Rebecca estaba en el estudio, sentada en el taburete, pero no pintaba.
Miraba por la ventana.
Absorta.
Grace se mordió el labio inferior. Vaciló. Su madre, de espaldas, parecía una estatua viva. Una hermosa estatua viva. El día anterior había intentado romper su miedo, o mejor llamarlo prevención, media docena de veces; y en todas había fracasado, víctima de su colapso mental. Después del insomnio de la noche finalmente comprendía que, si se guardaba aquello para sí misma, si lo callaba y pretendía enterrarlo en una cápsula aislada de su mente, un día, quizá lejano, saldría a la superficie, como un corcho hundido en el fondo del mar. Entonces estallaría.
Había verdades que quemaban tanto o más que las mentiras. Si no se exorcizaban se pudrían dentro de uno.
Hizo acopio de valor.
—¿Mamá?
Rebecca se sobresaltó un poco. Regresó de donde estuviera.
Volvió la cabeza.
—¿Sí?
Grace llegó hasta ella. Fue incapaz de quedarse de pie. Se sentó encima de una caja de madera. Solía utilizarla para estudiar los cuadros de su madre. Cuando las dos miradas convergieron, Rebecca supo que estaba a punto de suceder algo.
Conocía a su hija.
—¿Qué pasa, cariño? —Le prestó toda la atención del mundo.
—Es sobre papá.
—Ya. —Rebecca esbozó una sonrisa de cansancio—. Todo es sobre papá, ¿verdad?
—Escucha, no quiero que te enfades...
—No voy a hacerlo —la tranquilizó.
—No es conmigo. Es con la tía Susan.
—Oh. —Se tensó un poco.
—Hablé con ella.
—¿Cuándo?
—Cuando te fuiste al pueblo por lo de la exposición, después de que te preguntara si sabías algo desde la última vez que os pusisteis en contacto la una con la otra.
—¿La llamaste tú?
—Sí.
—¿Por qué?
Grace se encogió de hombros.
Pero no pudo parecer trivial.
—Hacía mucho que no hablaba con ella y... —mintió—. Bueno, una cosa llevó a otra. Hablamos del aniversario de la muerte de papá, la vuelta de las especulaciones... Fue inevitable.
—Inevitable ¿el qué? —la acució Rebecca.
—Mamá, en el funeral de papá, tú y la tía Susan os peleasteis.
—Y fue desagradable.
—Ella te dijo que era culpa tuya, que papá no podía respirar...
—¿Te acuerdas de eso?
—Era demasiado niña para preguntarme de qué podías tener tú la culpa.
—Grace...
—No, espera —la detuvo—. Déjame hablar, por favor. He de sacarlo fuera, ¿entiendes? Necesito...
Rebecca volvía a ser una estatua.
Extrañamente serena.
—Sigue.
—Los informes policiales dijeron que papá no estaba borracho ni drogado.
—¡Por supuesto que no! —Se crispó momentáneamente.
—¡Mamá! —continuó al ver que ella volvía a callar—. Tampoco había rastro de una frenada del coche, tanto la dirección como los frenos estaban bien... La tía Susan opina que simplemente conducía demasiado rápido, que tomó esa curva antes del puente a una velocidad excesiva y que, de pronto, fue demasiado tarde para enderezar la dirección y se salió por la barandilla.
—¿Y? —preguntó Rebecca al ver que se detenía.
—Según la tía Susan, papá estaba enfadado.
Grace se enfrentó a la mirada de su madre.
Al profundo dolor de sus ojos.
—¿Por qué estaba enfadado, mamá? —susurró la chica.
Quiso agregar: «Yo estaba allí, pero no recuerdo nada».
Tampoco fue necesario.
—¿Crees que la culpable... fui yo?
—¡No! —Se inclinó sobre sí misma como si fuera a saltar sobre ella—. ¡No se trata de buscar culpables! ¡Las cosas suceden como suceden y ya está! ¡Pero llevo cinco años oyendo decir que papá se suicidó, que es la única explicación lógica para lo que ocurrió! ¡Y estoy harta, mamá! ¡Todo volverá a empezar ahora, una vez más, por culpa del aniversario! ¡Ya viste la revista del otro día!
—¿Qué más te dijo la tía Susan?
—No creo que...
—Tú has empezado. Ahora vamos a terminar con esto. —La voz era serena—. ¿Qué más te dijo la tía Susan?
Grace comprendió que ahora rodaban cuesta abajo.
Imposible detener aquello.
—Que tenías miedo del regreso de papá.
—Y es verdad.
—Pensabas que todo volvería a repetirse: el fracaso del disco, las actuaciones aquí y allá, la bebida, las drogas... —Intentó no decir «las mujeres» y lo consiguió—. Algo que no estabas dispuesta a soportar.
—También es verdad.
—¿No confiabas en papá?
—En tu padre sí. En el mundo no. Y menos en ese mundo de locos.
—¿Le dijiste que si sucedía... te divorciarías de él?
Era la primera pregunta dura.
Quedaba la segunda.
Rebecca tragó saliva.
—Sí —admitió.
—Si es cierto que aquella noche conducía rápido, ¿por qué pudo hacerlo?
—Lo de que tal vez fuera rápido es una conjetura de mi hermana.
—Da igual. —Hizo la segunda pregunta, la que tanto le quemaba la garganta y se adivinaba como la clave final, aunque después de hablar con la tía Susan conocía la respuesta—: ¿Es verdad que os peleasteis?
Tenía que oírselo decir a su madre.
El silencio fue muy amargo.
Casi sepulcral.
Aun así, Rebecca aguantó el peso de la mirada de su hija.
—Mamá, la otra noche me dijiste que había mucho más, y no acabaste de contarme nada por culpa de la tormenta primero y de la aparición de ese chico después. —Tomó aire—. ¿Era eso? ¿Aquella noche os peleasteis y papá se marchó enfadado de aquí?
La estatua comenzó a llorar.
Quieta, seria, hecha de la más hermosa porcelana.
La última vez que habían estado juntos... se habían peleado.
Las dos lágrimas cayeron por las mejillas.
—Sí —musitó.
—Pero tú nunca le habrías dejado, ¿verdad?
Rebecca bajó la cabeza.
La movió de lado a lado.
No hizo falta que lo expresara con palabras.
—Todas esas canciones... reflejaban su estado de ánimo en esos años en que se rehabilitó —dijo Grace—. Por eso son tan tristes. Porque pensaba que jamás volvería. Y cuando decidió hacerlo se encontró con tu miedo.
«¡No se puede parar un torrente con las manos!».
—Tu padre era capaz de dejar la música por mí —suspiró Rebecca—. Pero eso le habría matado igual. Tuve que aceptar lo evidente. Dios, Grace... yo le quería, con toda mi alma, y sin embargo a veces creo que él me quería mucho más, porque de una forma u otra... escribía para mí, cantaba para mí. Era mi voz, y también mi alma.
—Mamá...
Grace ya no pudo evitarlo. Se levantó y la sepultó en un abrazo enorme, devorador. Nada más enterrar la cabeza en el cuerpo de su hija, Rebecca rompió a llorar.
A llorar de verdad.
Vaciándose.
El accidente que había cambiado sus vidas estaba allí, al otro lado de la casa, en el camino, la curva, el puente...
Pero en la casa estaban solas.
Con sus recuerdos.
«Causas y consecuencias».
Lo incierto de la verdad tampoco cambiaba demasiado las cosas.
Leo Calvert seguía muerto sin que se supiera por qué.