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Tras la charla sostenida en el diario, siempre surgía un pretexto para reunirse en una cafetería, ver una buena película o caminar bajo el follaje de los árboles del parque que constituía el más hermoso pulmón verde de la ciudad. Aun cuando más tarde él le confesó haber sentido el sacudón del amor a primera vista, a Elisa le costó asumir que su atracción por Felipe crecía como planta voraz, a pesar de que tenía conciencia de que la lectura que poseían sobre la vida jamás se amalgamaría. Eran como un puzle en que difícilmente encajarían los relieves de cada pieza. Detestaba su poder para desestabilizarla con sus silencios. “Sé tan poco de ti, Felipe. ¿Por qué tanta reserva?”, solía preguntarle.

Invariablemente, respondía con una cita de Aristóteles.

–El sabio no dice nunca todo lo que piensa, pero piensa todo lo que dice.

Sus mecanismos de defensa la hacían recurrir a la ironía.

–¿De verdad te crees ese cuento? El verdadero sabio fue quien dijo solo sé que nada sé.

–¿Lo ves? Los hombres sabios hablan poco, como yo.

–Serías más feliz si aprendieras a comunicarte, Felipe. Hablar acerca de lo que nos gusta o nos molesta es liberador.

–No necesito liberarme de nada, Elisa. Salvo que quieras que me libere de ti. Eso no lo vas a conseguir.

Eran sus omisiones, lo que no decía, lo que acicateaba su curiosidad. Tal vez, la forma en que le declaró su amor, exaltado por un ímpetu que jamás vio antes en él, logró conmoverla hasta el tuétano. Al fin y al cabo, pensó, existe un Felipe capaz de desbordarse de afecto, oculto tras una aparente distancia. Como ese día en que se empecinó en encontrar un antiguo texto de arquitectura egipcia para sus clases.

Recorrieron varias librerías. Siguiendo una corazonada, él se internó en una galería donde vendían libros usados. Elisa se quedó afuera, apoyada en la vidriera de una tienda, esperando que, de pronto, echándola de menos, la buscara. Pero no lo hizo. Cuando salió, casi treinta minutos después, con un par de libros bajo el brazo y la halló esperándolo, la miró con desconcierto y ternura, como si en el transcurso de ese tiempo se hubiera olvidado de su existencia y, ahora, al verla, se deleitara al contemplarla.

–¡Mierda, Elisa! ¡Soy un desgraciado, un carajo! Te dejé sola. ¿Cómo pude hacerlo si te amo tanto? ¡Perdóname!

La abrazó con fuerza, envolviéndola como un manto protector.

Elisa no alcanzó a decir nada, él silenció su boca con un dedo.

– ¿Te casarías conmigo? –se adueñó de su cintura, apretándola contra su pecho.

–Pensé que nunca me lo pedirías –musitó mientras se fundían en un beso intenso y voluptuoso.

Permanecieron aferrados largo rato, con el apremio de dos amantes que se reencuentran tras una larga ausencia. Con la respiración agitada, Felipe la soltó despacio y le encuadró el rostro con las manos.

–Quiero presentarte a mi madre. ¿Nos encontramos mañana en el lobby del diario a las siete?

Parpadeó algo asombrada.

–¿Tan pronto? …Tienes razón. Mientras antes la conozca, mejor.

Mientras anochecía, caminaron abrazados por esa calle antigua entre los libreros que exhibían incluso en el suelo libros de todas las épocas.

Al día siguiente, se encontraron a la hora convenida y, con las manos enlazadas, se fueron caminando a paso lento hasta la casa de Felipe. En el trayecto, él se encargó de revelarle facetas de la vida de su madre. De ascendencia vasca, su nombre de soltera era Sara Echazarreta. Muy joven, se casó con Emilio Cavada, pero la felicidad le duró poco. Ocho años después, su marido falleció en un accidente automovilístico. Pedagoga de profesión, al enviudar asumió como directora de un liceo fiscal y se dedicó en cuerpo y alma a educar a sus dos hijos. Voluntariosa y tenaz, alcanzó la meta que se había propuesto: convertirlos en profesionales.

–¿Tu madre sigue trabajando? –indagó.

–Jubiló. Hoy, su mundo gira en torno a nosotros. Qué curioso. Su exigencia sobrepasaba los límites mientras éramos estudiantes. No aceptaba que bajáramos ni una décima el rendimiento y nos imponía castigos como privarnos de salir los fines de semana o escondernos los libros que más amábamos. Ahora nos sobreprotege con una suerte de amor desmesurado, casi obsesivo.

–¿Y ustedes aceptan que los asfixie?

Felipe soltó una carcajada.

–Tenemos muchos trucos para apaciguarla –dijo, deteniéndose ante un portón café.

Descorrió el cerrojo y la condujo hasta la puerta. Ingresaron a un amplio salón pintado entero de blanco. Los postigos cerrados le daban un aspecto monacal. Felipe se apresuró a abrirlos y lanzó un comentario festivo.

–¿A qué se debe tanta penumbra, mamá? La casa parece un convento –rio.

–Ay, hijo, no recordé abrir los postigos. Estoy muy olvidadiza.

Sara Cavada se hallaba en el centro de la sala. Alta, delgada, vestida de negro, con el cabello recogido en un moño tirante, posó sus negros e intimidantes ojos en la joven, quien soportó el peso de su mirada sin pestañear.

