CAPÍTULO 36

El beso perdido

Llevaban un minuto callados.

Un largo minuto de paz.

Lo rompió Grace.

—Esa canción de la rueda... —Hizo memoria y la tarareó—: «Yo no inventé la rueda, pero le cambié los neumáticos». —Tomó un poco de aire—. Me ha impactado bastante, ¿sabes? Supongo que así es como me siento. Todo el que se mueve tiene una rueda bajo las piernas. La rueda se desgasta. Entonces hay que cambiarle los neumáticos para poder seguir. Solo eso. Es tan simple...

—La escribí cuando murió mi abuela y empecé a ir de un lado a otro.

—Pues es genial —admitió—. La genialidad de la sencillez.

—¿Cuándo le cambiarás los neumáticos a tu rueda?

—¿Qué quieres decir?

—¿No se te hace pequeño esto?

—No.

—¿Es por tu padre, por tu madre…?

—Es por todo.

—Pero irás a la universidad.

—Hace un par de días decidí que no.

—¿Por qué? —Abrió los ojos.

—No lo sé —mintió Grace—. De todas formas estoy en ello.

—¿Adónde ibas a ir?

—A Berkeley.

Pudo notar cómo se le iluminaban los ojos a Norman.

Berkeley, al otro lado de la bahía.

—¿Puedo decirte algo?

—Lo harás igual. —Grace se enderezó y quedó apoyada con las manos hacia atrás—. Dispara.

—Deberías cuidar del legado de tu padre. Y no me refiero a tener la tumba limpia y todo eso. Me refiero a publicar sus canciones y marcharte a San Francisco, a estudiar en Berkeley y trabajar. Podrías abrir tu propia oficina de management y representación.

—Voy a cumplir diecisiete. ¿No es un poco prematuro?

—Yo te ayudaría.

La sorpresa la impactó al máximo.

—¿Hablas en serio? —No se lo podía creer.

—Sí.

—¿La hija de la leyenda y el fan número uno?

—No soy el fan número uno —rectificó Norman.

—No seas burro, va.

—¿Nunca lo has pensado?

Dos días antes, Ferdinand Meehan le había propuesto prácticamente lo mismo.

Dos días.

Ahora incluso había oído las canciones y era cuestión de tiempo que su madre cediera.

Un grupo de chicos y chicas subía la loma cantando a gritos.

—Será mejor que nos vayamos. —Se puso en pie.

Norman no la imitó.

—¿Te ayudo? —Le tendió la mano.

—¿Te has enfadado? —vaciló él.

—¡No, hombre, no! —insistió—. ¡Ni que tuviera la piel tan fina y tú el don de molestarme a cada momento! ¡Es que ya es tarde!

—No es más que media noche.

—¿Vienes o qué?

Tuvo que rendirse. Se agarró a la mano de ella y se levantó. Recogió la guitarra y la bolsa de la ropa. Cuando dio el primer paso, Grace ya le llevaba unos metros de ventaja.

—¿Dónde tienes el coche? —preguntó, con la esperanza de que fuera lejos.

—Ahí mismo —señaló ella.

La esperanza se fue al traste.

Bajaron la loma despacio. Llegaron al parque. Grace ignoró un par de miradas. La calle principal seguía animada. El silencio abierto entre ambos era el más largo de toda la noche. Norman no se atrevía a hablar.

No se atrevía a decirle lo último que le faltaba por decirle.

—¿Eres de los que cree que mi padre se suicidó?

Otra pregunta inesperada.

—¡No!

—¿Qué harías si tuvieras que escoger entre la música y la mujer que amas y a la que debes todo?

—¿Estás hablando de tus padres o es un caso hipotético?

—Contesta.

Lo meditó. No demasiado. Se rindió enseguida.

—No lo sé.

Creía que Grace insistiría, pero no fue así. La chica continuó caminando con la cabeza gacha.

—No —dijo—. Supongo que cada cual es un mundo en sí mismo. El éxito sin amor no es nada, y el amor que no se alimenta de estímulos fracasa.

El coche estaba a la vista.

Había sido un regreso demasiado rápido.

Ahora sí, quedaba algo.

Sin vuelta atrás.

—Grace, me voy mañana.

Ella pareció no inmutarse.

—Bueno —se limitó a decir.

—No me queda más dinero, y el motel son cuarenta dólares por noche. He de volver a mis esporádicos trabajos en San Francisco.

—Ya le has demostrado a Mo lo que vales. Puede que te pague algo la próxima vez.

—La próxima vez, sí —asintió.

Se detuvieron junto al automóvil. Grace abrió el maletero y le tomó la dichosa bolsa con la ropa usada la noche de la tormenta.

Dos noches antes.

Un espacio infinito.

—¿Me das tú número de móvil? —le tembló la voz.

—Claro —dijo ella con toda naturalidad.

Norman sacó el suyo. Tecleó los dígitos nombrados por Grace uno a uno. Cuando terminó, lo guardó de nuevo en el bolsillo.

Entonces hizo la última pregunta.

—¿Puedo besarte?

Grace arqueó las cejas.

Toda la belleza de sus ojos quedó orlada por el blanco de las pupilas.

Dos lunas en sendos lagos.

—¿Preguntas a todas las chicas si puedes besarlas, así, educadamente? —No le ocultó el asombro que sentía.

—Te lo pregunto a ti.

—Entonces no —contestó ella.

—Bien —aceptó él.

—Otra vez hazlo y ya está. A ver qué pasa.

—¿Y qué habría pasado?

—Te habría dado una bofetada, pero también el beso. —Sonrió con malicia.

Norman ya no pudo reaccionar.

Grace entró en el coche, lo puso en marcha, y mientras se alejaba sacó la mano por la ventanilla para decirle adiós.