CAPÍTULO 29

Últimas palabras en la noche

Grace detuvo el coche en la entrada del motel, bajo la torre de reclamo en la que se anunciaban las habitaciones con luces de neón rojas y azules. Norman se disponía a bajar, tras recoger la bolsa con la ropa mojada, cuando ella paró el motor.

—Espera. —Lanzó un largo suspiro.

Norman se quedó quieto.

Grace no volvió a hablar de inmediato. Se tomó su tiempo, como si escogiera las palabras u ordenara las ideas. Las luces de la torre les bañaban con un pequeño caleidoscopio de tonalidades. Sus rostros destacaban nítidos y puros, vivos.

—Siento todo lo que te he dicho —se excusó finalmente.

—No importa —dijo él.

—Sí, sí importa. —Dio la impresión de que se hacía súbitamente pequeña, frágil y vulnerable—. Llevo un día bastante... complicado.

—No quería molestar —aceptó Norman—. Ni tampoco ayer, en la tumba de tu padre.

—No, estuvo bien. La defendiste. Creíste que era una ladrona.

—Pero estás harta de los fans.

—Sí —concedió.

—La mayoría tiene buenas intenciones. Quieren a tu padre.

—Lo sé. —Esbozó una sonrisa—. Pero no dejo de verlos como una masa informe y depredadora, capaz de cualquier cosa. Te podría contar mil historias, cómo escarbaron la tierra de la tumba al comienzo, hasta que hicimos el sarcófago de cemento, y cómo entró en casa uno o... Bueno, da igual. Ya ni siquiera voy a correos a por las sacas de cartas que llegan. La mayoría son hermosas, pero siempre aparece una que da la impresión de haber sido escrita por un aprendiz de Charles Manson. Me gustaría que le dejaran en paz.

—Sabes que eso no es posible. Ni siquiera evitando publicar las nuevas canciones.

—¿Y he de vivir el resto de mi vida con ello?

—Puedes aceptarlo o renunciar a todo, pasar de incógnito, tratar de no leer nada ni oír hablar nunca más de él.

—Me temo que eso sea ya imposible. Siempre habrá una radio, una música de ascensor, un reportaje, algo.

—Entonces solo te queda pensar en positivo. Leo Calvert es un dios, y tú su hija. —Trató de sonreír—. La fiera defensora de la tumba.

Grace miró el motel, silencioso bajo la noche.

Había una extraña calma.

—Es curioso —dijo—. Hoy me han propuesto irme a San Francisco para ocuparme de la edición del disco de mi padre y montar algo así como una pequeña oficina que lo gestione todo.

—¿Lo harás?

—Primero habría que publicar esas canciones, y mi madre no está por la labor.

—Más que defender su legado, lo que hace es bloquearlo.

Grace pensó en las horas que habían pasado juntas en el estudio del sótano, escuchando el primer puñado de temas.

—Quizá las cosas cambien —contestó, evaluando las opciones.

Ferdinand Meehan había hablado de muchos millones de ventas y descargas.

Un mundo entero rendido al talento de Leo Calvert.

—Norman.

—¿Qué?

—Lo que has contado antes, en la cena, sobre tus padres y ese concierto en el que descubriste al mío.

—¿Sí?

—Mi padre no te salvó la vida: tú querías salvarte. Él solo fue el medio. Te estabas hundiendo, pedías ayuda, y de pronto oíste esas canciones y te agarraste a ese salvavidas.

—¿No es lo mismo?

—Creo que no. Siempre hay un libro que te cambia la vida, o una canción que te hace reflexionar. Para eso están los artistas, para zarandearnos, revolucionarnos, ponernos delante de un espejo, hacer que miremos en nuestro interior.

Norman esbozó otra sonrisa.

—Me gusta cuando no me gritas —dijo.

—¡Tonto!

—¡Es la verdad! —Se defendió del suave golpe que le dio ella con el puño cerrado a la altura del brazo.

El motel seguía esperando.

Bastaba con abrir la portezuela del coche y decir adiós.

No se movieron.

—¿Cuántos días vas a quedarte? —preguntó Grace.

—Apenas me queda dinero.

—Y mientras, preguntarás por ahí, ¿no?

—Sí —no quiso mentirle.

—Te gustaría hacer ese libro.

—Sí.

—No hay mucho que contar que sea nuevo. —Chasqueó la lengua—. Todo es la misma basura y hay mucho de especulación.

—En eso estamos de acuerdo, por eso sería bueno que apareciera un buen libro sobre su vida, su figura y sus canciones. Un libro honesto, sobre el hombre, sobre el ser humano, y no sobre la leyenda.

Grace le miró fijamente.

—Si estás pensando en que mi madre y yo te contemos cosas...

—No, no iba por ahí. Vosotras deberíais estar al margen, al menos en cierta medida, aunque echarle un vistazo final, para evitar mentiras o tergiversaciones, sí sería bueno.

—¿Te gustaría que escribieran un libro sobre tu padre?

—No —dijo él sin pensárselo dos veces.

—Porque fue un asesino, porque mató a tu madre, porque habría que escarbar en lo más profundo de su mente para comprenderlo, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—Mi padre fue alcohólico, tomó drogas, se dice que se acostó con mujeres en las giras… —Grace hablaba desde la serenidad, sin dolor—. ¿Crees que a mi madre y a mí nos gustaría leer algo sobre eso otra vez, o que incluso alguna idiota pudiera inventarse una historia falsa para darse publicidad? Ya lo vivimos, ¿sabes? Lo que pasó lo vivimos, sobre todo mi madre. En primera persona.

—Si han editado dos docenas de libros biográficos, con especulaciones, teorizando y hablando del sentido de sus letras, ¿no te gustaría uno que fuera real, autorizado?

—No lo sé. —Apareció un primer destello de cansancio en el rostro y en la voz.

—Tú no crees que se suicidara, ¿verdad? —preguntó inesperadamente él.

Grace no vaciló.

—No. —Movió la cabeza de lado a lado—. No lo creo. Todo menos eso. Un desmayo, un shock al volante... ¿Por qué suicidarse cuando iba a volver, aunque le pesara a mi madre? Iba a...

Norman se dio cuenta de que se había quedado paralizada.

La mirada perdida.

—¿Qué te pasa?

—Nada. —Ella comprobó la hora. Reaccionó con demasiada premura—. Será mejor que te bajes ya. Se ha hecho tarde y estoy cansada.

No pudo rebatírselo.

Asió la bolsa de la ropa mojada y abrió la portezuela del coche. Una vez en tierra se volvió hacia la chica.

—Gracias.

—Vale.

—Oye —dijo de pronto—. ¿Vendrás pasado mañana al bar de Mo?

Pasado mañana.

Sábado.

Su actuación.

Grace se quedó mirándolo. Con la ropa de su padre daba grima. Primero había estado molesta con él, luego irritada sin saber muy bien por qué, después mucho más tranquila y contemporizadora, hasta parecer una chica normal hablando con un chico normal.

Pero ella seguía siendo la hija de Leo Calvert.

Y él...

—No, no creo —aseguró—. No voy nunca al bar de Mo. La mayoría de los que suben a ese escenario se empeñan en cantar las canciones de mi padre. Y, sinceramente, tengo suficiente. —Arrancó el coche y pisó el acelerador—. ¡Buenas noches!

Norman la vio alejarse.

Su voz murió como una lluvia fina en la noche.

—Yo... tengo mis propias canciones, Grace.