CAPÍTULO 21

Ortega se levantó del sillón de cuero y paseó por el espacioso despacho. Era mediodía y desde el enorme ventanal, veía, abajo en la calle, a la gente que iba a almorzar. La voz de Mohammed lloriqueaba en el altavoz del teléfono, soltando una letanía de excusas que Ortega había oído ya muchas veces.

—Mohammed, ahórrame las mentiras. Ya me he cansado de tus patéticas razones sobre por qué no puedes cumplir. Estos diamantes son una basura. Tú lo sabes y yo lo sé. ¿Por qué no lo admites y me ahorras tantas sandeces?

Ortega estaba furioso. Estaba harto de las disculpas interminables de Mohammed. Volvió a sentarse.

—Pero señor Ortega, le prometo que…

—¡Basta! —Ortega descargó el puño sobre el escritorio de caoba. Mohammed y su cohorte de libaneses lo habían timado. Pura y simplemente.

—Mis diamantes son de la mejor calidad. Por favor. No sé de qué me habla.

—Yo creo que sí. He hecho analizar los diamantes. Me estás robando, Mohammed. No puedo colocar esa basura. —Ortega tamborileó en la mesa con el bolígrafo—. Los he hecho analizar, así que no me mientas.

Los resultados de la prueba habían mostrado que los diamantes tenían aún menos grado de lo que sospechaba. No solo había bajado el volumen, sino también la calidad.

Ortega se acercó al sofá de piel que había delante de una pantalla plana de televisión montada en la pared. Tomó un café de la bandeja que había llevado Luis un momento atrás y le añadió leche caliente.

En la pantalla estaba el exterior de la tienda de Mohammed, con los mismos hombres vagos perdiendo el día en el café de al lado. Ortega había instalado cámaras al principio de su acuerdo para vigilar las actividades en la tienda de Mohammed. Los momentos como aquel hacían que todas aquellas precauciones valieran la pena. Dentro de muy poco podría asegurarse de que Mohammed no volviera a estafarlo nunca más.

—Señor Ortega, se lo compensaré. Hablaré ahora mismo con mis suministradores.

Mohammed siguió hablando, defendiendo su caso, pero Ortega no sintió ninguna simpatía. Sufría una escasez de suministros por culpa del libanés. Tenía una necesidad interminable de diamantes, pero Mohammed no le había respondido en aquel momento crítico. Cambiar de planes en una fase tan avanzada resultaba imposible. Mohammed estaba a punto de pagar muy cara aquella infracción.

Ortega miró la pantalla con el ceño fruncido. Estaba cansado de esperar. Ya era hora de acabar con aquello. Contó hasta cinco y apretó el detonador. Miró impasible la explosión que salió del interior de la tienda, lanzando paredes y ventanas hacia fuera. El teléfono quedó en silencio. Los hombres del café gritaban y corrían, alejándose de la explosión.

Ortega siempre prefería terminar personalmente los contratos. Solo podía estar seguro del resultado si lo hacía él.

Tomó un sorbo de café y pensó un momento en las maravillas de la tecnología. Cinco años atrás habría sido imposible llevar a cabo aquella demostración de fuerza sin ser detectado. Ahora podía eliminar a sus enemigos apretando un botón desde la comodidad de su despacho. Era limpio y sencillo e imposible de rastrear. Ortega valoraba mucho la eficiencia.

La primera razón para la muerte de Mohammed era el castigo. Ortega creía en la venganza, aunque eso no compensara por lo que serían grandes pérdidas económicas si no conseguía ejecutar rápidamente su plan de repuesto. La segunda razón era la intimidación. Mohammed se podía sustituir fácilmente, pero Ortega quería que el siguiente suministrador captara el mensaje. No se dejaría marginar ni permitiría que otros entraran en su negocio. Simplemente, no había sitio para nadie más, y había demasiado en juego. O los libaneses trataban con él, o con nadie. Ortega no podía permitirse ceder. Lo siguiente en su lista era eliminar al comprador de los diamantes que supuestamente eran suyos. Los conseguiría de un modo u otro, pero se le acababa el tiempo.

El timbre de su teléfono móvil interrumpió sus pensamientos. Era Nick Racine, otro que necesitaba una lección. Ortega repasó en su mente los sucesos de Liberty mientras oía a Nick a medias y se servía otra taza de café.

