La noche en que, antes de meterse en su cama, Elisa Olivos se miró en el espejo y admitió que los años no habían pasado en vano y se encontró irremediablemente vieja, escuchó de nuevo las voces del verde viento, que a veces llegaba a sus oídos con fríos rumores de llanto y otras, como el soplo caliente que alimenta las brasas de una hoguera. Fue el viento verde el que trajo a su vida al amor de sus amores y también el que se lo arrebató. Alonso Pedregal, el hombre que amó con pasión desbordante, el que le enseñó a soltar sus miedos, fue un temerario periodista y corresponsal de guerra que enfrentó la muerte a cara limpia durante los sangrientos sucesos ocurridos durante la invasión de Irán a Kuwait en la década de los años ochenta.
Lo había conocido en Madrid, el mismo día que volvió de Granada, la bella ciudad andaluza que vio crecer a Federico García Lorca, el poeta que la hechizó siendo una adolescente, después de leer el Romancero Gitano. Elisa sucumbió ante aquella delirante explosión de metáforas que estallaron en su alma como una mágica floración de lirismo, amor y tragedia. Los murmullos del verde viento que ahora iban entretejiendo sus añoranzas, la llevaron a pensar que Lorca y Alonso Pedregal tuvieron mucho en común. Compartieron los ideales de la lucha del pueblo, de los oprimidos y los obreros, amaron su terruño y fueron apasionados como las ardientes hogueras gitanas del Albaicín, alegres y corajudos.
Pero, por sobre todo, amaron la vida, tanto como odiaron la consigna de la España Negra del franquismo, que gritó ¡Viva la muerte! y no perdió ocasión para escupir en la cara de la otra España, la del trabajo y del sudor, la de la vida, la de Cervantes y Calderón, la del cante jondo y de las viejas raíces castellanas.
Tomó el rosario de nácar y plata que había heredado de su abuela Vicenta y comenzó a recitar los versos que le robaban el alma: Verde que te quiero verde,/ grandes estrellas de escarcha,/ vienen con el pez de sombra /que abre el camino del alba./ La higuera frota su viento/ con la lija de sus ramas/ y el monte, gato garduño, eriza sus pitas agrias./ ¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde?/ Ella sigue en su baranda,/ verde carne, pelo verde, /soñando en la mar amarga.
Elisa rezó por ambos hombres muertos. Oró por su amado Alonso, caído en combate tras ser derribado el helicóptero en que viajaba a cumplir su misión periodística. Y oró por Federico, el poeta andaluz, asesinado por manos alevosas que una madrugada de fusiles negros se tiñó con su sangre. Quienes lo fusilaron en las afueras de Granada, sabían que al hacerlo martirizaban a la misma España, disparando directo al corazón de su raza, agotando su perfume más fragante, quebrándola en su respiración más vehemente. Y así, mientras el viento verde arañaba el cristal de su ventana y un carámbano de luna iluminaba su rostro, Elisa fue recordando su vida.
Una galería de imágenes desfiló ante sus pupilas remontándola a sus doce años, cuando su mayor placer era leer a escondidas a la luz de una linterna, arrebujada entre las sábanas de su cama. Una noche, conmovida por las desventuras de Edipo Rey, decidió que sería una escritora famosa y viajaría por el mundo ancho y ajeno. Pero las tragedias griegas preconizan que rara vez los hombres logran escapar de su destino. No fue escritora ni famosa, sino una periodista ávida de atrapar en su mente inquieta y en las teclas de su máquina de escribir los sucesos del mundo y de su entorno.
Invariablemente, pasaba los inviernos afectada por algún virus febril y una que otra faringitis. Era su abuela Vicenta quien se encargaba de restituir su salud aplicándole ungüentos en las inflamadas amígdalas y dándole a tomar un jarabe que preparaba ella misma, una pócima de efectos tan poderosos que Elisa bautizó como elíxir de los milagros. Su abuela tenía el don de extasiarla con historias que desenterraba del carril de sus recuerdos.
