Norman entreabrió la puerta todavía con el corazón en vilo y la conciencia en un puño.
O al revés, tanto daba.
Esperaba que Grace estuviera al otro lado, con una escopeta o algo así. Pero no había nadie. Un aroma intenso le golpeó de lleno la pituitaria, despertándole el estómago.
Fuese lo que fuese, olía de muerte.
Cinco minutos antes estaba empapado y a la intemperie, al filo de una pulmonía. Ahora se sentía seco, con ropa limpia aunque demasiado holgada para él, dispuesto a cenar y en una casa.
La casa de Leo Calvert.
Tuvo que pellizcarse.
Primero, las canciones. Ahora, aquello.
Ni en un millón de vidas.
Asomó la cabeza por el hueco de la puerta. La sala quedaba a un par de metros. No se dio cuenta del estruendo de la lluvia al caer sobre el techo hasta ese momento, porque abrió la boca pero fue incapaz de hacerse oír.
—Hola.
Entró en la sala.
No tuvo que volver a hablar. Por otra puerta apareció la dueña de la casa. Llevaba una sopera en las manos. Ni rastro de Grace. Al verlo, Rebecca no pudo ocultar un tono burlón.
—Estás horrible —dijo.
—Ya. —Forzó una sonrisa.
Rebecca dejó la sopera y siguió mirándole de arriba abajo.
Entonces Norman comprendió el motivo.
La ropa, los zapatos...
—A él también le sentaba fatal —reaccionó ella—. Venga, siéntate.
—Gracias, señora.
—No me las des. —Le lanzó una mirada aséptica—. Hay que estar un poco loco para ponerse a caminar por ahí con el cielo anunciando tormenta.
—No sabía...
—¿No sabías que cuando se juntan muchas nubes negras por lo general hacen bum y descargan?
Norman bajó los ojos.
—Deja que sea un poco mala, ¿quieres? Es mi venganza por haberme empapado la entrada.
—Lo sien...
—¡Anda, cállate!
Volvió a salir de la sala, mandándole una sonrisa de aliento casi maternal. Norman esperó en silencio. Cuando reapareció, Rebecca lo hizo acompañada de Grace, que llevaba unas chuletas, pan y una jarra de agua.
La lluvia decreció un poco en intensidad. Al menos ya no parecía a punto de hundir la casa. Y no tenían que forzar la voz para hablar.
Aunque el primer minuto lo pasaron en silencio.
—¿Qué haces en el pueblo todavía? —habló primero Grace.
Norman esperaba la pregunta. Y la temía.
—No sé explicarlo —trató de sonar sincero.
—¿Viniste a ver la tumba de mi padre?
—En parte... sí, supongo.
—¿Solo lo supones?
—Es difícil de explicar, ya te lo he dicho.
—Inténtalo.
Rebecca, ahora, no decía nada. Les dejaba hablar a ellos, pero controlaba con un ojo a Grace y con el otro al visitante. Grace había tenido un día duro, con la sombra de Doug flotando en su ánimo. Norman podía ser cualquier cosa, pero tenía cara de buen chico, y ella se fiaba de su instinto.
La cuchara vaciló en la mano del joven.
Estaba allí, con ellas. Quizá se lo debía.
Y se lo debía a sí mismo.
Nunca había contado aquello en voz alta.
A nadie.
—Yo vi a tu padre cuando tenía quince años —comenzó a hablar—. Mi vida cambió esa noche. Fue algo... increíble. Estaba ahí, de pie, entre cientos de personas, pero sentí que cantaba para mí. Cuando escuché «Los sentimientos tienen todos los colores menos el blanco» fue como... Como si...
—¿Dónde le viste? —intervino Rebecca para ayudarle.
—En el Candlestick Park.
—Eso fue hace ocho años. Solo cantó ahí una vez.
—Sí. Tengo veintitrés.
—¿Y ya está? —siguió Grace—. ¿Un concierto, una canción, una revelación?
