiendo, ¿no?
—¿Te pones de su parte?
—No. Solo te argumento una razón. De todas formas, ¿qué?, ¿quieres echarle de aquí, lloviendo, a oscuras y a cinco kilómetros del pueblo?
—No —se enfurruñó—. Pero sabes muy bien que no es más que otro fan loco de papá, como el que se nos metió aquí dentro hace un año y se sentó en la butaca para fumarse un porro.
—Todos pagamos un precio por algo, hija. El nuestro es ser la mujer y la hija de Leo Calvert. —Señaló con un dedo la zona empapada—. Tú seca eso. Yo voy a buscarle algo de ropa a nuestro invitado.
—¡No se te ocurra darle nada de papá!
—¿Le doy una blusa tuya? ¡No hay más ropa que la de tu padre en casa!
—¡Mamá!
No le hizo caso. Fue a la habitación y escogió una camisa y unos pantalones de chándal bastante horribles, además de unas botas más que viejas. Mientras Grace secaba la entrada ella llamó a la puerta del baño.
—¡La ropa!
La puerta se entreabrió y apareció una mano.
—Gracias, señora.
—No hay de qué. —Se lo pasó todo—. ¿Has cenado?
—No.
—Pues nosotras vamos a hacerlo. Si prometes no degollarnos te quedas.
Ella misma cerró la puerta sin esperar respuesta.