La verdad
Por esas ironías de la vida,
lo que él suponía como osadía
no era más que de puro salvaje...
«¿Qué puede ser peor que nacer ilegítimo?», se preguntó alguna vez. Fue de esos interrogantes que es mejor no hacerse, porque siempre puede suceder que el destino tenga preparado algo más terrible aun... ser el hijo de un hereje, un salvaje bruto y desalmado que había abusado de su bella madre. Esa mujer que recordaba siempre mirándolo con un amor incondicional y sin rencor alguno. Su cuerpo se agitó de solo pensarlo, se sacudió tembloroso, producto de la ignominia a la que la había expuesto su tío, dejándola pasar por tanto destrato. Un malestar lo recorrió al atar cabos y entender, por fin, la maledicencia de las personas cuando ellos ingresaban a un sitio concurrido. Voces que acababan en murmullos, silencios repentinos al registrar su presencia y otras tantas incomodidades a las que la remedó sujeta por haberse hecho cargo de su error. Si la reconocía como su único amor decente, decantó en su tío el poderío de esa tirria que anidaba en su alma y solo le deseaba la muerte. Porque de mil y una maneras, él se lo había hecho sentir. ¡Hijo de un indio!, bruto, sucio, vago, pendenciero y muchos más apelativos que le había escuchado enunciar cuando le tocó describirlo.
Cuando Jack quiso tocar el tema, según se enteró después por pedido de su madre, José le pidió no hablar. Consideró que su padrastro no era quién para tomarse a su cargo tal prerrogativa. Trató de no ser grosero, pero no pudo. Contra alguien tenía que descargar su frustración.
—No es un tema que os incumba... —lo cortó José nomás hiciese el pobre Jack el intento de mantener una amena conversación sobre el tema.
El hombre quedó apocado, sin esperar ni esa respuesta ni el tono con que se lo dijera. El esposo de su madre solamente quería solidarizarse con su desgracia, y tan orgulloso como el mejor de «los San Martín» que estuvieron antes que él y desde tiempos remotos, le apuntó que no lo necesitaba; que no necesitaba a nadie en realidad y que con él solo se bastaba. A Jack no le quedó otra cosa que asentir y dar por concluida la conversación.
Para José había llegado el momento de dejar varios puntos en claro; que como estaba visto que no tenía padre «declarado», no deseaba que ninguno se arrostrase el título por piadoso. Él se valía por su propia cuenta y llegaría a ser alguien, superando, incluso, a aquellos que lo habían defenestrado junto con su madre. Y así fue... El tiempo y la historia le darían la razón.
Adosada a la verdad, se le vino a la memoria la cara del indio joven y de mirada transparente que le hiciese una visita antes de partir. Se dio cuenta, entonces, de que al otro le podía haber sucedido lo mismo que a él. Su propia persona lo hizo emprender la fuga sin darle tiempo a atajarlo. Porque fue verse y no esperar explicación; había veces que una imagen superaba mil palabras. Por ahí, para mejor. «¿Quién sabe cómo pude haber reaccionado si me daba cuenta de que algo teníamos en común?», se dijo. Porque estaba visto que ese indio tan vilipendiado por su tío, Cangapol, según escuchó nombrarlo, era su padre. Y podía casi jurar ante una biblia, sin temor a equivocarse, que ese muchacho que al igual que él desconocía la verdad se trataba de su hermano. Resta decir que de ser cierto, tampoco estaba interesado en tener tratos con este, pero la curiosidad picaba, y tal escozor le hacía, de ser necesario, clavar el dedo en la herida hasta conocer la verdad.
***
—¿Estabais aquí? —dijo una vocecita mientras se encontraba muy compenetrado. Lucía lo miraba con un arrobamiento que lo llevó a sentirse importante. Un cariño tan extraño como singular que lo indujo a pensar que, después de todo, podía resultar querible.
—Sí, pequeñina, ¿me buscabais? —indagó el mozo tocándole la nariz. José se preguntó qué opinaría de él cuando creciera y supiese que no eran «tan hermanos» como pensaba. Y ni hablar de que su padre no era un noble soldado como el suyo, sino un ser despreciable que había obligado a su madre a yacer con él por la fuerza, y que de ese modo había sido concebido. Consecuencia de la violencia y del desenfreno, de un malón que había asolado sin pena el lugar donde viviera su santa madre y, tomándola cautiva, se habría apropiado de su inocencia, se convenció. Hijo del mismo diablo, como averiguó después que algunos pensaban del cacique. Porque la calidad de su padre como ser humano, por todo ello, estaba en discusión.
En el colegio lo educaron con esa visión de que si no se era cristiano, se le negaba ser propietario de un alma. Y si por una parte de él corría la sangre hereje —y bien que a veces para muestra bastaba con un botón— era «remar contra la corriente» si intentaba luchar contra sus orígenes; el ser espurio era lo de menos.
—Madre dice que bajéis, pues ha venido visita y quiere presumiros...
—¿Eso lo ha dicho madre? —preguntó socarrón. La sonrisa de su hermanita lo hizo soltar una carcajada. La niña era demasiado «despierta» para su edad. Criada entre adultos que la dejaban hacer a su antojo, tenía la picardía de alguien con más años que sus apenas casi doce.
