Mal de amores...
Por esos días, y contra todo pronóstico,
don Juan de San Martín
se aprestaba a dejar las colonias;
las que tantas expiaciones
le habían hecho pagar.
Salvo el amor que le fuera arrebatado en dos ocasiones, solo se trataba de atropellos a su hidalguía. Por más que rebuscase entre los momentos que creyó ser feliz, siempre pendía de su cabeza la sombra del rey tehuelche; indio pendenciero que, con amaño y esa manera tan suya de hacerse de lo ajeno, le había robado a su esposa.
Tenía que apurarse a dejar sus negocios en regla para no tener que volver. Esta vez no regresaría nunca más, prometió bajo palabra. «¡Que la Parca me dé cita si algo me hace volver!». Sus ojos abarcaron la inmensidad de ese río que, más que río, semejaba un mar. Hasta lo había traicionado por conformarse de agua dulce y demostrar que no se debe creer en todo lo que se ve. Tan ancho que más de uno se había confundido...
Ecuánime ante los criados, solo descubrían su furia al notar que, si bien ya no bebía, la fusta que lo había acompañado al depurar la amargura por el plantón de su amada no se quitaba de en medio. La sacudía hasta zanjarse, y las heridas formaban ya callosidades en sus manos. «Para no olvidar», se repetía. Para que todos supieran que su amo no volvería a creer en una mujer. Porque de ellas solo podría esperarse perfidia, y así seguía largo rato elucubrando razones que lo volvían cada día más retrospectivo y de una frialdad presente en cada una de sus decisiones.
—¿Me llamasteis, patrón? —preguntó la hermosa mulata de pestañas aterciopeladas y caderas exultantes. Los ojos al ras del piso, como les tenía dicho, pero, mientras, sin dejar de suspirar recordando el último encuentro con su patrón. Aunque despótico para todo, le gustaba el cuerpo de las hembras y las hacía disfrutar. «Y como...», se alcanzó a decir mordiéndose el labio para no dejar salir un gemido involuntario. Su carne estaba sedienta tan solo con los recuerdos...
Había ocurrido de todo... Porque no conforme con ella, hizo llamar a una morena de piel tan lustrosa que la dejó maravillada; última adquisición entre la camada de esclavos. Su dueño las había servido a ambas de una manera demoledora; como solo se esperaba de los hombres de su raza, no de alguien con el pelo tan claro como la arena de una playa como las de su tierra. Las llevó hasta la cima del placer mostrándoles caminos impredecibles, pero por demás satisfactorios. Las dos supieron aprovechar la delicia de sus sexos hambrientos y la vigorosa contextura del semental que las servía con diligencia.
Y por lo que podía olerse, venía por más. Ella sabía de estas cosas y se asombró de lo caliente que estaba el hombre; un sudor tan poderoso lo delataba al punto que ella levantó la vista al notar su jadeo; un depredador tras su presa, fue lo que pensó. Él, entonces, la miró, con esos ojazos tan azules como el mar de su isla, y sin quitarle la vista se bajó sus calzones señalándole que se arrodille. Los pezones oscuros de la muchacha se erizaron ante el suave pellizco al que fueron sometidos por el deseo de Juan. Y ella, previo a arquear su espalda ante el goce que le brindaba su amo con la lengua, lo complació. Su carne aterciopelada, ya erecta, saltó a su mano. Primero fueron unos besos suaves hasta que la joven logró acomodárselo en la boca, para que se iniciara ese ritmo cadencioso que lo ponía a gruñir... La puerta se abrió y, como se lo había imaginado, la negra se presentó y reclamó su lugar. La mulata cambió de sitio y con brío se paró y le ofreció otra vez sus pechos a un Juan que gemía al sentir el paladar de la negra acariciando su glande. Con los pechos de la mulata en ambas manos, dejó escapar un bronco gemido que hizo eco hasta en los fondos del caserón. Nadie sabía que se trataba de su manera de despedirse...
***
Juan no podía creer que estaba nuevamente embarcándose para volver a su patria. Tiempo atrás, sin esperar recibir más noticias de quienes tenían a cargo la investigación del paradero de su esposa, se decantó por hacerle firmar a un procurador de su confianza el deceso de Helena. ¡No iba a dejarse estafar después de todo! Iría, como condolido viudo, a reclamar su herencia a Calcuta. No se perdería verle la cara al viejo cuando le pidiera hacerse cargo de la plantación The Queen.
Con los papeles bien guardados entre sus posesiones, rumbeó hacia la nave que lo aguardaba como pasajero de privilegio. Luego de saludar con el gesto a varios caballeros y con un apretón de manos a su amigo el capitán, se acomodó frente a la popa para despedirse del lugar donde había sido tan infeliz. Ni en su peor pesadilla auguró este final. Solo y volviendo a su patria. Hasta José se había marchado ya.
—¿Diciéndole «adiós» a las Indias? —lo interrogó el capitán haciendo mención al nombre utilizado para referirse a las colonias, cuando se creía que se había llegado a Oriente y no descubierto una nueva tierra.
—¡Por el buen Dios que sí! —contestó Juan mientras giraba hasta quedar de espaldas a la costa que desaparecía, y se alegraba de ver a su amigo. Desde que se habían conocido que congeniaron. Un gran amigo de su padre trasladó su lealtad a su familia. Fue testigo de la imprudencia de María del Alba al venirse sola a este lugar perdido. Y fue su confidente cuando regresaron a su patria después de pasar tantas penurias. No tenía pensado sincerarse con él. Juan deseaba comenzar pronto a olvidar, y la mejor manera era imaginarse su futuro y no lamentándose por lo que pasó.
