Luciérnagas en la noche
¿Dónde se ocultan de día
cuando la luz las obliga
a resignarse a emigrar?
La autora
A medida que se sucedían los días y Nassira se daba cuenta de que el gigantón no aparecía por su tienda, su desilusión aumentaba. Más de una noche fue compañero de sus fantasías mientras soñaba con tanta intensidad con él y su inmensidad, tanto que amanecía mojada.
Esa noche, nuevamente, se sintió sola de ese hombre. Lo poco que dormía no le bastaba. Estaba aburrida dentro de su prisión y nada la conformaba. Sus costillas estaban soldando y la salud mejoraba. Distraída, no se preparó para el ataque. El cuero se levantó, y una figura desconocida se filtró en su tienda yendo directo hacia ella, que no pudo prevenirse. Era uno de ellos, y por la poca luz que entraba vio esos ojos con la locura de poseerla tan negra que se asustó. Sus gritos salían intermitentes mientras el hombre buscaba taparle la boca con la mano. Pataleando, logró pegarle en el bajo vientre, y sintió que se doblaba de dolor. Pero era muy fuerte, y cuando se quiso acordar, lo tuvo otra vez encima. Resignada a lo que se venía, empezó a sollozar...
De repente apareció otra persona en el toldo, y pudo percibir el jadeo ronco de la furia. Se trataba del Holandés, por su inconfundible estatura —le costaba mantenerse erguido dentro de la tienda—, y le estaba quitando al indio que intentaba aprovecharse de ella.
Una Nassira temblorosa asistió a la salida del asustado pehuenche que buscaba escapar a toda costa. El coloso lo tenía asido del cuello contra uno de los parantes del toldo y casi no lo dejaba respirar. Fue un instante, pero bastó verla cómo lloraba para soltarlo y de un empujón echarlo fuera. Casi en el mismo momento, la mora cayó en sus brazos, sintiendo como unas manos grandes, y de manera cuidadosa, le daban consuelo acariciando su espalda.
—Shhh, tranquila, que estoy contigo... —le dijo el hombre, en su español tan bonito y, por fin, tuteándola. Nassira tenía tristeza acumulada, y aunque dejó de lagrimear, los suspiros no cesaban.
Él se supo perdido. Esos jadeos cortitos lo mataban. Le surgió la necesidad codiciosa de tocar esa piel tan tersa, como la avidez por besarla. El conquistador, que nunca aflojaba, decidió por él y no le importó otra cosa que esa mujer que lo miraba con ojos asombrados y con su misma impronta.
—Ven conmigo... —dijo bajo. No quería ser sorprendido en mitad de la faena. La sabía aún convaleciente y, nomás salieron de la tienda, la alzó y, espiando a ambos lados, se la llevó hacia las grutas. Cerca, a una centena de pasos, se perfilaba un inmenso roquedal donde alguna vez fuese albergue de una fiera. Una vez llegado el pueblo, solo quedaron las cavernas oscuras, pero aisladas por el temor a lo que las habitase.
El camino serpenteaba las tiendas armadas hacia el interior; y con singular encanto, dándole brillo a la noche, miles de luciérnagas participaban del encuentro.
Para Rochus había resultado siempre un buen escondite. Nadie se animaría a adentrarse por ese corredor. En cuanto llegaron, la depositó en el piso con sumo cuidado y, sin esperar otra cosa, la comenzó a besar con la dureza de la abstinencia que se había impuesto y que, por lo visto, no iba a respetar. La mora sintió el aroma de su piel caldeada por la madera del fogón y el suyo propio, y sucumbió. Abrió su boca a la lengua que intentó entrar desde un principio y la acompañó en su deleite.
Un instante después, sintió el frescor en sus pechos y se sonrió gustosa de sentir su boca sobre ellos. Ella también ansiaba recorrerlo y echó la cabeza hacia atrás y, con sus manos, con sus dedos, ascendió por su interminable espalda.
—Suave, pequeña, no quiero hacerte daño... —susurró sobre su boca en un instante de respiro.
—Me gusta lo que me hacéis, os deseo —confesó suplicante.
—Tú me vuelves loco —dijo antes de recorrer con su lengua sensual el contorno de su oreja. Tanto calor y placer se mezclaban haciendo brotar una necesidad imperiosa de poseerse.
La alzó nuevamente hasta depositarla en un lecho improvisado. ¡Cómo le hubiese gustado izarla por las caderas y hundirse en su interior! Pero debía ser cauto, se dijo, o podría lastimarla.
Lo que no se esperó el joven fue que Nassira se abriese de esa manera tan franca al que era su enemigo. Fue paciente al penetrarla, tanto que hasta le causó dolor. Ella le rodeó la cintura con las piernas, temblando de excitación, anhelando su pericia por darle lo que quería.
—Vamos despacio... —le rogó él.
—Es que no puedo... no aguanto más —dijo la muchacha revelando el estado en que se hallaba.
Por mucho que quiso ser manso, la situación se desmadró al notar su interior cálido y resbaladizo, apretado para tanta hombría; y su carne no soportó la espera y avanzó decidido, impulsando a la muchacha hacia arriba con cada embestida y recibiendo de ella un grito gutural que lo incitaba a buscar la profundidad de su cuerpo.
El gruñido que Rochus exhaló hizo eco en la piedra, ahuyentando a algunas alimañas que la usaban de abrigo nocturno. Igualmente, ellos no se dieron cuenta. Sudorosos, compensados por la espera y con una especie de alegría que no querían cuestionarse. Él la ubicó de costado para no aplastarla y la cobijó en su pecho. Y ella se dejó hacer. Se sentía tan feliz como en mucho tiempo no le había ocurrido. Al cabo de un rato, ambos terminaron dormidos. Con el correr de las horas, fue más de una vez que en esa noche satisficieron su instinto...
***
No supo cuánto tiempo pasó, pero se impresionó al despertar en su tienda. Si no hubiese tenido incorporado el olor del hombre en cada poro de su piel, juraría que otra vez se había tratado de un sueño. De modo que se relajó y suspiró ilusionada. La había amado de un modo tan hermoso como inesperado. Su dulzura la cautivó tanto como su fuerza en el momento más culminante. Estaba segura de haberlo hecho bien. Lo escuchó gritar con el vigor de un hombre agradecido. Volvería, se dijo. Y ella lo estaría aguardando. Sus ojos cansados del jaleo volvieron a cerrarse hasta bien pasada la mañana.