CAPÍTULO 49

Y una simple verdad

Harvey levantó la pala por encima de su cabeza y se tensó hacia arriba para descargarla con todas sus fuerzas sobre el cráneo de uno de ellos.

Los ojos encendidos.

Fuera de las órbitas.

El rostro atravesado por un odio como jamás había visto Rebecca.

Quería matar.

La extensión de los brazos llegó al límite.

—¡No, Harvey! —Ella alargó la mano.

Fue como si la orden le paralizara.

La mirada se hizo extraña, como la del niño al que su madre acaba de reñir y no sabe qué hacer, cómo reaccionar. La sombra de una inexplicable duda le cubrió el semblante.

—Por favor... —gimió Rebecca.

El primero al que Harvey había golpeado intentaba ponerse en pie sin conseguirlo. La chica del pelo rojo sangraba en el otro extremo de la sala con los ojos incapaces de concentrarse en un punto quieto. Los tres que quedaban en pie comprendieron que enfrentarse a Harvey era una locura, con o sin pala, y que lo único coherente era tratar de escapar como fuera de aquella ratonera.

Sus voces agónicas se entremezclaron.

—¡Mierda!

—¡Hay que largarse!

—¡Está loco! ¡Ese cabrón ha reventado a Maggie!

Se atropellaron entre sí.

Uno de ellos salió zumbando por la puerta a toda velocidad, sin preocuparse por los heridos. Los otros dos sí recogieron los pedazos de sus compañeros. Ella lloraba. El otro parecía ido.

Harvey seguía con la pala en alto.

Todo había sido muy, muy rápido.

—Harvey... —gimió Rebecca.

De pronto, estaban solos.

Solos en la casa.

Solos después de la tempestad.

Harvey dejó caer la pala.

Se arrodilló a su lado.

—Rebecca... Oh, Rebecca... ¿Estás bien? —farfulló, agitado.

—Sí, Harvey, sí. —Se dejó abrazar por él—. Ya pasó. ¿De acuerdo? Ya pasó.

El discapacitado lloraba.

Lloraba atravesado por una corriente nerviosa.

—Nunca te harán daño —balbuceó de forma atropellada—. Yo..., yo te protejo, ¿sabes? Desde el bosque... yo...

Rebecca cerró los ojos.

Harvey ya no dejaba de hablar.

—Siempre te he... cuidado... Incluso aquella noche... Oh, sí, aquella noche... Cuando le dije...

Los abrió de nuevo.

Una sacudida eléctrica.

—¿Qué noche, Harvey?

El hombre la miró con la deforme boca abierta y los ojos tan rojos como siempre. El rostro, contraído por su eterna mueca de estupor.

—Aquella... noche... —repitió, frunciendo el ceño.

—Harvey. —Rebecca le puso las dos manos en las mejillas para no perderlo—. ¿Qué noche? ¿Y qué le dijiste? ¿A quién le dijiste algo?

Harvey nunca la había tenido tan cerca.

Ella le cogía la cara con las manos.

Parpadeó.

Por un lado, reflejó el sufrimiento que sentía. Un dolor que nacía de muy adentro. Por el otro, pareció bucear en sus recuerdos en busca de algo.

Rebecca comprendió que se trataba de la propia salvación de Harvey.

El pasado que regresaba.

—Le pedí que saliera del agua —musitó despacio—. Yo le dije... ¡Sal, Leo, sal! ¡Te vas a ahogar! ¡El agua está fría!... Pero él... él no me hizo caso, ¿sabes? No me escuchó...

Rebecca tragó saliva.

De alguna parte sacó las últimas fuerzas.

—¿Estabas allí, Harvey?

—¿Dónde?

—En el puente, aquella noche.

—Oh, sí. —Movió la cabeza de arriba abajo—. Se me quedó enganchado el tacón entre... dos de las maderas. No podía... sacarlo. Y entonces...

—Apareció el coche —lo ayudó ella.

—Vi... las luces... pero no... No sé... Yo me quedé muy... muy quieto. Como dice mamá cuando... sucede algo malo. Dice: «Tú quédate muy quieto, Harvey. Así pasará». Y entonces el coche... salió de la curva....

Habían pasado cinco años.

Una eternidad.

Y, finalmente, la verdad más simple.

Leo no había frenado. No en el puente, sobre las traviesas de madera. Lo único que pudo hacer para eludir a Harvey, parado en medio, fue dar un golpe de volante, por puro instinto.

Sí, tan simple.

Harvey seguía hablándole con su voz rota.

Los faros, el giro, el estruendo de la barandilla al quebrarse, la caída del coche al agua...

—Saqué el zapato y... me acerqué al borde. Entonces le grité. Le grité mucho, Rebecca... De verdad. Le dije que saliera, le dije que se iba a ahogar, pero no... —La miró con ternura—. ¿Por qué crees que no lo hizo? ¿Por qué no salió y se quedó ahí abajo?

Rebecca dejó caer las manos.

Su entorno parecía un campo de batalla, pero lo peor era la derrota.

—¿Qué hiciste luego? —preguntó sin aliento.

—Me fui a casa.

Rebecca hizo un esfuerzo final.

—Harvey —dijo despacio—. ¿Por qué no lo contaste?

La respuesta del discapacitado fue tan sencilla...

—Nadie me lo preguntó.

Tan lógico.

Tan lógico y natural para su pobre mente.