CAPÍTULO 4

Rebecca

Rebecca se quedó mirando la puerta como si pudiera ver a Grace al otro lado.

De hecho, la veía.

No le hacían falta puertas ni paredes.

Casi cinco años solas daban para mucho.

¿Cuántas veces se esforzaba en parecer normal? ¿Cuántas sonaba incluso frívola para quitarse de encima toda aquella presión y, sobre todo, quitársela a Grace? No, no tenía ganas de hacer chistes, ni de ver las fotos que las fans le dejaban a Leo, ni le había visto el más mínimo sentido a lo de la maldita muñeca hinchable. Pero ¿qué iba a hacer?, ¿enfadarse delante de su hija, mostrarse dolida y amargada? Prefería irse al otro extremo. Adiós a la rabia, a las lágrimas. Si no era fuerte para sí misma, tenía que serlo por y para Grace.

¿Cuándo había crecido tanto?

¿En qué momento de aquellos casi cinco años se había convertido ya en una mujer?

En apenas unos días cumpliría diecisiete.

Cerraba los ojos y la veía nacer, darle el pecho, gatear, pronunciar sus primeras palabras, dar los primeros pasos, tocar cualquiera de las guitarras de Leo y sonreír feliz por hacerla sonar. Los recuerdos se agolpaban.

Hasta llegar al presente y su embudo.

Por arriba, un tropel de sueños, esperanza, ambiciones. Por abajo, lo poco que salía por el estrecho agujero.

Rebecca puso la mano derecha abierta sobre la puerta de la habitación de Grace.

Fue como si la acariciara a ella.

Casi cinco años con Leo muerto, y había sido incapaz de ir a su tumba.

No podía.

Incluso ver el pequeño cementerio de lejos le hacía daño.

En cambio, Grace iba cada semana.

A limpiar.

Pero también a estar con él.

Sí, el chico con el que acababa de pelearse debía de haberla enfadado bien.

Grace los llamaba «hormigas».

Cada año, el pueblo entero se volcaba en un homenaje más o menos espontáneo al llegar el aniversario de la muerte de su residente más selecto, el que les había puesto en el mapa. Algunos no olvidaban que la prosperidad de sus negocios se debía a las asiduas visitas de los fans a la tumba. Otros, simplemente, le respetaban y se sentían orgullosos de él. Año tras año, y pronto serían cinco. Una fecha señalada, como todos los múltiplos de cinco. Se hablaba ya de un homenaje mayor, tal vez de un concierto impulsado por amigos o conocidos. Un gran acontecimiento.

¿Qué haría ella?

¿Apartarse, negarse a formar parte del circo, dejar sola a Grace como única representante familiar?

Y Grace lo haría, sí, claro, pero ¿a qué precio?

¿Al de someterse más y más al omnipresente legado de Leo Calvert?

A veces, el aire se le hacía irrespirable.

Rebecca regresó en silencio a su estudio. Iba descalza, como siempre, igual que una gata salvaje. Le encantaba caminar así. Leo siempre decía que tenía los pies más bonitos que jamás hubiese visto. Pies bonitos y manos sucias, como si en lugar de utilizar pinceles usara los dedos. También llevaba manchada la camisa y los pantalones con peto. El cabello, del color del trigo, lo llevaba recogido en una coleta. Lo tenía áspero e hirsuto. Grace había heredado el de su padre.

Y no solo el cabello.

Se sentó en el taburete, frente al lienzo que tenía a medias, pero no encontró las fuerzas para seguir pintando. Al otro lado de la ventana la vida brillaba con toda su inusitada intensidad preestival. Había mariposas por todas partes. Allí no hacía falta cuidar jardines ni perder el tiempo con parterres de flores. Lo exuberante de la naturaleza cumplía con creces ese papel.

El silencio, en ocasiones, era muy ruidoso.

—Leo... —susurró.

Para el mundo entero, formaba parte de una leyenda.

Para ella, era todo lo contrario.

A veces quería ir a la tumba y golpearla.

Preguntarle por qué.

Dos discos, ningún éxito, solo el minoritario culto que, tras su muerte, se había disparado en una creciente espiral hasta convertirse en un monstruo devorador. Un monstruo enorme, de dimensiones desconocidas.

El mundo se había vuelto loco.

Y ellas, solas, se habían quedado allí, en el ojo del huracán.

Demasiado.

Demasiado para sí misma, pero para Grace...

Además, con tantas preguntas sin respuesta...

Rebecca hizo ademán de ir a coger el pincel. No pudo. La mano cayó flácida, sin fuerza, junto al cuerpo. Volvió a mirar por la ventana y le pareció que la vida, en lugar de guiñarle un ojo e invitarla, lo que hacía era burlarse de ella.

La pintora fracasada, viuda del héroe caído.

Estandarte de una herencia que jamás hubiera deseado.