—No, pero lo sé. No ha hecho otra cosa que hablar de vos desde que supo que vendríais. Hay una muchacha que os quiere presentar... —agregó la niña con una mirada divertida. La gracia en su andar le hizo recordar a José las gloriosas golondrinas siempre migrando detrás de la primavera.
—Pues entonces no la hagamos esperar... —dijo José levantándola por los aires para dejarla nuevamente en el lugar. La niña se rio y, antes de tocar el piso, lo besó en la mejilla con su natural encanto. Eso se sintió bien, pensó el joven. Eran pocas las muestras de afecto que había recibido. Y aunque su naturaleza arisca despertaba molestias entre sus amantes, se prometió que el amor de Lucía lo conservaría, junto al de su madre, en un lugar sagrado de su corazón.
***
Ni había acabado de bajar las escaleras cuando descubrió que lo aguardaba una sorpresa. José no atinó a hacer otra cosa que mirarla de la manera indecorosa que tantos problemas le trajese ante los curas que buscaron «encausarlo». La preciosidad que estaba ante su presencia lo conmovía al punto de hacerle olvidar dónde se hallaba. Pero como el mal ya estaba hecho, a su madre no le quedó otra que toser nerviosamente para llamar su atención y traerlo de regreso.
Los presentes notaron la sordidez en su mirada. Al punto fue que Jack lo codeó para que reaccionara, y con una disculpa que lo cubrió ante su exabrupto, el muchacho se presentó bien formal:
—Soy José de San Martín, para servirla... —alcanzó a balbucear sin perder de vista a la hermosa damita que le hacía una gentil reverencia.
—Me llamo Dolores... —aclaró la jovencita, con una voz profunda y aterciopelada que lo terminó de enamorar—, pero me dicen «Lola».
La mujer, de niña nada. Ojos negrísimos y muy claro el rostro. Unas formas curvilíneas que despertaban al más tímido a soñar, y cuánto más a quien con un chispazo «ardía» en vida. Un coqueto sombrerito le sostenía el cabello ensortijado que pugnaba por escapar de su confín. El vestido era de un recato que arrullaba, pero la mirada lo alertó, de pronto, que se encontraba con una igual.
—¿Me invitáis a recorrer los jardines? —dijo ella azuzando a su galán que la miraba con tanto arrobo como codicia—, ¡amo las rosas!
María del Alba, siempre tan atenta anfitriona, definió la situación promoviendo lo que ambos deseaban: encontrarse en soledad.
—Vamos, idos... —dijo a José apoyando sus palabras con un gesto amable—; llevadla a recorrer los patios. La que gustaba de los rosales era mi madre —explicó a la visita mientras ellos se adentraban por los pasillos—. Ella misma se encargaba de atenderlos. Los he heredado y de ahí que los cuido... un poco —concluyó risueña—. De seros sincera, no soy buena en esto, pero cuento con la ayuda necesaria para que resistan.
—Se ven muy hermosos desde aquí. —Escuchó decir a la tía de la jovencita para congraciarse, mirando a través de las ventanas.
Lo siguiente ya no lo oyeron, porque las puertas de madera noble impedían el paso de cualquier sonido.
José le ofreció su brazo y Lola lo tomó con una sonrisa traviesa. Caminaron sintiendo la calidez de un día soleado. El sendero se internaba entre la sombra de algunos frutales hasta la entrada al rosedal. Lo cierto es que con el tiempo, ese perfume le traería recuerdos de una dulzura impresionante. A rosas abiertas, como lo estaba la boca de la niña, con sabor a canela, como el té que le habían convidado, la que lo recibió apenas cruzar el desvío que les permitía la menor intimidad.
Los besos se venían sin respiro. Se besaban y jadeaban, con la cadencia de quien espera saciar un deseo incontenible. Las manos no bastaban para todo lo que querían tocar. José debió conformarse con acariciar sus pechos por sobre el vestido, que terminó acusando las manchas oscuras de sus manos sucias al abrir la tranquera. Pero, como pudo, alcanzó a bajarle el vestido hasta llegar a sus hombros. Con cuidadoso encanto distribuyó suaves caricias por la curva de su cuello hasta llegar a la cima de sus pechos. La mujer lo apremiaba a saborearla, y él no lo dudó.
Con un desenfreno que al joven lo asombró, la joven abrió sus labios a la invasión de su lengua inquisidora, acompañándolo en la alocada maestría de la recorrida de cada espacio de sus bocas.
José sintió que Lola fue su premio —glorioso, por cierto—, luego de haberse enterado sobre su origen infiel. Y así como supo que no era «trigo limpio», se comportó sin guardar el decoro; sin prudencia hizo que su mano vagara entre la suavidad de sus muslos. Igualmente ella se lo agradeció, y sin ningún pudor acarició su miembro erguido hasta llevarlo a gruñir.
Al rato nomás escucharon unos pasos que se acercaban y se compusieron y acomodaron como si nada pasara, cuando lo que habían hecho estaba muy mal.
De igual modo, a duras penas él pudo ocultar ante el regreso al salón la magnitud de su emoción. Una capa fue colocada de apuro para ocultar huellas indecentes en el escote de ella, junto a la promesa de volverse a ver en otra oportunidad. Podría decirse que la visita se fue dejándolos a ambos con ganas de más.