El aspecto de la base argentina de Jubany en la isla de Livingston, cerca de la península Antártica, se me antojó distinto después de más de diez años. El verde esmeralda lo rodeaba todo: las plantas habían conquistado el espacio que el hielo desocupó por la variación de temperatura y el retroceso del hielo durante la época estival. Hablé con gente mucho más veterana, como Dieter Gerdes o Wolf Arntz —ambos hacía más de veinte años que viajaban a la Antártida—, y corroboraron que mi impresión era la correcta; el verde se estaba adueñando de esa y otras zonas tanto en las islas como en el continente. El cambio, agradable a la vista, tenía un lado que no lo era tanto. Gran parte de esas plantas eran invasoras, como Poa, un género transportado de forma involuntaria por los ocupantes científicos o técnicos de las bases, pero sobre todo por el creciente turismo que llega de manera rutinaria a esta y otras zonas.
Desde 1955, cuando se efectuó el primer vuelo turístico al continente blanco, hasta hoy, el número de visitantes ha pasado de cincuenta y ocho a unos treinta y cinco mil al año. La gente paga entre doce mil y quince mil euros para acceder a zonas muy concretas que sufren una presión nada desdeñable. El problema es más ético que ecosistémico; es decir, las zonas perturbadas son pocas en comparación con la vastedad de la Antártida, y por tanto no se puede hablar de un daño irreversible a los ecosistemas de ese remoto lugar del planeta. Sin embargo, hay muchas cosas sobre las que reflexionar. A pesar de que la gente que llega es sin duda muy respetuosa con el planeta —quiere llegar a ese extremo del orbe para disfrutar del último bastión virgen—, emite unas 6,2 t de CO2 en forma de gasóleo o queroseno (unas 0,55 t de CO2 por persona y día). Esta emisión de más de 2.000.000 t de CO2 al año para que unas cuantas personas lleguen a disfrutar de un paseo entre pingüinos, hace de la Antártida uno de los destinos más «insostenibles» (ahora que nos gusta tanto esta palabra) del planeta. Todas estas personas y los quince mil tripulantes, técnicos, camareros, guías, etcétera, que viajan con ellos generan una cantidad de residuos no siempre controlados. El 99 por ciento de los desplazamientos se realizan en embarcaciones no siempre tripuladas por expertos, dando lugar a accidentes en una de las rutas marítimas más complicadas que existen. Los casi cincuenta barcos que operan en la zona de la península deberían seguir una serie de protocolos dictados por el Tratado Antártico, pero hay que recordar, una vez más, que estamos en tierra (y mares) de nadie, así que ¿quién se va a encargar de controlar, multar o sancionar determinadas prácticas?
Los turistas que llegan a tocar tierra lo hacen en lugares muy concretos, ejerciendo una presión cuantificable sobre la fauna y la flora. Éste no es un problema que no se pueda resolver, pues bastaría con crear unos marcos adecuados, como ya se ha hecho en otros parques naturales o zonas protegidas. Lo que sí es un problema de gran calado, que se escapa al control de los agentes, es la introducción de especies invasoras. Se calcula que ya han penetrado más de doscientas especies, algunas de ellas muy agresivas, en la zona de la península e islas aledañas, en el único lugar donde el fenómeno ha sido estudiado de forma rigurosa. La pérdida de biodiversidad debido a la introducción de animales y plantas exógenas es ya una rutina en un mundo donde el movimiento y el cosmopolitismo se han convertido en la norma. Además, en una zona como la Antártida esto puede acarrear más problemas, si cabe, pues la fauna y flora han estado aisladas durante mucho más tiempo. Entre las especies invasoras puede haber un organismo siempre descontrolado, por mucho que nos empeñemos en mantenerlo a raya: las enfermedades de origen bacteriano o vírico, o las provocadas por algún parásito, como protozoos o garrapatas. Los vectores (portadores) pueden ser muy variados, pero las ratas, los pájaros o las mismas semillas suelen ser los más frecuentes.
Las temperaturas, cada vez más suaves, pueden propiciar otro tipo de invasiones más silenciosos, pero no por eso menos peligrosos: los grandes depredadores. Especies como el King Crab, un cangrejo de una voracidad extrema que puede llegar a pesar varios kilos y que parece una araña marina, o los tiburones y las rayas podrían estar esperando el momento propicio para expandir su territorio de caza. Y la Antártida es un territorio abonado, porque los cambios de la temperatura tanto en superficie como en el mar favorecerán la estabilización de especies que aprovecharán los recursos para su propia subsistencia.
No estoy en contra del «ecoturismo antártico», pero el problema me recuerda un poco al de la cueva de Altamira. Los expertos la cerraron al turismo por la evidente degradación de sus pinturas rupestres. Una amiga mía me dijo indignada que eso no era justo. ¿Por qué sólo iban a poder admirarlas un puñado de científicos y técnicos? No es una cuestión de quién, sino de cómo y hasta qué punto queremos preservar algo que se demuestra vulnerable a determinadas prácticas humanas.