CAPÍTULO 33

Cantando en el bar de Mo

El bar de Mo estaba lleno.

Las mesas, la barra, la misma entrada. Las voces se arremolinaban en espiral, subían hasta el techo y se desparramaban sobre la concurrencia como un ruidoso manto que les bañaba y les hacía aumentar más sus respectivos tonos. La algarabía se retroalimentaba a sí misma. No solo los habituales se disputaban el espacio, codo con codo. También había gente de fuera, algunos jóvenes, chicos y chicas, y no tan jóvenes. Peregrinos, personas que acudían al reclamo de Leo Calvert, que lo miraban todo con asombro o pugnaban por hacerse una foto pese a las apreturas. El único espacio libre era el del pequeño escenario.

Por poco tiempo.

—¡Mo! ¿No canta nadie hoy?

—¿No vamos a poder gritarle a uno de esos novatos?

—¡Venga, Mo, queremos marcha!

Norman se asomó por la puerta que daba al almacén y al pequeño cuartito donde esperaba. No quería estar en la sala, con la gente. No quería escuchar comentarios. De todas formas, era la cuarta o quinta vez que se asomaba porque la estaba buscando a ella.

Bueno, le había dicho que nunca iba.

Y podía entenderlo.

Pero...

Llevaba en una bolsa la ropa de Leo Calvert, por si acaso. Había pensado en ir a devolverla en persona a la mañana siguiente, o aquel mismo día, nada más levantarse, caminando a pie los cinco kilómetros que separaban el pueblo de la casa, y luego se dijo que mejor a media mañana, y después que mejor a media tarde, y finalmente... Seguía con la ropa en la bolsa, esperando el momento. No quería que ella pensara que la estaba atosigando.

Aunque, de todas formas, tenía que devolver la ropa, claro.

Vieja o no.

Norman suspiró profundamente.

¿Se había quedado colgado de Grace en el cementerio? ¿Era así de fácil o era porque se trataba de la hija de Leo Calvert?

La respuesta no era sencilla.

Había un mundo entero entre las dos opciones.

Pero, desde luego, Grace le parecía lo más bonito que había visto en años.

Se sentó en una silla y afinó por enésima vez la Ovation.

Hasta que apareció Mo.

—¿Listo?

—Sí, señor, sí.

—Pues te anuncio. —El dueño del bar desapareció.

Norman llegó hasta la puerta que separaba el bar de la parte de atrás. Mo ya estaba en el escenario, tratando de atraer las miradas de la gente.

—¡Atención...! ¡Eh, atención! —Consiguió que bajara el nivel decibélico—. Hoy es sábado, ¿no?

—¡Sí! —aulló la audiencia.

—¿Queréis un poco de música?

Hubo voces de todos los colores.

—¡Si no hay más remedio!

—¿Otro cantante? ¿Es que no hay chicas guapas?

—¡Que salga ya la víctima!

Mo golpeó el micro con los dedos. El repiqueteo acabó de conseguir la calma.

—Este chico viene de Frisco, y os digo algo, en serio: es bueno. Puede que un día tengamos su foto colgada de estas paredes, ¿estamos? —Y sin esperar más, gritó—: ¡Para todos vosotros, Norman Bauer!

Hubo unos tímidos aplausos de cortesía.

Norman salió al escenario. La silla para sentarse o apoyar un pie en alto estaba dispuesta pero prescindió de ella. Se acercó al micrófono y se quedó de pie. Nunca había tenido pánico escénico ni lo había sentido, probablemente porque nunca había actuado en un lugar como aquel. Bares había muchos, pero no como el de Mo.

La casa de Leo Calvert.

El silencio era extraño.

Todas las miradas convergiendo en él.

¿Decía unas palabras?

No, mejor arrancaba y punto.

Fue lo que hizo.

Primero de forma tímida, liberando la tensión, dejando que las manos atacaran las vibrantes cuerdas de la Ovation. Le gustaba su sonido puro y cristalino. Después, cuando empezó a cantar, cerró los ojos y se sintió mejor.

Poco a poco.

Hasta que volvió a abrirlos y entonces la vio.

Grace.

Allí.

Escuchándole.

Fue una inyección de moral, un chute de adrenalina. Literalmente se vino arriba. Nada de nervios, al contrario. Era el momento de darlo todo.

Acabó la primera canción, prescindió de los aplausos y abordó una de las que más le gustaban de su ya extenso repertorio.

—¡Va por vosotros! —soltó.

Dejó caer la mano derecha sobre las cuerdas, al estilo del inicio de «A hard’s day night», y arrancó con un enfebrecido ritmo, lleno de contagiosas armonías rockeras, mientras cantaba la larga y sinuosa letra de «Polvo de estrellas».

 

El día que fallecí

fui al infierno.

«Lo sentimos», me dijo el diablo,

«pero estamos llenos

de políticos mentirosos,

banqueros ambiciosos,

corruptos mercenarios,

dictadores sin escrúpulos,

traficantes y curas pederastas.

Necesitamos ampliarnos,

pero no tenemos presupuesto».

 

Contrariado, me fui al cielo.

«Lo sentimos», dijo Dios,

«pero estamos llenos

de inocentes caídos en guerras,

parados muertos sin trabajo,

ancianos muertos de soledad,

mujeres maltratadas,

seres sin esperanza

y niños olvidados.

Necesitamos ampliarnos,

pero no tenemos presupuesto».

 

Bastante preocupado,

me marché al purgatorio.

«Lo sentimos», dijo el encargado,

«pero estamos llenos

de gente que olvidó que era gente,

de los que murieron a medio camino,

de asesinos asesinados,

de pecadores arrepentidos,

de mártires que renegaron

en el último minuto.

Necesitamos ampliarnos,

pero no tenemos presupuesto».

 

Viendo que la crisis

llegaba a todas partes,

no supe qué hacer.

¿Me convertía en vagabundo?

¿Viajaba por el más allá

como un sintecho más?

Lo probé.

Pero el más allá estaba lleno.

«¡Eh!, ¿a dónde vas?», me dijeron.

«¡Aquí ya no cabe nadie!

¡Vete a buscarte otro lugar!».

 

Así es como descubrí

que morirse es una mierda

peor que vivir.

Pero ahora es tarde.

Ya no hay vuelta atrás.

La vida pasa volando.

La eternidad es infinita.

E incluso en ella,

has de buscarte un lugar.

Tu lugar.

Para ser algo.

Polvo de estrellas.

 

Cuando terminó, después de la última estrofa, llena de calma tras la furia del resto, pausada y casi recitada, miró a la gente y la vio feliz.

Algunos se estaban riendo por la letra.

Hubo aplausos, muchos aplausos, y silbidos, muchos silbidos.

Grace también aplaudía.

Y lo más importante: sonreía.