La inversión en Liberty justo antes del descubrimiento de Mystic Lake había ido bien, le había supuesto unos beneficios de diez por uno cuando había vendido en el momento álgido del mercado. Saliéndose justo antes de que la noticia del robo de Bryant llegara a la prensa, había ganado también bastante. La enorme cantidad de acciones vendidas en corto habían hecho caer tanto el precio que las acciones habían quedado casi en cero. El golpe de gracia era su absorción de Liberty a precio de venta del mercado.

Ahora todo eso estaba en peligro porque su cuenta de cliente en Canadá, a nombre de una compañía de inversiones, Opal Holdings, había sido congelada por las autoridades canadienses. Ortega había pensado cerrar la cuenta y utilizar el dinero para financiar la compra de Porter. Y por si no bastara con eso, ahora Nick Racine lo traicionaba buscando otro comprador que subiera la oferta de Porter.

—Oye, Nick. Teníamos un acuerdo. Yo te saqué las castañas del fuego. A cambio espero que cumplas tu parte del trato. Un trato no incluye otras ofertas por Liberty. Tú tienes tu dinero y ahora yo quiero lo que me debes.

Ortega encendió un Cohiba y chupó con fuerza, saboreando el toque especiado y el leve aroma a chocolate. Estaba resultando ser un día complicado.

—Emilio, escucha —dijo Nick—. Sé lo que hago. Tú quieres que esto parezca legítimo, ¿verdad? Si no hay un segundo comprador, parecerá que la Junta Directiva no ha hecho lo que debía. Los accionistas podrían rechazar la oferta.

Ortega pensó que quizá tendría que eliminar a Nick antes de lo previsto.

—Otra oferta me subirá el precio a mí. Y en lo fundamental, tú eres los accionistas. Solo tienes que asegurarte las acciones Braithwaite. Con las suyas y las tuyas, es cosa hecha. Tenemos un acuerdo. Me he portado bien contigo, Nick. No me traiciones solo para ganar unos cuantos dólares más.

—Emilio, buscar otro comprador evitará sospechas. No puedo apoyar públicamente una absorción no solicitada. Como director, tengo que mostrar que he evaluado otras alternativas y he recomendado la mejor. Al menos, si aparece otra oferta, parecerá que hay competencia. Porter puede aumentar levemente la oferta y Liberty será tuya.

—Nick, tómate esto como un aviso. No voy a aumentar la oferta. Y líbrate de esa contable forense. Hace demasiadas preguntas.

—Estoy trabajando en ello. La despediremos. Pero antes necesitamos su informe incriminando a Bryant.

—Dijiste que no descubriría nada más.

—Pensaba que no lo haría. Pero es mejor de lo que yo creía.

—Pues ya no basta con despedirla. Tienes que librarte de ella.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Nick. Hubo una larga pausa—. ¿Te refieres a matarla? ¿No te parece un poco radical? Yo no estoy aquí para eso.

—Cuando desapareció Bryant, no dijiste nada. Estabas contento siempre que se pagaran tus deudas de juego.

—Eso era distinto. Además, tú dijiste que le harías desaparecer. No creí que lo ibas a matar.

—Nick, ¿qué crees tú que ocurre cuando la gente desaparece? Que tú no apretaras el gatillo so significa que no seas cómplice. Incriminar a Bryant fue idea tuya, ¿recuerdas? Eres igual de culpable.

Ortega se había asegurado de que no hubiera dudas de eso. Cuando encontraran a Bryant, encontrarían también ADN de Nick en la escena del crimen. Ortega solo tenía que ser paciente hasta que se completara la absorción de Liberty. Cuando tuviera la empresa, Nick dejaría de importar. Dio por finalizada la llamada. Ya había tenido bastante de Nick por un día.

Apagó el cigarro puro en el cenicero de mármol y volvió sus pensamientos a Clara. Seguía sin tener noticias de ella. Hasta donde sabía, sus planes se estarían desarrollando según lo previsto. Pero su silencio lo ponía nervioso. Podía verse tentada a correr riesgos. Riesgos innecesarios. Y él no podía hacer otra cosa que esperar su llamada.

La había mezclado de mala gana en aquel asunto y solo por la insistencia de ella. Se arrepentía ya de haber cedido. La conocía y, sin embargo, ella lo sorprendía a veces. Era dura, lista e invencible, pero también era su hija. Se preocupaba por ella. Su mundo era mucho más peligroso para una mujer.