Su boca le parecía un surtidor inagotable. De ella aprendió sobre viajes de fuerza telúrica que no tienen vuelta atrás, como el de Aquiles a Troya y la trágica fábula de Ulises. Podía escuchar una y otra vez sus narraciones sin saciar su capacidad de asombro. De tanto oírlas, se transformaron en leyendas. Ya era mítica la historia que describía su primer cruce de miradas con su abuelo Jacques Leclerc, un guapo francés oriundo de Burdeos que llegó a Sudamérica a los veinte años, sin un centavo, pero con varias medallas al mérito como joven veterano de la Primera Guerra Mundial. A Vicenta, espléndida belleza de trenzas castañas que recién se empinaba en los quince años, le bastó tan solo un encuentro en la plaza con el gallardo francés de barba dorada que casi nada sabía de español, quien la sedujo con una mirada ardiente que le dio escalofríos y le siguió dando escalofríos durante toda la vida que pasaron juntos.
Su luna de miel fue apasionada e intensa. No hubo noche en que no encontrara un mensaje escrito bajo su almohada. Jacques Leclerc, con su escaso vocabulario, utilizando palabras sencillas y simples, depositaba aquellas cartas con la sutileza de quien regala a su amada un ramillete de flores silvestres, como si adivinara que ese gesto era un poema que llenaría de palabras su locura de amor en el corazón de su mujer.
Tuvieron siete hijos, seis varones y una niña y se amaron entrañablemente hasta la noche en que un fulminante paro cardíaco dejó a este hombre, fuerte y trabajador, muerto en brazos de su esposa, aún joven y bella, pero sin preparación alguna para enfrentar los sinsabores de su temprana viudez. Por toda herencia, su marido le dejó una casona de campo cobijada por parronales, una viña hipotecada y un futuro incierto. La viuda puso todo su afán en una tarea que hacía de maravilla. Cocinaba platillos de comida francesa que le encargaban piadosas manos amigas para sus cenas importantes, pero el dinero se le esfumó en la crianza y educación de su prole y llegó así a una vejez empobrecida donde lo único que pudo atesorar fueron los recuerdos.
Su vida transcurría en un ir y venir, peregrinando como una golondrina en casa de sus hijos. No volvió a tener un techo propio y todo su mundo quedó atrapado en maletas y baúles con vestidos, collares, sombreros y cientos de cartas de amor descoloridas por el tiempo. Allí, guardaba fotografías amarillentas y mantenía envuelto en papel de seda su álbum de matrimonio. Su marido vestía el uniforme de teniente del ejército francés y ella resplandecía en su traje de novia, con el cabello coronado de azahares. En sus manos se enroscaba un rosario de nácar y plata.
Para Elisa, la llegada de su abuela era una fiesta. No solo porque la casa se impregnaba con los aromas de sus postres y guisos, como sus salsas bechamel y croissants que embelesaban el paladar de sus comensales. Con ella disfrutaba tardes mágicas oyendo la danza de la lluvia sobre los tejados, mientras saboreaban cuentos de amores imposibles e historias sobre los ardores que su abuela había despertado en los hombres. Ya casada y con varios hijos, sus trenzas castañas y sus pómulos desafiantes cautivaron al joven párroco de San Fermín de Los Andes quien, en la sagrada intimidad de un confesionario, le declaró su torturada pasión. La impúdica declaración la hizo huir despavorida, al igual que al cura, quien arrancó del pueblo como alma que lleva el diablo.
Esperanza, la madre de Elisa, gozaba las temporadas que permanecía su progenitora en casa porque le devolvían un pedazo de su infancia. Vicenta insistía en mimarla como a una niña y cedía frente a cualquiera de sus caprichos. Si le pedía algún postre o un menú especial, la complacía aunque tuviera que permanecer largas horas en la gran cocina de baldosas rojas.
Para Esperanza no existía mayor deleite que pasearse por los laberintos de su memoria gustativa, retornar a su niñez y, con obsesión proustiana, volver a aquel tiempo perdido. Si le daba antojo de probar crepes rellenos con chocolate y helado de vainilla, Elisa se sumaba al festejo. Los crepes de su abuela, de masa fina y acaramelada, el cacao derretido y el helado se desvanecían en su boca como un delicioso reguero de glaciar.
