El autobús que hacía el trayecto hasta San Francisco hizo su aparición por la calle central. La parada era de unos diez minutos.
Todo lo que les quedaba.
—Quizá nos veamos —dijo Grace.
—Me gustaría.
No le habló de la universidad. Esa era otra historia.
Prefirió una revelación más lógica entre ambos.
—Vamos a publicar las canciones de mi padre.
—¿Sí? —Norman reflejó la emoción que eso le producía.
—Sí —se lo confirmó ella.
—¿Cuándo lo habéis decidido?
—Definitivamente, esta mañana. Pero creo que era algo que se mascaba.
—Me alegro mucho.
—Como digas algo antes de que se anuncie oficialmente...
—¡No!
—¡Cualquier periodista mataría por una exclusiva así!
—¡Yo no soy periodista! ¡Ni siquiera sé si voy a poder escribir esos libros, y menos el de tu padre!
—¿Tienes Instagram, Twitter, Facebook...?
—No —dijo él.
Grace no podía creérselo.
Pensaba que era la única rara del planeta.
—¿No?
—No, ¿qué pasa? ¿Qué iba a poner y quién me iba a leer o seguir?
—Es alucinante —convino ella.
—Pero si es para seguirte a ti me daré de alta, te lo prometo.
—Yo tampoco tengo nada de eso.
Norman se quedó en suspenso. Luego sonrió al ver que Grace también lo hacía.
—¿Por qué no puedes escribir el libro de mi padre? —preguntó ella de pronto.
—Porque ahora te conozco a ti. Sería como... una traición, no sé. Creo que si alguien ha de hacerlo, esa eres tú.
Grace se mordió el labio inferior.
¿Por qué había perdido aquel tiempo tan valioso en el puente, demorando el encuentro y la despedida?
—¿Tú crees que cuando una puerta se cierra, otra se abre?
—Sí. —Fue rotundo él.
—Optimista, claro.
—No. —Dio un paso para quedarse casi frente a ella—. Simplemente creo que a los veintitrés años hay miles de puertas por abrir, sin importar cuántas se vayan cerrando o por qué.