Norman maldecía por lo bajo mientras la veía alejarse cargada con las dos bolsas. Una, la de las botellas, al hombro. La otra, la que menos pesaba, colgada de la mano. Se la notaba enfadada, no por la rapidez en alejarse de allí, sino por la determinación con que lo hacía, la fuerza de sus pasos y el carácter que la envolvía, con su cabellera al viento.
Una furia.
—¡Mierda! —farfulló.
¿Tenía que ser ella? ¿De entre todas las chicas posibles, tenía que tropezarse con Grace Calvert precisamente allí, en la tumba de su padre, y encima, no reconocerla y tratarla como a una ladrona?
Su dichosa mala suerte...
Se sintió fatal.
Peor que fatal: como si la realidad acabase de vomitarle encima.
Grace ya no estaba a la vista.
Quedaba el silencio.
La tumba de Leo Calvert, él y el silencio.
Norman soltó una bocanada de aire, cerró los ojos, contó hasta diez y volvió a abrirlos. Nada había cambiado. Acababa de meter la pata hasta el fondo, eso era todo. Lo que seguía a continuación era lo que había venido a hacer.
Solo que ahora algo había cambiado.
La voz de Grace rebotó en su mente: «¡Limpio la tumba para que no se amontone la mierda que tarados como tú dejáis en ella cada semana!».
Tarados como él.
Bueno, él no iba a dejar nada. Únicamente estaba allí por...
Por...
Esbozó una sonrisa.
¿Cuándo se necesitaba una explicación para todo?
Los impulsos eran los impulsos. El instinto, la clave.
Norman miró la tumba unos segundos. Se dejó invadir por un respetuoso silencio. No era creyente, así que no perdió el tiempo con estúpidas plegarias, pero su postura, con las manos unidas sobre el pecho, fue lo más parecido a un rezo. Finalmente dejó caer la mochila al suelo, se quitó la guitarra del hombro y la extrajo de su acolchada funda. La Ovation brilló como una obra de arte pura y limpia bajo el cálido sol de la mañana.
Las demás tumbas, vacías y solitarias, formaban un coro de dulces piedras envolviéndolo bajo la pátina de su breve y acotada eternidad.
Norman se sentó en la fría losa que cubría el ataúd de Leo Calvert.
Tocó un acorde.
La guitarra ya estaba afinada.
Después cerró los ojos y empezó a cantar, casi como si susurrara:
¿Cuántas puertas hemos de cruzar
para salir de la oscuridad?
¿Cuántas ventanas hemos de abrir
para ver la luz del sol?
¿Cuántos momentos hemos de gastar
para que uno nos dé las respuestas?
¿Cuántos amores hemos de quemar
para que uno nos dé la paz?
Todos los caminos son largos.
Algunos dan vueltas en círculo.
Otros rompen la vida en línea recta.
Los más se retuercen hasta perderse.
Pero sin caminos no hay futuro.
Sin soñadores no hay esperanza.
Lo importante es no detenerse
hasta que el tiempo te derribe
y te sumerja en el olvido eterno.
¿Cuántas miradas hemos de usar
para ver el mundo como es?
¿Cuántas caricias hemos de dar
para que nos devuelvan una a nosotros?
¿Cuántos besos hemos de regalar
para sentir uno en nuestros labios?
¿Cuánto sexo hemos de perder
para alcanzar un orgasmo que nos libere?
Mírame a los ojos y sonríe
cuando me digas que me amas.
Toca mi cuerpo y gime
cuando te llegue el gran éxtasis.
Estamos hechos de ilusiones
que los días se encargan de soñar.
Todo amor es una sorpresa irreal
vestida de luces y hecha de guerras,
tan desnuda como un alma pura.
¿Cuántas mentiras que son verdades
necesitamos para entendernos?
¿Cuántas verdades que son mentira
necesitamos para reaccionar?
¿Cuántos misterios por descubrir
nos debe la vida antes de morir?
¿Cuántas vidas hemos de vivir
para encontrarle sentido a una?
La última nota de la guitarra vibró en el aire tras el susurro final de la voz.
Flotó en él.
Luego desapareció.
Tiempo.
Norman abrió los ojos.
Seguía allí, sentado en la tumba de Leo Calvert, y acababa de cumplir una promesa largamente esperada.
Todo habría sido perfecto, triste, dulce y reparador, de no ser por el encontronazo con Grace.
Miró hacia el lugar por el que ella había desaparecido, rumbo a su casa.
¿Cómo ir ahora hasta allí?