–Abuela, ¿cuál es tu secreto para preparar bocados con sabores tan únicos? –le preguntó un día mientras la observaba con ojos curiosos.
Vicenta le dirigió una mirada cómplice.
–¿Prometes no contárselo a nadie?
–A nadie.
Se secó las manos en el delantal y cuchicheó en su oído.
–¿Sabes? La cocina es la alquimia que mantiene viva la llama del amor. Pero el secreto está en colocarle una pizca de magia.
–¿Lo de la magia es un invento tuyo?
Vicenta rio con ganas.
–No. Tu abuelo me regaló un libro de Guy de Maupassant. Se llama Cuentos de la becada. En ellos, el autor habla de la cocina mágica, la piedra filosofal para conquistar el estómago y el corazón de quienes amamos. Siempre está sobre mi mesa de noche.
–¿Me lo prestarías?
–Solo si lo cuidas como un tesoro porque para mí lo es.
–No te preocupes, así lo cuidaré.
Al leerlo, comprendió que en la cocina su abuela era una reina que ponía a funcionar la alquimia de los fogones, de los cuales salían platillos que la familia degustaba con regocijo. Las páginas gastadas del libro despedían olores, sabores, texturas y sonidos que recordaría toda su vida. El chisporroteo de lonjas de jamón serrano fritos en aceite de oliva, la tersura de la masa trabajada sobre los mesones y la fragancia de la canela, el anís y los clavos de olor saturaban el aire de exquisita dulzura.
Las horas de comida invitaban a un tiempo de rito, de pausa, de saborear con lentitud cada plato mientras se conversaba de lo humano y lo divino. Cuando Vicenta se marchaba, quedaba sumida en un mar de llanto y corría a refugiarse en las faldas de su madre.
–Ay, Elisa, eres tan mimada de tu abuela como lo fui yo de mi padre. Lástima que no alcanzaste a conocerlo.
Evocándolo, sus ojos se teñían de añoranzas. Siempre fue la hija predilecta de Jacques Leclerc.
Desde que nació, su fragilidad despertó en él una enorme ternura. Esperanza fue una creatura enfermiza, pálida y delgada hasta la transparencia. A los once años, ya se destacaba entre sus compañeras de colegio por esa etérea belleza que le daba un aura de extraña lejanía. No demostraba interés por los lujos mundanos y permanecía indiferente ante el guiño de los escaparates de las grandes tiendas de la capital que exhibían el último grito de la moda parisina. Se vestía con sencillez, tomando lo primero que encontraba en su armario. En la casona de San Fermín de Los Andes, dedicaba su tiempo libre a enseñar catecismo a los hijos de los peones de su padre y a recolectar ropa para los necesitados, sin darle demasiada importancia a las tareas de la escuela.
Su cuerpo mutaba y florecía, pero la niña se negaba a ser mujer. Esperanza le cerró sus puertas a la feria de vanidades que cegaba a sus amigas, ese mundillo frívolo que las llevaba a competir por el cetro que investiría a una de ellas como la más elegante de su círculo social. Desechaba los vestidos ribeteados de encajes e hilos de seda que le confeccionaba Vicenta y los donaba a la parroquia, con lo que desataba la furia de su madre.
–¡Dios Santo, ayúdame a entender la razón por la que esta niñita no heredó mi coquetería –rezongaba–. ¡Me saco los ojos cosiendo la noche entera y ella se da el lujo de regalar vestidos tan finos!
A su padre, en cambio, esos gestos lo colmaban de emoción.
Recién casado, con más empuje que capital, Jacques Leclerc compró una apreciable cantidad de hectáreas y las dividió en dos lotes. En uno, plantó cepas de uva moscatel. En el otro, cultivó un huerto de aromas paradisíacos. En medio de un laberinto de flores silvestres, peonías y salvia azul, germinaban las mejores lechugas, papas, tomates, cebollas, guisantes y frutas del sector. No solo surtía la despensa de su hogar. Abastecía las ferias, verdulerías y fruterías con primores recién tomados de la mata.
