El grupo se había detenido frente a la casa.
Rebecca les observaba desde detrás de las cortinas de una ventana.
Les oía hablar.
A gritos.
—¡Es esa!
—¡Coño, sí!
—¿Lo veis? ¡La hemos encontrado!
—¿Y qué? ¡Será un museo o algo parecido!
—¡Que no! ¡Que lo pone aquí! ¡Vive ella, la golfa!
—¡La hija de puta!
—¡Leo no era tuyo, cabrona!
—¡Danos esas canciones!
—¡Sí, no son tuyas!
—¡Las queremos!
Borrachos o drogados, daba lo mismo. Eran peligrosos.
Rebecca contuvo la respiración.
Quizá se marcharan.
Mucho ruido, pocas nueces.
Fue la chica la que cogió una piedra. Sus ojos maquillados de negro le conferían un aspecto siniestro, como de cadáver andante. La llamarada de su pelo la acercaba al infierno. Los tatuajes que llenaban sus brazos eran abigarrados y extravagantes.
Arrojó la piedra.
Golpeó en la puerta.
Aplaudieron.
—¡Abre!
—¡Queremos oír esas canciones!
—¡Tenemos derecho!
—¡Son de todos!
Rebecca no esperó más. La piedra había sido la primera señal. Sabía que no se contentarían con eso. Sabía que se excitarían más y más, retroalimentándose los unos a los otros hasta alcanzar el grado de locura necesario.
Abandonó la ventana y se dirigió al teléfono.
Tampoco era la primera vez que llamaba al sheriff, aunque sí la más seria y preocupante.
Llegó a coger el auricular con la mano.
Solo eso.
Entonces se desató la tormenta.
El estruendo de la puerta al venirse abajo fue la primera señal. El sobresalto hizo que dejara caer el teléfono. Tuvo apenas tiempo de volverse, porque la sacudió una súbita parálisis. El chico que le cayó encima y la derribó era el más grueso. La aplastó con su peso. Pudo ver cómo el resto invadía la casa.
Su casa.
Pensó que era una suerte que Grace no estuviera allí.
Porque iba a morir.
Estaba segura de ello.
Los invasores comenzaron a arrasarlo todo, empujando sillas, mesas, derribando lo que hallaban a su paso, como una marabunta implacable.
—¡Están aquí! ¡Vamos a dar con ellas!
—¡Registradlo todo!
—¡Estamos en casa del puto Leo Calvert!
—¡Sí!
—¡Leo, Leo, Leo!
—¿Dónde las guardas? ¡Vamos, tía, habla!
Rebecca intentó pelear. Pero ya era tarde. Apenas pudo dar un golpe en la cara de su agresor mientras se debatía bajo su peso. La respuesta fue una bofetada que le desplazó la cabeza noventa grados. Notó el áspero sabor de la sangre en su boca.
Y la rabia en su mente.
—¡Suéltame, cerdo!
Esta vez el impacto, un puñetazo tan seco y brutal como la bofetada, fue en el estómago.
Se quedó sin aire.
Luego el chico la levantó en volandas. La sacudió, sujetándola por los brazos mientras ella intentaba llevar aire a sus pulmones. Parecía un juguete en sus manos. Todos la miraron y, por un momento, se quedaron quietos y guardaron silencio. Rebecca se enfrentó a sus ojos.
Jadeó.
No eran personas, eran bestias. No importaba lo que llevaran encima, si alcohol o drogas. El alcohol o las drogas no hacían más que sublimar y acentuar lo que era cada cual, potenciar los instintos.
Y los de ellos eran de los peores.
No supo de dónde sacó el valor para escupirles.
—No merecéis las canciones de Leo, animales —logró decirles.
Eso fue el preámbulo de la hecatombe.