En el hangar del Polarstern me indican dónde están los trajes especiales para vuelos de cierto riesgo en el helicóptero. Me enfundo una indumentaria de goma de color butano apagado, unas dos tallas más grandes que la mía. Con esta escafandra, si nos cayésemos o yo diera un traspié, podría sobrevivir unos diez minutos dentro del agua. Pero no va a pasar, porque una vez en el interior del helicóptero me abrochan un cinturón de seguridad a la espalda. No entiendo muy bien por qué tanta parafernalia, hasta que el piloto abre la puerta, me mira y me dice: «Ahora podrás sacar fotos».
La adrenalina empieza a hacer su efecto, porque enseguida nos ponemos en marcha y, aparte del piloto, soy el único ocupante que va a ir a la pingüinera a ver a los adultos y jóvenes pollos en Dresher Inlet, en el este del mar de Weddell. Emperadores, por supuesto. Se sabe que sólo en esta zona hay unas doce mil parejas y cerca de siete mil pollos. Son datos antiguos, de 1993, puesto que elaborar censos de cualquier especie en el continente blanco no es tarea fácil. También se sabe, por ejemplo, que unas cien mil parejas de pingüino emperador siguen el perímetro del continente, pero los censos son muy localizados, puntuales, como los de las focas, ballenas o aves migratorias. Datos peregrinos para una especie emblemática, que con sus hasta cuarenta y cinco kilos de peso y sus veinte años de vida media (algunos llegan a los cincuenta) son la adaptación por antonomasia a un clima extremo. Los veo reunidos en la superficie en un vasto grupo que desprende un hedor insoportable debido a las defecaciones y empiezo a fotografiarlos sin salir del helicóptero, que se acerca de lado. Demasiado, en mi opinión, pero el piloto ignora a los animales, que empiezan a huir despavoridos.
Durante la travesía vemos animales que deambulan por el hielo. Los pingüinos y las focas son de los más perezosos; eso se debe a que desarrollan toda su actividad en el agua. Los emperadores pueden nadar cientos de kilómetros durante días para encontrar lo que buscan, y sumergirse a más de 900 m para pescar krill o peces de la especie Pleurogramma, una de sus presas favoritas. Otros animales, como la foca de Weddell, alcanzan los 600 y 700 m en sus inmersiones, y permanecen varios minutos bajo la superficie del mar. Los elefantes marinos, que tan torpes nos parecen en los documentales, llegan a más de 2000 m de profundidad para buscar a sus presas. Sumidos en una oscuridad total y en una prolongada apnea, capturan calamares que localizan gracias a la percepción del movimiento. Buscan comida a mucha profundidad. ¿Por qué? Éste es un misterio del que sólo podemos intuir la respuesta. No muy lejos de Dresher Inlet, una zona del mar de Weddell, hay un cañón submarino que llega a más de 1500 m. Se sabe que en algunas zonas de los cañones se concentra una gran cantidad de vida, entre otros animales, como peces y calamares. Suponemos que vale la pena bajar tanto, porque el gasto energético de una inmersión de 300 o 400 m no es irrelevante. Y no digamos una realizada hasta 2000 m de profundidad.
Sin embargo, las cosas están cambiando también para estos animales. Como ya hemos comentado, el hielo se mueve, crea sus propias dinámicas y todo depende de su existencia como plataforma de vida. Los pingüinos emperadores podrían ser los primeros en sentir el cambio, al preverse un fuerte retroceso de la superficie helada en algunas zonas donde viven. En el año 2100 los cambios podrían reducir la población a menos de un 5 por ciento de la actual en zonas críticas. En general, todos los pingüinos sufrirán las consecuencias de un cambio similar, dispersándose más que adaptándose al cambio. Otros animales que viven de la bomba biológica de la zona (fitoplancton-krill-peces) pueden verse afectados de forma drástica, aunque las consecuencias todavía son poco claras. Muchas de estas poblaciones de mamíferos y aves que viven en la superficie han sufrido el embate directo del ser humano, como la caza que ha diezmado a las ballenas y a otras poblaciones, sobre todo en la península y en zonas más accesibles. Deberíamos preguntarnos cuándo pondremos límite a la absurda y sistemática destrucción de un grupo de animales que, según se ha demostrado, tienen mucha influencia en los ciclos biogeoquímicos del mar y una capacidad de recuperación muy lenta.
Otros animales, como los pájaros migratorios (fulmares o albatros), tendrán que vérselas con la profusión de plásticos que incluso en la zona más periférica de la corriente circumpolar se acumulan formando una presa apetitosa y tóxica, o con las artes de pesca pelágica o los arrastreros que los capturan como by-catch. Muchos desaparecerán de determinadas zonas o de todo el continente por indolencia, porque siempre hemos pensado que, en el fondo, ¿a quién le importa un pajarraco más o menos? ¿A quién le importa que haya o no haya ballenas en la Antártida? ¿Y focas?
Al regresar al Polarstern de mi vuelo intimidatorio a los pingüinos tenemos la oportunidad de ver, a lo lejos, cómo resoplan los cetáceos. Tres ballenas grises, apenas discernibles con el teleobjetivo o los prismáticos, parecen indicarnos el camino que seguir en el intrincado laberinto de hielo. Me imagino una Antártida llena de estos colosos y de focas y pingüinos, como debía de ser a finales del siglo XIX, cuando los balleneros o los foqueros no habían llegado a escala industrial. Porque, aunque sea difícil de creer, la irresponsabilidad del ser humano también ha dejado su huella en un lugar tan remoto, por medio de una acción directa y decidida sobre los animales más visibles, aquellos que son más vulnerables por ser los más codiciados. Hoy todo está muy regulado y la intervención humana en esta zona del planeta es escasa, pero todo el hábitat antártico se enfrenta, de una forma o de otra, al temido cambio climático.