Tras la primera cosecha de moscatel, se convirtió en un respetado productor de chicha artesanal. Las botillerías del pueblo pujaban por adjudicarse la mayor cantidad de botellas del dulce mosto fermentado. Pero, en su mente inquieta, rondaba una antigua obsesión. Dejó de producir chicha y, en el mismo lugar, desmanteló las viñas de moscatel para plantar cepas de cabernet sauvignon.
Quería producir su propio vino, igual como lo había hecho su abuelo en sus viñedos de la región francesa de Burdeos. El curtido viñatero le había transmitido todos los secretos de la cofradía del vino y le enseñó los misterios de la cata, esa poderosa intuición que se apodera de la lengua y la nariz cuando se huele y se echa en la boca un breve sorbo de mosto, se descubre su sabor y su bouquet y luego se escupe.
Todavía no cumplía quince años, cuando el anciano Pierre Leclerc lo llevaba a la bodega grande y húmeda con piso de tierra y paredes de adobe para hacer de su nieto un experto catador. Sentados en el suelo, junto a las botellas que el viejo descorchaba, sorbían con dedicación. El joven aprendió a reconocer la textura y el espesor exacto de un buen mosto, su sabor predominante y el aroma a guindas y frutas que ascendía como delicado vapor hasta su nariz. Si un mosto dulzón o áspero, untuoso o ligero le producía una orgía de placer, levantaba el dedo pulgar en son de aprobación.
Con la imagen de su fallecido abuelo grabada en las retinas, cada madrugada, después de tomar desayuno con Vicenta, se encasquetaba una boina y enfilaba hacia el campo exudando felicidad. Con algunos peones y un capataz que era su brazo derecho, se dedicaba de sol a sol a las tareas de labranza. Solía recostarse bajo las parras a escudriñar las hojas por temor a los embates de las pestes y a embriagarse con la fragancia de los racimos, preguntándose qué nombre llevaría su primera partida de vino; decidió que lo bautizaría con el nombre de su abuelo. Pero, de un día para otro, su castillo de naipes se desplomó.
Una plaga de filoxera, la mayor peste que ha azotado a los viñedos del mundo, echó por tierra sus fantasías. Como un huracán, arrasó con la plantación y con sus sueños, dejándolo frente a un incierto y preocupante futuro.
Heredero del porfiado temperamento de su abuelo a quien vio caer y levantarse una y otra vez, arrancó los vestigios del sembradío anterior y volvió a plantar cepas de cabernet sauvignon. Investigó sobre modernas técnicas para evitar una nueva arremetida de la plaga, injertos en la raíz con distintas variedades de parras, que habían dado muy buenos resultados en Europa.
Otra vez sus predios se vistieron de verde. Sin embargo, por las noches no lograba dormir pensando que faltaban muchos meses para vendimiar y generar su primera cosecha de vino. Las pasaba en vela preguntándose cómo alimentar y educar a su extensa prole, mientras las cuentas impagas se apilaban sobre su escritorio.
Vicenta se amanecía cosiendo vestidos para damas pudientes, horneando baguettes y tortas que se vendían en un santiamén, pero sus empeños no alcanzaban a cubrir los gastos de la familia.
–¡No puedo permitir que sigas trabajando así, Vicenta! Cualquier oficio me vendría bien, aún el de labrador, con tal de aliviar tu cansancio –le comentó una noche a su mujer.
–¡Lo hago con amor, querido mío¡ Soy yo quien no soportaría que te convirtieras en peón de campo. ¡Verás que pronto cambiará nuestro destino!
–Dios te oiga, mujer.
–Todas las noches, antes de dormir, le ruego al Altísimo que no nos desampare –suspiraba ella.