Sin embargo, el capitán, de tonto, nada. Entendió a la perfección su silencio y optó por dejarlo llevar la conversación hacia donde le diera su real gana.
—¡Que disfrutéis del viaje, mi amigo! —lo saludó. A lo que Juan le hizo la venia con dos dedos en la frente. «Seguro que sí», se dijo y caminó hacia su camarote.
***
Por la tarde, los colores sobre el mar brindaban un paisaje que invitaba al disfrute. Las pocas damas que viajaban en el barco no solían aparecer hasta esa hora. Se apreciaba la brisa, en rigor, el fresco y agradable cambio de clima que se daba para entonces.
Juan aprovechaba ese momento para despejarse. De a ratos necesitaba tomar distancia de sus problemas, para calmarse. A veces, en cambio, mantenía complicadas discusiones con el capitán sobre la disposición de Carlos III ante el sistema de «quintas por sorteo», donde decidió que uno de cada cinco hombres, y de un modo por demás azaroso, debía ingresar al ejército de su majestad. El hombre insistía en que dicho régimen era el adecuado, y San Martín le retrucaba. Ser soldado era un halago, permitía hacerse digno al que supiese que se trataba de ser parte de esa cofradía; se defendían los intereses de su patria. Y no cualquier mortal lo entendía como tal; un tributo eterno al soberano. Aunque no para todos, esto era así. De ahí que cuando el antiguo maestre lo entendió de verdad, dejó las filas para no traicionar su fe.
Poco después de la tarde, cuando todavía el sol daba muestra de su osadía y brillaba con total devoción, Juan distinguió una cabellera tan roja como una puesta del día en Oriente. Le llamó la atención que lo tuviera tan suelto, mientras lo veía enredarse con el viento. Haciendo silencio se permitió contemplarla sin ser descubierto. Y su belleza lo dejó ensimismado. Se sintió como hacía tiempo no lo le pasaba; otra vez en el ruedo, y le resultó placentero. «No está muerto quien pelea», se arengó risueño.
De una apariencia frágil, la mujer lo condenó, sin saberlo, a desear con verdadera obsesión saber de quién se trataba; de esa hermosura que oteaba la lejanía con indescriptible deleite. El perfil tan delicado y con terminaciones suaves: una pequeña nariz y los pómulos como diamantes que mostraban su lozanía. La mujer que la acompañaba tironeaba de la muchacha para que dejase la cubierta en dirección a los camarotes. Extrañado ante la vista de altas botas y una capa que ocultaba cualquier vestigio de su cuerpo, San Martín decidió acercarse.
Su instinto de conquistador nunca fallaba, y la curiosidad le hizo despertar ese sentimiento que hablaba a las claras de un hombre de grandes pasiones. Su mirada captó al instante que, si de pasiones se trataba, estaba ante un alma que rugía por dentro como un león.
La presencia que ostentaba la dama, vestida prácticamente con ropas de varón, despertó una increíble necesidad de ser parte de su historia. Con apuro y tratando de interceptarla, se cruzó en la escalerilla. La frialdad de unos enormes ojos foscos de abovedadas pestañas, propensos a crear distancia, lo mantuvieron en su sitio. Con un gesto, la acompañante le pidió que se corriese para dar paso a su ama. La vigorosa actitud de la joven lo asombró. Ella descendió un tramo y se volvió para mirarlo. Una sonrisa socarrona y, por demás, con desinterés lo dejó apabullado. No recordaba haber sido ignorado jamás de esta manera. Se hizo la promesa de que eso no quedaría así. Su deseo de revancha, inspirado en tantos fracasos, le presentó un nuevo reto. Solo un tonto se negaría a enfrentarla y hacerse con el premio. Y él no era de esos.
***
La noche luminosa invitaba a respirar aire fresco. De madrugada, Juan subió a cubierta. No podía dormir porque tenía los pensamientos demasiado torturados como para intentarlo.
—¿Qué hacéis por aquí? —escuchó la voz del capitán que se acercaba—. Ahhh, esto es vida —continuó mirando la línea del horizonte.
La claridad de la luna, «una luna de gusano», como le relataran en su último viaje a la India. La luna de los comienzos. Se trata de una leyenda oriental, la que cuenta que Brahmán le concedió al rey de los demonios la bendición de no poder ser asesinado. Y esa luna era la que hoy admiraba con privilegio; más grande que lo común y de un cálido color cremoso.
—Una pasajera vuestra me ha mantenido despierto... —le dijo risueño.
—Pues ¿para tanto? Oíd, hombre, sabéis que os la puedo presentar —vociferó el capitán con su tono de mando—. ¡Describidla!
—Cabellera de color del sol ocultándose tras caer la noche, bella por donde la miréis y algo, por cierto, muy destacable que asustó mi curiosidad: vestida con ropas de caballero.
La mirada del capitán cambió de tenor. La actitud campechana que mostraba a diestra y siniestra mutó el rictus a la de un auténtico paladín justiciero. El interés por saber de ella se tornó para San Martín en un hecho insoportable.
—Disculpadme, vos, al que nunca os he negado nada. Pero esta vez será imposible pensar siquiera en presentarla. No va a poder ser...
La mirada acuciante de su amigo y antiguo maestre merecía una respuesta. Con evidente pesar, y de cierto modo cohibido, se oyó al capitán declarar:
—¡Es mi hija!