CAPÍTULO 28

Pasaje nocturno

El silencio fue un grito hasta llegar al puente.

Al cruzarlo, con las flores mortecinas pero brillantes por la lluvia en la barandilla de la derecha, el grito se hizo tormenta. Grace conducía despacio, tanto por el barro como por las piedras arrastradas por la lluvia o el riesgo de un posible boquete inesperado abierto en plena senda de tierra. El asfalto no llegaba hasta desembocar en la carretera, a mitad de camino.

Las ruedas traquetearon sobre la madera.

El río bajaba bravo, llevando el agua caída en las montañas, empujando con su turbulencia lo que hallaba a su paso. Bajo la noche cerrada se veían sus cotas blancas, sus saltos, la espuma que proyectaba por el aire humedeciendo aún más el ambiente de lo que ya lo estaba. El fragor también era un rugido.

Fue entonces cuando Norman ya no pudo más.

—No soy un fan loco —dijo.

Grace aferró el volante con las dos manos.

Concentrada.

—¿Puedo decirte algo? —volvió a hablar él.

—No.

—Bien —suspiró, fingiendo que miraba por la ventanilla.

Llegaron al otro lado del puente. El ruido de las ruedas cambió.

—¿Qué ibas a decirme? —preguntó ella.

—Antes he oído unas canciones.

—¿Cuándo? —Grace se tensó.

—Esta tarde, cuando caía la noche.

—¿Llevabas ahí fuera todo ese tiempo? —se alarmó la chica.

—No todo, aunque... bueno, un poco sí.

—O sea que venías a vernos, directamente.

—Sí, pero he llamado a la puerta y no me habéis abierto. Entonces he oído la música, he dado la vuelta a la casa, y me he encontrado con ese ventanuco a ras de suelo.

—¡Maldita sea, eso es espiar!

—¡No estaba espiando!

—¡Pero te has sentado a escucharlas!

—Sí.

—¿Y por qué me lo cuentas? —se enfadó Grace.

—Porque ha sido... increíble. Tenía que...

—Vale, sé lo que vas a decirme —asintió.

—¿Qué voy a decirte?

—Que son estupendas y que mi madre debería publicarlas.

—Ha de hacerlo —se lo confirmó.

—Olvídalo. —La carretera estaba ya cerca. Aminoró la velocidad por si acaso, aunque no iba demasiado deprisa—. Mi madre no quiere y, de momento, eso es todo.

—¿Pero por qué?

—Pregúntaselo a ella ahora que sois tan amigos.

—¿Por qué te enfadas?

—¡Yo no me enfado!

—Pues lo disimulas muy bien. Lo único que ha hecho ha sido no dejarme pillar una pulmonía. Nunca he conocido a nadie mejor desde que murió mi abuela.

Grace le lanzó una mirada de reojo.

—Como hables de esas canciones...

—No voy a hacerlo —la tranquilizó—. Pero la gente se merece...

—¿La gente se merece qué? —se encrespó de nuevo ella—. ¿Oírlas? ¿La misma gente que no le hizo caso a los dos discos que editó en vida y luego se volvió loca con ellos tras su muerte? ¿Esa gente?

—¿Por qué eres tan dura?

Un par de horas antes le había dicho a su madre que las canciones tenían que ser publicadas. Ahora hacía de abogada del diablo con él.

¿Por qué le irritaba?

¿Era por lo del día anterior, en la tumba?

—¿Yo soy dura? —se burló sin ganas—. ¿Yo soy dura y tú la reencarnación del sueño hippy? ¡Mírate: tocas la guitarra, escribes, quieres hacer un libro de tal o cual tema, o de mi padre si pudieras...! ¡El señor «Libre y Feliz»! —se enfadó más y más al hablar, elevando el tono, siguiendo una progresión geométrica en su irritación—. ¡Yo soy su hija!, ¿sabes? ¡Le perdí hace cinco años, tenía apenas doce! ¡He vivido con eso, prisionera de la leyenda que se formó al desaparecer! ¡Ni siquiera recuerdo...!

El grito de Norman la sobresaltó.

—¡Cuidado!

Grace miró al frente. Había apartado la vista un solo segundo. Y de pronto allí estaba él, en mitad de la carretera.

Frenó en seco.

El coche derrapó apenas unos metros.

—¡Harvey, maldita sea! —Sacó la cabeza por la ventanilla—. ¿Qué estás haciendo aquí a estas horas?

El discapacitado se frotaba las manos nervioso, a la altura del pecho. No estaba asustado ni sobresaltado por el incidente, el frenazo o el grito de Grace. Su cara más bien reflejaba preocupación.

No se apartó de lo que tenía en la mente.

—¿Estáis bien? —balbuceó, inquieto.

—¡Pues claro que estamos bien!

—Ha... llovido mucho... Y han caído rayos... y truenos —siguió balbuceando.

—¡Pues estamos bien! ¿Quieres irte a casa?

Harvey miró a Norman. De nuevo a la chica. No llegó a cerrar la boca, pero sí apagó el crepúsculo de sus ojos siempre brillantes y frunció el ceño.

—Sí, Grace, claro... Sí... —Se hizo a un lado.

Ella puso de nuevo el coche en marcha. Aceleró. Y aceleró mucho, con el pueblo ya a la vista y sus luces desparramándose por el horizonte. Su enfado ya era absoluto.

Norman no se atrevía a abrir la boca.

—Está enamorado de mi madre —dijo de pronto Grace, liberando parte de la tensión acumulada.

—¿Ese hombre? —preguntó Norman, dudoso.

—Sí. ¿Puedes creértelo? Se pasa el día merodeando, dando tumbos por el bosque, espiándola.

—¿No le denuncia?

—¿A Harvey? —Se encogió de hombros y soltó un bufido—. Es como la mascota del pueblo. El tipo más inofensivo del mundo. Él dice que la protege. No se puede denunciar a Harvey por acoso, te lo aseguro.

La conversación murió de repente.

Más que acercarse el coche al pueblo, pareció que era el pueblo el que se acercaba a ellos, como si estuvieran quietos, ingrávidos bajo la noche.

Grace recuperó la calma.

A pesar de todo, Norman quiso seguir con la conversación interrumpida antes de la aparición de aquel hombre.

—Me estabas diciendo que ni siquiera recordabas...

Grace soltó un largo suspiro.

—Olvídalo —dijo—. Por hoy he tenido bastante.