Nunca supieron si la vida les prodigó un súbito golpe de suerte o las plegarias de Vicenta ascendieron al cielo. Una semana después, el dueño de casa recibió una carta proveniente de Río Claro. El remitente era Charles Dupont, un coterráneo con el que había hecho muy buenas migas en el barco en que ambos emigraron desde Burdeos hasta el Nuevo Mundo. Poseedor de un olfato instintivo para los negocios, el francés había comprado a precio de chaucha miles de hectáreas de selva nativa a comunidades indígenas, amasando una considerable fortuna. En la carta, le ofrecía hacerse cargo de una de sus estancias, con la misión de supervisar la tala de bosques de pino que luego vendería como combustible a nacientes empresas mineras.
El salario superaba ampliamente sus expectativas. Sin pensarlo dos veces, contestó aceptando el empleo. Fue así como la familia Leclerc emprendió un largo viaje en ferrocarril hacia las lejanas florestas sureñas.
En la estación los aguardaba el mismísimo Charles Dupont, hombre robusto y fortachón, de gruesos mostachos, vestido impecablemente con chaqueta de paño y corbata de seda. Un habano de exquisito aroma colgaba de una de las comisuras de su boca. Al divisar a su antiguo compañero de viaje, se acercó a palmotearlo.
–¡Mon ami, no sabes cuánto me complace recibirte!
Reverencioso, besó la mano de Vicenta.
–Madame, es un honor conocerla.
–El honor es nuestro, Charles. Gracias por tu generosa propuesta. No te defraudaré.
–Al contrario, yo debo agradecerte, Jacques. Estoy al tanto de tu buena reputación como agricultor y futuro productor de vinos. Ahora, permítanme llevarlos a su nueva residencia. La casa cuenta con un pequeño escritorio, ideal para que hoy mismo conversemos al calor de una copa de coñac Napoleón. ¿Qué te parece?
–Espléndido –su voz sonaba entusiasmada–. Hace mucho que no paladeo un Napoleón.
Abordaron un espacioso Ford y se internaron por un camino flanqueado por una arboleda de sauces, notros, peumos y acacias.
–Maravilloso paisaje –elogió Vicenta–. Un verdadero paraíso terrenal.
–Madame, eligió usted la palabra exacta. La fronda de especies nativas le da un especial encanto a estos terruños.
La gran casa de madera se alzaba en medio de una espesura de araucarias, cuyas copas parecían rasguñar el cielo. Mientras Vicenta desempacaba y acomodaba los enseres con la ayuda de una joven campesina que Charles Dupont dispuso para su servicio, los hombres se instalaron en el escritorio premunidos de sendas copas de coñac.
–Espero que no te abrume la titánica tarea que te espera, Jacques. Bajo tus órdenes trabajarán más de cuarenta cuadrillas de peones. Tendrás que domesticar una tierra inexplorada y doblegarla como a una mujer testaruda –rio entre dientes.
–¿Por quién me tomas, amigo? Odio las ciudades, su bullicio, sus calles asfaltadas y, en especial, la cursilería de la gente empingorotada. Prefiero la tranquilidad del campo y la sencillez de sus habitantes. No le tengo asco a las labores pesadas. Mientras más bruto el trabajo, mejor.
–¡Pero, cuídate, hombre! Mira que tienes un familión por el cual vivir. ¡No vayas a terminar matándote! –Charles Dupont rio a todo pulmón, dándole recias palmadas en la espalda.
–Me voy a morir a los cien años. Ya verás, Charles.
–Brindemos por eso, viejo amigo. ¡Salud!
–¡Sí, brindemos con este Napoleón digno de dioses! –Risueño, lo sorbió de un trago.
Charles Dupont no exageraba. La tala de cientos de hectáreas de bosques requería bregar de sol a sol en aquella tierra agreste y montaraz. Apenas iniciadas las faenas, Jacques cayó hechizado por la belleza de la selva indomable. Sus años de estadía en esos ariscos terruños, la vida rústica y la ruda labor que empezaba al amanecer y se extendía hasta que moría el sol, le otorgaron el temple que solo da la experiencia de batallar día a día hasta el límite de las fuerzas. Al alba, bajo el sombrío follaje de los murallones de pino, se abría paso con sus hombres, armados de sierras, hachas y machetes derribando colosales troncos. Avanzaban empapados de sudor, luchando contra las picaduras de los tábanos y las nubes de mosquitos que los atacaban adhiriéndose a sus cuerpos semidesnudos como sanguijuelas ávidas de sangre. Volvía a casa extenuado, pero feliz. Terminar cada jornada sometiendo la fuerza indómita de la naturaleza era una victoria.
