Grace sentía un extraño alivio.
El mundo podía escribir lo que quisiera de su padre, insistir en la teoría del suicidio según lo más escabroso y sensacionalista de los especuladores. Ahora ella sabía que no era así. Sucediera lo que sucediera aquella noche, y por enfadado que estuviese tras la discusión, Leo Calvert no se había quitado la vida.
Por más que el accidente siguiera siendo un misterio.
Su madre llevaba cinco años purgando en silencio su dolor.
La sensación de culpa.
Todo por amor.
—Papá, mamá...
Un hombre y una mujer se habían amado por encima de todo, superando adversidades, venciendo las trabas del camino. Un hombre y una mujer, desnudos ante sí mismos. Dos artistas. Músico y pintora. Uno, un volcán de la naturaleza. Otra, el lago de la vida y de la paz. Se habían encontrado para forjar algo situado más allá de sí mismos.
Luego, se habían tropezado con un pequeño giro del destino.
Como la canción de Dylan.
Bueno, Dylan lo había cantado todo.
Abajo, en el estudio del sótano, ahora por fin libre y suyo, Grace se disponía a pasar el día escuchando las canciones de su padre.
Por eso hizo un gesto de disgusto al sentir el zumbido de su móvil.
¿Tenían que llamarla justamente ahora?
Miró la pantalla.
Número desconocido.
Pero sabía que era él.
Norman.
Estuvo a punto de no responder a la llamada.
A punto.
Abrió la línea con el quinto zumbido, al límite de que saltara el buzón de voz.
—¿Sí?
—Hola. —Escuchó un suspiro de alivio.
—¿Quién es? —se hizo la dura.
—Norman.
—Ya lo sabía —le tranquilizó—. ¿Dónde estás?
—En el pueblo. El autobús sale a mediodía, dentro de una hora y cuarto.
—¿Y llamas para que te desee buen viaje?
—No, llamo por...
—¿Sí? —Creyó que se había perdido la llamada.
—¿Puedo verte?
La despedida de la noche pasada había sido extraña.
Pero era una despedida a fin de cuentas.
Ni ella era extremadamente sociable ni él parecía...
—¿Para qué? —se interesó Grace, aunque sabía que era una pregunta de lo más absurda.
—Quiero darte algo.
—¿Es una excusa?
—No. ¿Para qué iba a necesitar una excusa?
No bajó la guardia.
—Déjalo en el motel —dijo.
—Ya me he ido del motel y... quiero dártelo en persona. Por favor.
¿Quería verle?
Ni siquiera estaba segura.
Solo llevaba tres días sin Doug.
La vida le había cambiado a Norman Bauer escuchando a Leo Calvert en el Candlestick Park de San Francisco. ¿Podía cambiarle la vida a ella por haber escuchado a Norman Bauer cantándole a una rueda en el bar de Mo?
Bueno, sí, la vida daba vueltas muy extrañas.
A veces no era más que un mal chiste contado por un tartamudo: hacía más gracia el tartamudo que el chiste.
Se rindió.
¿Por qué no?
Solo quería verla y darle algo.
Algo.
—De acuerdo —concedió.
—¿Voy yo?
—No. Mejor cojo el coche y te ahorras la caminata. Igualmente tendría que llevarte luego. Dame... —Miró la hora. No quería que él pensara que no estaba haciendo nada y que corría a su encuentro como una adolescente movida por un caramelo—. Dame cuarenta o cincuenta minutos. Llegaré antes de que salga tu autobús, tranquilo.
—Vale —dijo Norman.
Grace ni se despidió.
Cortó la llamada.
Pero se quedó mirando el móvil un buen rato.