El buque se acerca a la Antártida procedente de Sudáfrica. Todos hemos oído hablar del frente polar, pero muchos de nosotros todavía no sabemos lo que es. Hacia los 50º de latitud sur, una súbita caída de la temperatura del agua, que pasa de unos 7 ºC a apenas 2 ºC en 35 km, nos indica que hemos llegado al punto que «aísla» el continente blanco del resto de los océanos, lo que en parte le confiere la singularidad de zona extrema. Una corriente irregular en su trayectoria pero continua en su dirección conforma este cinturón invisible a simple vista, pero en realidad muy presente tanto como barrera física para los organismos que habitan en el agua como para la física de las corrientes planetarias. El clima de todo el planeta depende de esas corrientes que interaccionan con la atmósfera y distribuyen frío o calor en distintas partes del globo. A la Antártida le toca repartir frío. En la superficie, cerca del continente, los vientos que soplan desde tierra hacia el mar (catabáticos) traen consigo temperaturas extremadamente bajas que obligan a las masas de agua a hundirse por enfriamiento en varios puntos, como la zona meridional del mar de Weddell Oeste o el mar de Ross. Aquí se pierde calor a escala planetaria, que no es poco, y se crean aguas profundas que seguirán el borde del continente, bien hacia Sudáfrica, bien hacia Nueva Zelanda, calentándose y emergiendo de nuevo a la superficie.
Gracias a la velocidad del barco y a la sonda de temperatura que lleva incorporada, todos somos testigos del cambio de la temperatura del agua, que se refleja en los monitores, y por tanto del aislamiento. La Antártida no está aislada porque sí. Hace doscientos millones de años, este continente gozaba de una flora y una fauna exuberantes. Unido a la prehistórica Gondwana, formaba un todo con el único continente existente en el planeta. La implacable tectónica de placas empezó poco a poco, con parsimonia, a separar un buen trozo de Gondwana y a arrastrarlo hacia el sur. Sus habitantes, hace cien millones de años, todavía no apreciaban la diferencia, aunque el clima era cada vez más frío y sufría una estacionalidad más marcada. En poco más de treinta millones de años, el continente antártico llegó a un punto de no retorno, anclándose en el extremo más meridional del planeta. Tuvieron que pasar otros cuarenta millones de años para que se crearan las condiciones de aislamiento total por las que las corrientes y la inclinación de la tierra dieron lugar, a causa de la deriva continental, a un entorno adecuado para el surgimiento de un conjunto inmenso de glaciares. Oceanía y Sudamérica seguían la deriva hacia el norte, creando climas más soportables, mientras su hermana bajaba hasta quedar aplastada por las masas de hielo que hoy conocemos.
Los animales y las plantas que vivían en la superficie no lo soportaron. Se extinguieron paulatinamente porque apenas había tierra firme en la que prosperar y no podían resistir unas condiciones climáticas tan duras. Sólo unos pocos inmigrantes, provenientes sobre todo del continente americano, acabaron adaptándose a las nuevas condiciones, constituyendo las pocas especies de focas, ballenas o pingüinos que hoy conocemos. Pero ¿y bajo las aguas? ¿Y bajo los hielos, fuesen éstos perpetuos o temporales? Allí habita una comunidad que sobrevive desde hace mucho tiempo, que también ha tenido que adaptarse a los nuevos rigores climáticos generados por el agua a temperatura estable (entre 2 y -1,8 ºC), pero dependiente de la fuerte estacionalidad de la luz fruto de los perdurables meses de oscuridad casi absoluta, tan conocidos (y temidos) por los expedicionarios antárticos.
En los fondos de la Antártida viven organismos que experimentan condiciones muy diferentes de las de otros lugares del planeta. Para empezar, han de soportar ese largo período sin luz, lo que implica que la máquina productora de fitoplancton en superficie (las algas microscópicas que alimentan todo el sistema) se detenga. Han de acostumbrarse a este régimen tan peculiar de vaivén de la producción, aunque con el excedente del período primaveral y estival tienen suficiente para ir tirando, gracias a la acumulación en forma de alfombras verdes que se conservan a baja temperatura en los lugares donde viven. Así, la comida abundante perdura durante los meses de oscuridad, transportada por las corrientes que la distribuyen por el fondo gracias a la acción de las mareas.
Cuando vi por primera vez los vídeos del fondo del mar en este remoto lugar del planeta, no me lo podía creer. Una exuberante variedad de corales, anémonas, gorgonias, esponjas y otros organismos poblaban el llamado «bentos marino», es decir, el suelo de ese lugar del planeta. Pero, por lo que yo sabía, allí el fondo es de arena y no hay rocas, y eso no encajaba, porque la mayoría de este tipo de organismos necesita en otras latitudes una superficie sólida para vivir. Aquí viven sobre sedimentos, en fondos blandos, algo impensable para estas especies que forman bloques animales en otras partes del planeta. El aislamiento del continente ha hecho que la fauna haya cambiado de forma drástica durante las últimas decenas de millones de años. La Antártida no tiene ríos ni bosques, por lo que el aporte de sedimentos, hojas, material leñoso, detritus y demás cosas que llevan los ríos nunca han desembocado en este lugar. ¿Y qué? Pues bien, no todos los organismos están adaptados a semejante cantidad de materia proveniente de tierra firme. Por ejemplo, en todo el planeta unos animales bivalvos llamados braquiópodos, antes muy abundantes, prácticamente han desaparecido, sustituidos por mejillones, ostras, almejas y navajas. Esto no ha ocurrido en la Antártida, ya que su capacidad de bombear agua y retener las partículas es muy inferior, lo que les impide triunfar cerca de ríos, rieras, estuarios, marismas y otras fuentes de agua y sedimentos, tan comunes en los demás continentes del planeta.
La Antártida es un reducto único para muchas especies que se refugian allí desde tiempos remotos. Algunos científicos consideran que la singularidad de muchas de ellas data de antes del Cretácico. Así pues, factores como la fuerte estacionalidad, la ausencia de depredadores grandes y rápidos, como escualos, peces o cangrejos, el vaivén del hielo glaciar durante diferentes épocas y soportar la perturbación devastadora de los icebergs, hacen de este lugar uno de los más singulares de todo el orbe.