El hueco de la noche medieval,
tiempo de tempestad, rodea el monte,
pirograbando leños del hogar:
destocado y descalzo por la nieve
va el de salvaje corazón, Ausías:
así, al modo iracundo, peregrino
hacia su propia cólera encendida,
hacia su propio dilema guerrero;
así el zigzag del ábrego en la peña,
la cellisca del viento reventado,
el parpadeo de la cimitarra,
el pestañeo de la chirimía:
así vivimos entre el monte oscuro
—en secreto, que nadie nos veía—
y el caballero de la tempestad:
avanza de perfil hacia Florencia
o asciende por la sacra San Michele,
garfios de oro en la negrura, garfios
en la pechera del smoking blanco:
en el mundo de ojos del escote
la voz marina de la dalia azul:
muerte de los croupiers y los marines,
calles regadas en la oscuridad,
muerte trazando al sesgo en el casino
tiempo de tempestad, puertas adentro:
yo no me llamo Cecilia Valdés
y las horcas del viento habanero
no batirán las calles despojadas,
el jardín de sonetos de la palabra,
no habrá ciclón que desensille el muro,
nadie me llevará ladera arriba,
mundo del lobisón o del no muerto,
fantasma en la familia jamaicana,
nadie me mirará con ojos glaucos,
nadie me mirará,
las armas rosa
de la boda de zíngaros de sangre,
bodas de sangre, sí, con cuchillito,
cuchillería de la boda en rojo;
llevan acuchillados los jubones
los caballeros de la tornaboda,
llevan arrebolado el espaldar,
del color de las armas de su dueño.
Así nos encadena la herrería
de los postigos de la noche azul;
la sillería de los sueños rotos
en las salas del aire que va rondando el aire;
la tempestad cuartea los cristales,
pero vivimos de la tempestad.