Norman la miró a los ojos.
La intensidad la desarboló.
Un rayo iluminó en ese momento el exterior, al otro lado de las ventanas.
—Mi padre había matado a mi madre unas semanas antes —dijo él, despacio.
El ruido de la cuchara de Rebecca al caer al plato fue tan evidente como uno de los truenos. En cambio, Grace sujetó la suya con todas sus fuerzas.
Los ojos de Norman seguían fijos en ella.
—Dios santo... —exhaló Rebecca.
—Mi padre fue a la cárcel y yo a vivir con mi abuela, en San Francisco —continuó hablando—. Fue entonces cuando vi ese concierto, unas pocas semanas después. Apenas sabía nada de Leo Calvert. Ni siquiera recuerdo qué me impulsó a ir. Supongo que como era gratis... Bueno, no sé. El caso es que esa noche todo cambió. Él, su música, sus canciones, me ayudaron a vivir, o a sobrevivir. Yo estaba hundido, desconcertado. Quería a mi madre. Mi padre era un loco, tenía accesos de ira, cambios de carácter, fue una víctima más de la crisis, pero nunca imaginé que pudiera hacer algo así. Y de la noche a la mañana ella estaba muerta, él preso y yo...
No supo cómo seguir.
—Lo sentimos, Norman —dijo Rebecca.
—¿Es malo visitar una tumba para darle las gracias a la persona que te ha salvado la vida?
Era una pregunta sin respuesta.
No la tuvo.
Rebecca miró a Grace, pero ella tenía ahora los ojos fijos en su plato.
Imposible saber qué pasaba por su cabeza.
—Leo hizo mucho bien a mucha gente —suspiró Rebecca.
—Todos los artistas lo hacen —convino Norman—. Supongo que cada cual encuentra el suyo.
—¿Sigues viviendo con tu abuela?
—Ella murió hace un año y medio.
—¿Estás solo?
—Sí, señora.
—¿Dónde vives entonces?
—En San Francisco, aunque también he vivido en Sacramento, en Stockton...
—O sea, en ninguna parte —dijo Grace.
—San Francisco —lo resumió él.
—¿Y aquí?
—Anoche, en una tienda de campaña, pero la policía me ha echado esta mañana. He alquilado una habitación en el motel.
—¿El Alpha?
—Sí.
—¿Y a qué te dedicas para sobrevivir?
—Grace —la previno su madre.
—¿Qué? No es más que una pregunta.
—He trabajado en cosas diversas —continuó Norman sin hacer caso al conato de disputa entre ellas—. He sido freelance para un medio digital, toco la guitarra y canto donde puedo... —Sonrió con un aire de orgullo al agregar—: El sábado estoy en el bar de Mo.
—¿Vas a cantar ahí? —se sorprendió Grace.
—Sí. Hoy he hecho una prueba y me ha dado permiso.
—Mo no es fácil de convencer —manifestó Rebecca—. Habrá visto algo.
—Bueno, no sé. Supongo. —Norman retomó la cuchara y se llevó un poco de sopa a la boca.
—Si eras freelance es que te gusta escribir —dijo Grace.
—Mucho. Me apasiona.
—¿Novelas?
—No llego a tanto, aunque quizá un día... —Ladeó la cabeza—. Quiero hacer un estudio de la poesía en el rock, trabajar a fondo en ese universo.
—¿Y algo sobre mi padre?
—Sería fantástico —reconoció—. Y no creas que no lo he pensado.
—Lo sabía. —Grace apretó las mandíbulas—. O eras un fan loco o un maldito entrometido.
Las palabras cayeron como losas.
Rebecca reaccionó tarde.
—Grace, en la mesa y en esta casa, no.
Sabía a qué se refería.
Miró a su madre dispuesta para la pelea, pero se encontró con el muro de su autoridad.
Se hizo un nuevo silencio.
—Todos hemos tenido un día duro —reconoció Rebecca.
La lluvia parecía estar amainando.