Entre tanto espejeo y trampantojo
—reflejos de reflejos— entre tanta
noche desenlazada en avenidas,
entre tanta guedeja del jazmín,
¿dónde la vida? ¿Nadie me responde?
No en las arboladuras del poema,
no en la palabra que es piromanía:
sólo en las ligazones de los cuerpos
la vida irracional nos desampara
y nos ampara con un martinete,
goteando el vivir en cada pétalo
de las empuñaduras de la piel.
Con cuánta obstinación, a puñetazos,
un cuerpo quiere ser el otro cuerpo.
La violencia es así: la flor violenta
del deseo que viste faralaes.
Es, por definición, una añagaza;
como el salto de nieve saltimbanqui,
como el ampo de nieve de la noche,
como lo blanco a negro trasmudado,
la tijera del cuerpo en el vacío
nos precipita en el brocal del aire.
Y no tenemos más visitación
que la de esta armadura conjurada:
la ferralla del viento medieval,
cuando, como en el verso nibelungo,
nos bañamos en sangre del dragón.
Inmunes, salvo por aquella herida
que nos traspasará con su latido;
inmunes, con el oro de la fronda
arracimada en cuerpos transitorios,
pero perennes cuando el temporal
de los pechos de pátinas de nieve
navega en la galerna del amor:
dame tus claridades comulgadas,
¡dame los oros de tu insolación!