CAPÍTULO 43

Negociaciones e intrusos

Rebecca vio cómo se alejaba el coche.

Estaba sola.

Quería hacer aquello sin Grace delante. Hablar tranquilamente, cómoda.

Domingo por la mañana.

Un día hermoso.

Un buen momento para volver a empezar.

Sí, tan bueno como cualquier otro.

Se sentó al lado del teléfono inalámbrico, lo descolgó y de una libreta situada junto al aparato extrajo el número al que iba a llamar. El móvil personal de Ferdinand Meehan.

Marcó los dígitos y esperó.

Aunque estuviera dormido, aunque estuviera en la ducha, aunque estuviera bajo el agua en la piscina, sabía que el dueño de Contact Records no se separaba jamás del móvil. Era como una extensión de su alma y de su mente.

También de su bolsillo.

Rebecca escuchó un zumbido y medio.

—¿Sí?

—Hola, Ferdie.

La sorpresa, probablemente, no tuvo límites. Pero Ferdinand Meehan era un gato viejo. Supo controlarla. Incluso le imprimió a su voz un tono distendido y casual:

—¡Ah, hola, querida! ¿Qué tal?

¿Qué tal?

Como si no se hubiesen visto en meses. O como si él no acabase de estar en su casa pidiéndole la luna en forma de canciones.

—Oh, bien —contemporizó Rebecca—. Me estaba aburriendo aquí, ya sabes. Como esto es un pueblo y encima vivo apartada... Así que me he dicho, ¿con quién puedo charlar un rato?

El hombre captó la ironía.

Desde luego nada sutil.

—Rebecca...

—¿Quieres hablar de negocios?

Un segundo. Dos.

Quizá estuviera haciéndose ya su propia película.

—Sabes que sí.

—De acuerdo, pues. Sacaremos ese disco.

—¿En serio?

—Lo he hablado con Grace y... sí, definitivamente sí.

—Aleluya... —Se escuchó el profundo suspiro del empresario.

—Hay condiciones, Ferdie.

—¿Cuáles?

—Y no son negociables.

—¿Cuáles? —repitió.

—Control total.

—Hecho.

—Grace y yo escogeremos las canciones.

—Bien. Perdona...

—¿Sí?

—¿De cuántos álbumes hablamos: uno, dos, uno doble con todo...?

—Hay unas treinta canciones acabadas. Algunas muy cortas. Podemos estudiarlo, pero dada su homogeneidad, publicar la mitad ahora y la mitad dentro de un año o dos... no lo veo bien. Un doble álbum sería lo más idóneo.

—Estoy de acuerdo.

—Vamos a publicarlas tal cual las dejó terminadas Leo. Nada de añadirle elementos.

—¿Suenan bien tal y como están?

—Sí.

—Entonces no habrá problemas, aunque podemos pasarlas por algún filtro, ver las mezclas...

—Ferdie.

—¿Sí?

—No.

Al otro lado del teléfono se escuchó cómo Ferdinand Meehan tragaba saliva. Quizá también maldijo por lo bajo.

—¿Las quieres publicar tal cual, desnudas?

—Sí, exactamente.

Quería el disco, y sabía lo dura que podía llegar a ser su oponente. Se rindió.

—Lo que tú digas, Rebecca. ¿Ves lo fácil que es negociar conmigo?

Rebecca sonrió.

Lo tenía bien cogido. Nada más.

—Eres un cielo —bromeó.

—¿Puedo preguntarte qué haríamos con el resto?

—El resto no son más que maquetas, fragmentos...

—Quizá una antología para dentro de unos años —la tanteó—. Todos los grandes lo han hecho, tomas buenas, falsas, a medias...

—Quizá. —Se encogió de hombros ella.

—¿Algo más?

—También tenemos que aprobar la portada.

—Bien. ¿Cuándo podemos empezar? —preguntó el dueño de la discográfica yendo al grano.

—Grace te llamará en unos días. Danos tiempo para verlo todo. He de ir a San Francisco para hablar de una exposición mía. Te avisaré y nos veremos entonces.

—Sería bueno publicarlo cuanto antes, o al menos anunciarlo coincidiendo con el quinto aniversario —dejó caer.

—Te doy la razón, pero vamos a ir a nuestro ritmo —le avisó Rebecca—. No verás las canciones hasta que no firmemos el contrato. Y quiero todas estas peticiones que te he hecho reflejadas en él.

No eran peticiones. Eran exigencias.

Ferdinand Meehan no objetó nada.

—Esto va a ser grande, Rebecca. —Exhaló un largo suspiro de satisfacción y alivio.

—Lo imagino. —Sintió que se le empequeñecía el alma.

—Vamos a cerrar muchas bocas. A demostrar que lo que más quería Leo era seguir, sacar ese disco, actuar...

«No hubo suicidio».

—Como se publique algo de esto antes de que hayamos firmado ese contrato o, al menos, lo hayamos dejado cerrado...

—Tranquila.

—Si me la juegas, le doy el disco a Universal.

—Rebecca...

Lo había asustado.

Eso era bueno.

Se sintió un poco mala.

—¿De acuerdo, pues?

—De acuerdo.

—Que tengas un buen día, Ferdie —se despidió.

—No lo sabes tú bien.

—No llames. Lo haremos nosotras. Te lo repito: danos un par de días.

—Te quiero.

—Yo no, pero sé que eso a ti no te importa.

—¡Rebecca!

Cortó la comunicación y dejó el inalámbrico en su lugar. Luego reclinó la cabeza en el respaldo de la butaca. Cerró los ojos. La suerte ya estaba echada. Lo que tuviera que suceder...

Pensó en Grace.

—Te quiero —musitó con ella en la mente.

Fue el momento en el que se quebró el silencio.

Primero, una voz, lejana.

Después, otras voces más.

Se acercaban.

Rebecca se levantó. Caminó hasta la ventana y miró hacia el exterior de la casa. A unos cincuenta metros vio a cinco chicos jóvenes. Bueno, cuatro chicos y una chica. Ella llevaba el pelo pintado de rojo.

Parecían borrachos.

O drogados.

Y uno tenía en las manos algo, una revista...

Señalaba la casa.

Rebecca oyó claramente cómo decía:

—¡Es esa! ¡Joder! ¿Lo veis? ¡Es esa!