CAPÍTULO 31

Amaneceres sin respuestas

Grace abrió los ojos y se quedó mirando el techo.

Había dormido en aquella habitación toda la vida.

Y en aquella cama desde que la sacaron de la cuna.

Aquel iba a ser su último verano. Aquella iba a ser su última etapa antes de ir a la universidad. A Berkeley. Con Doug. Punto final a la adolescencia. Bienvenida la juventud.

Todo eso, ahora, era un espejismo.

Movió la cabeza hacia un lado. Allí estaba él. El único póster de la habitación era uno gigante de su padre, desmelenado en plena actuación. Lo había preferido antes que una foto posando. Le gustaba verle en aquella imagen, sudoroso, con la cara contraída por el esfuerzo, el pelo largo y revuelto, la expresión de furia derrochando energía y tensión, la mano izquierda en los trastes de la guitarra y la derecha golpeando las cuerdas como solo él sabía hacerlo.

Puro Leo Calvert.

—Buenos días, papá —le dijo al póster.

Siguió en cama un poco más. Luego alargó la mano y cogió el móvil. Le quitó lo de «No molestar» y se quedó mirándolo. Tampoco habría hecho falta que lo activara al acostarse. Nadie la llamaba. Debía de ser la única que no estaba en un chat o recibía mensajes idiotas. Muerto Doug, ya no tenía nada. Al prescindir de Instagram, Twitter y Facebook, vivía aislada, sin el cautiverio de los likes o los followers, libre aunque sola.

Gladys se había ido del pueblo hacía un año.

A Bertha la había embarazado su novio.

Ser la hija de una leyenda de la música marcaba, tenía un precio.

Encima, aquel medio año que había estado enferma, perdiendo casi todo un curso...

Se levantó de la cama, dejó el móvil en la mesita de noche y se dirigió al cuarto de baño. La ducha fue rápida. No se lavó el pelo. Se puso unos shorts ligeros y una camisa holgada por fuera. Luego caminó descalza hasta la cocina. El olor a tortitas le removió el estómago. Su madre estaba de pie, también con la camiseta y los pantaloncitos con los que había dormido, cocinándolas. Grace se sentó en una de las sillas y se quedó mirándola.

Sí, era guapa.

Mucho.

Lo que algunos definirían como «toda una mujer».

Pero, salvo el bueno de Harvey, nadie se le acercaba.

O eso o ella había levantado un muro a su alrededor para protegerse.

Recordó las imágenes del espectacular The Wall, de Roger Waters, que había visto en Netflix.

—¿Has dormido bien?

—Sí.

—¿Qué tal ese chico?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, le dejaste en el motel, ¿no?

—Pues eso: le dejé en el motel.

—Me pareció simpático, y buena persona, coherente, agradable...

—Era un fan más, mamá. Y encima le metiste en casa.

—No sé cómo son los fans, pero si son como él...

—Vete al cementerio un fin de semana y verás algunos de peregrinación. Mira, mañana es sábado. ¿Qué te parece?

—Norman me cayó bien, eso es todo. Puede que en masa sean una pandilla de locos, pero uno a uno son personas, y cada cual con sus razones. Lo que nos contó de sus padres...

—Todo el mundo tiene una historia, mamá.

Rebecca se volvió hacia ella.

—Grace, por favor. —La mirada fue suplicante—. No te vuelvas cínica.

—Yo no me vuelvo cínica.

—Superarás lo de Doug. —Quiso poner el dedo en la llaga.

—Ya lo he superado. —Fue la seca respuesta de su hija.

—¿En menos de un día?

—Sí. Puede que en el fondo ya lo viera venir. Ya lo supiera.

—Date una oportunidad, ¿quieres?

—No te entiendo. ¿Una oportunidad?

—Vives encerrada en ti misma. Ahí afuera hay un mundo.

—¿Me estás echando de casa?

—¡No seas absurda! —Medio se enfadó, medio se rio—. Aunque si cogieras una mochila y te fueras un mes por ahí, a valerte por ti misma, tampoco estaría mal. Creo que necesitas respirar un poco.

—Ya respiro.

—No, aquí te es imposible. —Cambió rápido de tema—: ¿De veras no vas a ir a la universidad?

—No lo sé.

—Sí lo sabes. —La apuntó con una cuchara—. De acuerdo, no vayas a Berkeley, pero te aceptarán en cualquier otra. Con tus notas...

Grace se levantó para preparar la pequeña mesa de la cocina en la que desayunaban. Platos, vasos, zumo de naranja, mermeladas, mantequilla, cubiertos... Todo a la espera de las tortitas.

Le crujió el estómago.

No era de sí misma de quien quería hablar.

—Mamá, ayer dejamos la conversación a medias.

Notó claramente cómo ella se inquietaba.

No le contestó.

—Vamos a publicar ese disco, ¿vale?

El mismo silencio.

—Mamá, por favor.

—¿Tanto te convenció Ferdie?

—No es eso, y lo sabes. Ayer por fin pude escucharlas. Es lo que papá hubiera querido.

—Grace, bastante me duelen ahí abajo como para encima escucharlas a todas horas por la radio. Querrán entrevistarnos y... sinceramente no estoy para eso.

—No habrá entrevistas, ni tuyas ni mías.

—No lo entiendes, cariño.

—¿Qué es lo que he de entender?

—Sería como si estuviera vivo, aquí mismo.

—¿Y eso es malo? ¿No suenan igual sus canciones ahora, y lleva cinco años muerto? ¿No piensas en lo que le habría gustado a él?

—¡Tu padre está muerto, pero yo sigo viva!

Fue un pequeño estallido. No muy fuerte. No muy dramático. Pero sí suficiente. La crispación cesó tan rápidamente como había surgido. Rebecca se apoyó en la madera de la cocina, junto al horno.

Pese a todo, Grace no se rindió.

—Son esas canciones, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Toda esa tristeza, lo que dicen, lo que esconden... Te recuerdan algo, algo que te pesa y no quieres reconocer, o admitir... o qué sé yo.

—¿Ahora eres psicóloga? —Rebecca le dio la espalda—. No digas tonterías, ¿quieres?

Terreno vedado.

Grace se dio cuenta.

Aun así...

—¿Dejarías que me fuera a San Francisco a ocuparme del disco y de las cosas de papá en la discográfica?

Las tortitas aterrizaron finalmente en la mesa.

El gesto fue brusco.

—¿Quieres dejar de decir tonterías?

—Solo era una pregunta.

—Come y calla. Vas a ir a la universidad, aunque sea en la Costa Este, lejos de Berkeley y de esto. Mientras, tienes un verano para centrarte.

Ahora sí.

Ningún resquicio más.

Grace se sirvió la primera tortita. La inundó de mermelada. Su madre las hacía como nadie. Comió la primera en silencio, y la segunda, y la tercera. Rebecca, frente a ella, trataba de no encontrarse con sus ojos.

Inesperadamente, Grace hizo aquella pregunta:

—¿Cuánto hace que no hablas con la tía Susan?

Los ojos de su madre revelaron un súbito cansancio.

Otra clase de súbito cansancio.

—No sé. —Hizo un gesto desabrido—. Desde Navidad posiblemente.

—¿Tanto?

—Puede llamar ella de la misma forma que nosotras. La última vez lo hice yo.

Otra conversación cortada.

Mejor acabar de desayunar cuanto antes.

—He de ir al pueblo —anunció Rebecca—. Por lo de la exposición.