¿Hasta el definitivo manierismo
van los poemas en su discurrir,
o van más bien a lo esencial del trazo,
la escritura cursiva del final?
Domada ya la voz, ella me doma:
«Paseábase el rey moro
por la ciudad de Granada,
desde la puerta de Elvira
hasta la de Bibarrambla»
(No one is told in Bibarrambla:
everybody is reading you!,
me escribió Jaime Gil treinta años atrás).
Como en el cafetín de The Docks of New York
(«Los ojos se me llenaban de lágrimas», dijo Borges)
una música oída en el silencio,
música de las nieblas, el resplandor de un párpado de plata,
música oculta de silencio y sombras,
nos apuñala en plena oscuridad.
Fue la patria inicial y la última:
The Saga of Anathan, The Sanghai Gesture,
amplían o resumen este espacio,
reproducen la luz ya moldeada
en el morral del cafetín del humo.
Así, tal vez, cualesquiera palabras
remiten a palabras iniciales,
a los desvanes de lo inaugural
donde tropezaremos con las sombras
de quienes fuimos, hechos ya palabras,
hechos ya el humo de algún cafetín.
Así, tal vez, la tienda del tungsteno
(Vallejo en la platea ve The Docks of New York)
alberga las imágenes selladas,
el alfiler prendido del poniente,
Otranto en el castillo de la luz.
No es una finta ni es un arabesco:
la palabra, al decirse, nos dirá;
no es la facilidad lo que nos desarzona,
es la crecida de lo tenebrista.
Pronto un plato de sombras mostrará
que nos devora el sol con boca negra:
hemos vivido de empuñar la sombra.