CAPÍTULO 41

Ruidos

La tumba de Leo Calvert parecía un circo.

Norman contó tanto a los que estaban encima de ella, como a los lados, como a unos pocos metros de distancia.

Veintisiete personas.

Aquel rincón del cementerio venía a ser una especie de club.

Una fiesta.

Algunos, precisamente los que estaban un poco alejados, también de mayor edad, guardaban un silencio respetuoso. Miraban la lápida, serios o con lágrimas en los ojos, leyendo libros con las letras de Leo o rezando, escuchando sus canciones con los auriculares o escribiendo quizá las notas que pensaban dejar en la tumba. Se les notaba el dolor, el sentimiento, lo que les hacía estar allí. También observaban con cierta incredulidad a los que cantaban y bailaban a voz en grito.

Había un grupo de cinco que era el peor, cuatro chicos y una chica. El mayor rondaría su edad, los veintidós o veintitrés años. El menor no pasaría de los dieciocho o diecinueve. La chica daba la impresión de ser una nieta de Woodstock, salvo por el pelo rojo, los tatuajes y los piercings que la cubrían.

Se pusieron a cantar «Give peace a chance».

¿Qué pintaba Lennon allí?

Norman no supo si quedarse o marcharse.

¿Uno más?

No quería serlo.

No se sentía uno más.

Pensó en Grace.

Al día siguiente o al otro, Grace tendría que limpiar toda aquella mierda.

Uno de los del grupo de cinco se puso a vomitar. El resto aplaudió. Más que borrachos lo que estaban era muy colocados. Y el domingo no había hecho más que empezar.

La chica se quitó la parte de arriba de la ropa y se agarró los pechos con las manos, sosteniéndolos como si fueran armas de combate. Luego se inclinó y los restregó contra la lápida.

Norman tuvo ganas de golpearla.

Pacifista o no.

Golpearla y asesinarla.

Alguien gritó:

—¡Eh, tú, ya basta!

—¿A ti qué te pasa? —Se revolvió uno de los compañeros de la chica.

—¡Un respeto!, ¿no?

—¿Quieres que te los frote en tu cara? ¿Es eso, desgraciado? ¿Tienes envidia? ¡Canta unas canciones y muérete, a ver si tienes suerte!

El que había hablado, increpándolos, comprendió que tenía las de perder. Los demás asistían en silencio a la disputa. Los cinco alborotadores estaban crecidos, eran jóvenes y fuertes. También formaban el grupo más numeroso.

El hombre les dio la espalda y se alejó.

—¡Eso, anda, vete! ¡Leo no te quiere aquí, hijoputa!

La chica estaba ahora boca abajo sobre la tumba, abrazada a ella, como si le hiciera el amor.

Gemía como una loca.

Norman no lo soportó más.

Él también se dio media vuelta.

Más que nunca, comprendió a la hija de Leo Calvert, su animadversión hacia los fans.

Estaba a cierta distancia, cuando los idiotas se pusieron a cantar el estribillo de «Like a rolling stone».

¿Qué pintaba ahora Dylan?

No, no era de la tumba de Leo Calvert de quien debía despedirse, sino de Grace.

Llevaba el teléfono en el bolsillo, con su número en la agenda.

Pero no lo sacó hasta que dejó de oír el ruido que martilleaba sus pasos.