Desde la habitación, Grace oía cómo su madre y Norman hablaban.
Tan animadamente.
Rebecca era así. Amable, cordial, capaz de abrirle los brazos a cualquiera, desprovista de máscaras o dobles intenciones. Un alma pura. En cinco años no había tenido ninguna relación, ninguna historia, nada, ni siquiera una cita o una cena con un hombre. Grace nunca le había preguntado por qué, si era por ella, si era por integridad, si era por preservar la memoria de su padre...
Grace estaba segura de que su madre era una de las mujeres más guapas del pueblo.
¿Era por la etiqueta de ser la viuda de Leo Calvert?
Ahora estaba allí, tan tranquila, charlando con un maldito fan.
Un estúpido que incluso llevaba ropa de su padre.
Pensó en Doug.
Aquel era el maldito día en que Doug la había dejado.
Y el maldito día en que Ferdinand Meehan las había ido a visitar para presionarlas con respecto a las canciones ocultas.
Y el día en que ella, por fin, había podido escucharlas.
Demasiadas cosas.
Demasiadas para acabarlo con un fan en casa.
Uno de tantos salvados por la música y por su padre.
Grace se miró en el espejo.
Cabello revuelto, ojos fijos, mandíbula marcada por la determinación, cuerpo tenso, rota por dentro, firme por fuera, herida y con la invisible marca del rechazo sangrando en su alma.
Sin embargo...
¿Era una sorpresa?
¿Realmente lo era?
¿No había sabido desde hacía mucho, casi desde el principio, que cuando Doug se marchara a la universidad todo terminaría?
¿Se había aferrado inútilmente, como una cría, al primer amor de su vida?
¿Tan ciega había estado que ahora, al despertar, se asombraba?
Recordó la última conversación con Doug antes de que él se fuera a Berkeley.
—En la universidad habrá chicas, y más guapas, mayores que yo.
—¿Y qué? ¿Crees que puedo cambiarte así como así?
—¿Por qué no?
—Porque tú eres única, y porque serías capaz de venir con un cuchillo entre los dientes.
Un cuchillo entre los dientes.
Así la veía Doug.
Luego, en su última visita al pueblo, aquel beso final.
Premonitorio.
—Es el último beso.
—¿Qué?
—Cuando vuelva, pasaremos el verano juntos y ya no habrá más despedidas. Al acabar el verano vendrás conmigo a Berkeley.
El último beso.
Doug se había ido y ella tuvo aquel presentimiento.
Luego se dijo que era una tonta, que apenas faltaba nada, una separación más.
Otro recuerdo importante que ahora le venía a la cabeza. Uno de los mensajes póstumos: «Te necesito», le había escrito él.
Y ella le respondió: «Quiero que me quieras, no que me necesites».
Ya no llovía.
Tampoco quería que lloviera en su interior.
Nada de lágrimas.
Salió de la habitación y regresó a la sala. Los restos de la cena seguían sobre la mesa. Norman, ridículo y grotesco con aquella ropa, perdió un poco la serenidad con la que hablaba al reaparecer Grace. En otras circunstancias le habría parecido mono.
Bueno, guapo.
Y además, tocaba la guitarra y cantaba.
La irrupción de Grace lo cambió todo.
—Creo que es hora de irme —dijo él.
—Sí, ya es un poco tarde. —Rebecca le echó un vistazo al reloj—. Se nos ha ido el tiempo charlando. —Se dirigió a su hija—: ¿Grace, le llevas en el coche?
—¡Oh, no, no, gracias! —saltó rápido Norman—. Puedo ir a pie.
—¿Con esta pinta, esas botas que te vienen grandes, la tierra embarrada, a oscuras y solo? —El tono de Rebecca era firme—. Si no te rompes una pierna, acabarás preso por vagabundo como te pare uno de nuestros sagaces defensores del orden. En coche son diez minutos, ¿verdad, Grace?
Era lo último que deseaba.
Pero su madre tenía razón.
Tanta como pocas ganas ella de discutir.
—Claro —asintió.
—Venga, no se hable más. —Rebecca se puso en pie.
—¿La ropa...? —vaciló él.
—La tuya seguirá mojada. Ya me devolverás esto.
—A no ser que se fugue con ella —dejó ir Grace—. Como recuerdo, ya sabes.
No tuvo gracia.
Tampoco respuesta.
Norman fue al cuarto de baño a por su ropa y regresó con ella hecha un hatillo. Rebecca se dirigió a la cocina y volvió con una bolsa de plástico. Grace esperó en la puerta.
La noche era serena.
Sin estrellas, oscura, fresca, pero muy serena.
—Gracias por la cena, señora —oyó que decía Norman a su espalda—. Y por la ropa.
—No hay de qué.
—No sé qué decirle, en serio... —La voz parecía dispuesta a quebrarse—. No soy un fan de esos, se lo aseguro. Yo...
—No digas nada, anda, tranquilo.
Grace no se volvió. Tal vez su madre le estaba dando un beso en la mejilla, o quizá la mano. No quiso averiguarlo. Le tocaba el papel de chófer.
Norman llegó a su lado.
—¿Ya? —preguntó ella, más fría que la noche.