CAPÍTULO 38

Quemando unas últimas horas

La oficina de Nancy seguía pareciendo un iglú del Polo Norte trasladado a California. Ella sin embargo lucía todos sus encantos con la menor cantidad de ropa encima. Escote, sin mangas, ombligo al aire y falda muy corta. Tampoco faltaba su maquillaje excesivo. Tanto daba que fuera un domingo por la mañana. Ella parecía dispuesta a salir de fiesta.

Lo mejor era que no le faltaba el buen humor.

—¡Hola, príncipe! —lo saludó efusiva al verle aparecer—. ¿Te vas ya?

Norman dejó la llave de la habitación diecisiete encima del mostrador.

—Sí, señora.

—Nancy.

—Sí, Nancy.

—¡Ay, mira, siempre echo de menos a mis clientes guapos, pero creo que a ti te voy a echar mucho más! ¿No estás bien aquí?

—Sí, pero me queda lo justo para el autobús de vuelta a San Francisco y para aguantar un par de días antes de que encuentre algo más.

—¡El dinero, el dinero! —Levantó las manos por encima de su cabeza—. Una putada, ¿eh?

—Bastante.

Nancy hizo un gesto de fastidio. La llave seguía encima del mostrador. Luego volvió a sonreírle mientras le guiñaba un ojo.

—Me han dicho que anoche pusiste el bar de Mo patas arriba.

—¿Ah, sí?

—Esto es pequeño, cielo. Aquí las noticias vuelan. Quizá podrías quedarte. Háblalo con Mo. Un tanto por ciento de lo que se saque de más por las bebidas...

—No creo que me alcance. Y además, si actúo otras dos noches, la gente se terminará aburriendo.

—Sabía que eras bueno con eso. —Señaló la guitarra colgada del hombro—. Tengo instinto. Al novio del que te hablé también se lo vi. En fin... Si vuelves por aquí, ya sabes dónde me tienes.

—Claro.

Se escuchó una pequeña algarabía procedente del exterior. Miraron en esa dirección. Un grupo de chicos y chicas reía a gritos. Era imposible saber si regresaban completamente bebidos o si se iban con ganas de marcha. Rondarían los veinte años casi todos.

—Hay fines de semana que he de salir con la escopeta —dijo Nancy.

—¿En serio?

La mujer sacó un arma de dos cañones de debajo del mostrador.

—¿Tú qué crees?

A Norman se le desorbitaron los ojos.

Nancy ya imponía respeto por sí misma, pero con aquello entre las manos...

—Bueno, gracias —se despidió de ella.

—¿Coges el autobús de mediodía?

—Sí.

—Puedes quedarte hasta la hora que sea —lo invitó—. No vas a estar dando tumbos por ahí.

—He de hacer algo antes.

—Bien. —Nancy le tendió la mano. Él se la estrechó—. Cuídate, príncipe.

Le sonrió, dio media vuelta y salió de aquella perpetua nevera. Grace le había hablado del termostato corporal de Nancy. Una curiosidad más. Daba para escribir una canción: «Nancy, la mujer de hielo». Salió al exterior y pasó cerca de los alborotadores. La peregrinación en torno a la tumba de Leo Calvert hacía extraños compañeros de viaje.

¿Cuánto había de simple leyenda a leyenda maldita?

Paseó por la calle principal, silenciosa como la de la mayoría de los pueblos un domingo por la mañana. El desvío para ir al cementerio quedaba lejos.

Tampoco tenía prisa.

El día era agradable.

Pasó junto al lugar en el que Grace había aparcado el coche la noche anterior. El lugar en el que él le hizo la pregunta más estúpida de su vida, sin saber casi ni cómo ni por qué, impulsado por un extraño instinto.

 

—¿Puedo besarte?

—¿Preguntas a todas las chicas si puedes besarlas, así, educadamente?

—Te lo pregunto a ti.

—Entonces no.

—Bien.

—Otra vez, hazlo y listos. A ver qué pasa.

—¿Y qué habría pasado?

—Te habría dado una bofetada, pero también el beso.

 

¿De verdad habría correspondido a su beso?

¿Y él?

¿A quién quería besar de pronto: a una chica preciosa que acababa de conocer o a la hija de Leo Calvert?

¿Y si eran la misma persona?

Norman comprendió que tenía mucho en qué pensar, comenzando por sí mismo. ¿Seguía siendo el fan de una estrella o de pronto todo se había hecho mucho más terrenal? ¿Podía cambiar una persona en apenas unos días? Peor aún: ¿podía cambiar tanto?

¿Bastaba una Grace para que todo fuera distinto y adquiriera una nueva dimensión?

—Joder... —Suspiró.

Se iba cargado de preguntas.

Como la canción de Leo Calvert que él había interpretado sentado en su tumba.

Tarareó aquella parte del comienzo:

 

¿Cuántos momentos hemos de gastar

para que uno nos dé las respuestas?

¿Cuántos amores hemos de quemar

para que uno nos dé la paz?

 

Leo era capaz de resumirlo todo así. Momentos gastados, búsqueda de respuestas, amores quemados... Paz.

También la parte final.

 

¿Cuántos misterios por descubrir

nos debe la vida antes de morir?

¿Cuántas vidas hemos de vivir

para encontrarle sentido a una?

 

Misterio por descubrir. Vivir mil vidas para encontrar algo en una sola.

Aún no se había marchado y Grace ya le dolía.

Eso sí daba miedo.

Era como caminar desnudo entre la gente.