–Es un gusto conocerte –con una fría sonrisa le extendió una mano fuerte y angulosa–. Adelante, pasemos al comedor.

–¿Té o café, Elisa?

–Un café sería perfecto.

–Felipe, ayúdame a servir, hijo.

–Claro. Será un placer atender a mi novia.

–Felipe se ha deshecho en elogios sobre ti –espetó sin quitarle la vista de encima.

–Ah –rio con el tintineo de un cascabel–. Nos hallamos en la etapa del enamoramiento que Platón definió como delirio divino. Me gustaría vivir siempre así.

–Eso depende de ti, Elisa –dijo tajante.

–¿Cómo así?

–Haciendo feliz a mi hijo.

–Lo mismo espero yo, señora. Que Felipe me haga feliz. Mantener vivo el amor es una tarea de a dos.

–Pero la mujer es el pilar de la unión conyugal, hija. Quizás tu juventud no te permite dimensionar cuán importante es el rol de una esposa que aprende a ceder sabiamente frente al marido.

Le prodigó una esquiva sonrisa.

–No se ofenda, señora, pero en nuestra generación marido y mujer deben ceder por igual, sin perder su identidad. Con Felipe nos amamos aceptando nuestras diferencias. ¡Y vaya que las tenemos!

La mujer carraspeó y le imprimió a su voz una potencia que hizo trepidar el aire.

–Seré sincera contigo, Elisa. Hay cosas que no me agradan. ¿Tu padre está de acuerdo con tus turnos de noche? Me parece impropio que una mujer trabaje hasta el alba y deje abandonado a su esposo. Dudo que Felipe lo acepte.

Este carraspeó nervioso.

–¡Por Dios, mamá! ¡Vas a asustar a Elisa!

–Tranquilo, mi amor. Es natural que tu madre tenga aprensiones –arguyó Elisa tomando un sorbo de café.

Miró la cara de su futura suegra. Le pareció que la piel se le había estirado a causa de la tensión de sus músculos faciales.

–Mi padre confía ciegamente en mí y sabe que estoy más protegida dentro del diario que reporteando en la calle, si me correspondiera hacerlo de noche. Al optar por el periodismo, también acepté ciertas reglas, señora.

–Hablas como una feminista. No las soporto –meneó la cabeza frunciendo la boca.

–No soy feminista a ultranza, doña Sara. Creo en el potencial femenino para labrarse una existencia autónoma y abrirse paso en múltiples campos. La política, los negocios y un sinfín de posibilidades –siseó saboreando un bizcochuelo.

–¡No me digas que piensas dedicarte a la política! –abrió desmesuradamente los ojos.

–Es un decir, señora.

La mujer se levantó, se arrimó a su hijo y le acarició los cabellos.

–Tu novia es bien atípica, hijo mío –murmuró.

–Se lo dije apenas la conocí, mamá. Por eso me enamoré de ella.

–Bueno, al menos, es sincera. Podría haber ocultado lo que piensa para caerme en gracia, pero no lo hizo. Sé que mi carácter es fuerte, Elisa. Intimido a la gente. Advierto que no tienes nada de cobarde, eres una chica de agallas.

–Se lo debo a mi padre. Una de sus citas predilectas es que los cobardes mueren muchas veces antes de morir.

–Una cita de Shakespeare. Los cobardes mueren muchas veces antes de morir”. La recuerdo bien. Asumo que eres una lectora voraz.

–Devoro libros. Acabo de terminar El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Apasionante.

–Ya veo. La suma sacerdotisa de la mujer emancipada. Hay un tema que me inquieta mucho –la observó con atención.

Elisa advirtió que Felipe, a medida que su madre hablaba, iba palideciendo. La cara se le desencajaba de ira. E incluso estuvo a punto de abrir la boca, pero un gesto de su progenitora lo detuvo.

–Dígame.

–La Beauvoir escribió sobre la libertad de la mujer y gatilló el fervor por los movimientos feministas. Percibo que tu alma es tan libre como la de un pájaro que quiere volar.

Elisa sonrió fugazmente.

–Esa es mi esencia, señora. En mi mente construí un “cuarto propio”, un espacio para mis sueños, al que nadie tiene acceso.

–¿Ni siquiera tu futuro marido? –estuvo a punto de atragantarse con un bizcochuelo.

Sus dedos huesudos brincaban sobre la mesa con el ímpetu de una pianista que interpreta un estruendoso Réquiem.

–Bueno, eso depende de si lo quiero compartir o no.

Un surco taladró la frente de la mujer.

–Tus ansias de libertad pueden volverse en tu contra, Elisa. Espero que Felipe no resulte perjudicado.

–¡Mamá, soy un hombre hecho y derecho! ¡Deja de pensar en tus hijos como niños! –profirió sin esconder su molestia.

–Tienes razón –apuntó–. Elegiste a quien será tu mujer y respeto tu decisión. Ahora, me gustaría abrazarlos. Vengan aquí, par de tórtolos.

Enlazó a la pareja por los hombros y les estampó un beso en la frente.

–Que la felicidad ilumine el camino que recorrerán juntos. Tengan presente que el matrimonio es para toda la vida. ¡Para toda la vida!

A Elisa esa voz de matriarca, dueña y señora de sus dominios, desde el primer momento, le recordó al personaje de la madre autoritaria de Bernarda Alba. Las palabras de su futura suegra retumbaban como una sonajera en sus oídos cuando salió de la casa.