Los seis hijos varones fueron enviados a un internado en Río Claro, en tanto Esperanza permaneció en casa de unos lejanos parientes de Vicenta que poco se ocuparon de la adolescente tímida y delgada que por puro gusto caminaba hasta el colegio del Convento de las monjas de Santa María bajo torrentes de agua para sentir el canto de la lluvia. Las religiosas la hallaron un día escupiendo sangre y telefonearon a sus padres para informarles que la monja enfermera aconsejaba el retiro de esta creatura tísica por temor a contagiar a las demás niñas.
Esperanza volvió a la casona. Durante horas permanecía junto a su madre en la apacible sala de estar haciendo dobladillos y encandelillados, sin despegarse de la radio. Los sangrientos sucesos de la Segunda Guerra Mundial invadían aquellas interminables tardes de bordados e hilvanes. Jacques Leclerc se encontraba en casa ordenando facturas, cuando una fría mañana de junio de 1940 se anunció la caída de París frente a las tropas alemanas.
Al escuchar que la bandera nazi ondeaba sobre el Arco de Triunfo, golpeó las paredes con furia, exclamando: “¡Vive la France, vive la France!”. Días más tarde, se interrumpió el noticiero a la hora de la cena para trasmitir la voz del general Charles de Gaulle arengando a las fuerzas de la Resistencia desde Inglaterra, donde estableció su cuartel de combate. De Gaulle habló a través de la cadena radiofónica de la BBC de Londres para proclamar que Francia había sido ocupada, pero no vencida y llamó a los hombres a combatir.
–¡Ciudadanos, apoyen la Resistencia! ¡Muy pronto nuestra amada patria será libre! –prometió.
Jacques Leclerc invitó a su familia a cantar La Marsellesa, presintiendo que la guerra acabaría luego y que los combatientes galos lucharían sin tregua junto a los ejércitos aliados para expulsar a las odiadas tropas invasoras del Tercer Reich.
Cinco años más tarde, el retorno de los Leclerc a sus tierras coincidió con la fecha en que Esperanza cumplía diecisiete años y con el fin de la guerra.
Durante el regreso, en una estación en que el tren se detuvo, los sorprendió la alegría de la gente saludando a los pasajeros batiendo pañuelos blancos. Decenas de canillitas se arrimaban a los vagones agitando fajos de periódicos.
–¡Cayó Berlín, cayó Berlín! –voceaban mientras vendían diarios como pan caliente.
Leclerc alcanzó a adquirir un ejemplar y subió al coche con la respiración alborotada.
–¡El ejército ruso ocupó Berlín! ¡Terminó la guerra, Vicenta! –emocionado, abrazó a su mujer y a sus hijos.
El 8 de mayo, Europa celebró el Día de la Victoria. En París, sobre la Torre Eiffel y en las cúpulas doradas de Les Invalides volvió a flamear la bandera tricolor diseñada en tiempos de la Revolución.
A Jacques Leclerc la vida le sonreía nuevamente. Recordó una conversación que había tenido con su abuelo, siendo casi un niño, en aquella bodega con aroma a tierra, madera y guindas.
–Abuelo, si algún día, aún joven, me sintiera feliz y con dinero en las alforjas. ¿Qué me aconsejarías?
–Te diría que miraras lo más lejos posible hacia un horizonte infinitamente abierto –había farfullado exhalando una fumarola de humo de su vieja pipa.
A la luz de esas palabras, compró la más extensa viña de San Fermín de Los Andes, la anexó a sus antiguos sembradíos y por muchos años produjo el afamado cabernet sauvignon, Monsieur Pierre Leclerc, en homenaje a su abuelo.