Por el desmonte con la luz del día
cae el ventalle de los cedros rotos.
No vadeaba el río Aminadab;
la luz puso su sello en la gehena.
Hay que bajar así: como polea
por el pozal del viento descuajado.
La misa negra de la poesía
como aquelarre de Rosemary’s Baby,
pero también con sol de talismán:
alquimia de oro y hojalatería
sin altar de Artemisa o sitial de Sesostris;
no hay murmullos de elfos en el bosque sagrado.
La espada tinta en sangre de la noche
corta en dos los jardines del druida
y, en el puño del sol, Stonehenge
estrella su delito mineral.
Giotto en Asís mira el azul traslúcido,
pero el poema no es transparentable:
pule la rosa lívida del miedo
hasta el terror de piedra diamantina
que quemará la mano con agujas candentes
y en el labio pondrá besos de sosa caústica.
¿Es misterio de Eleusis? Hechicera,
la de cara tiznada, mascarilla,
hechicería de hopalandas negras,
como el dandy va del sótano en Feuillade.
País de encapuchados, poesía,
¿sólo por eso ha escrito Mallarmé?
(En su carta, Paterne Berrichon
se convierte en muñeco de vudú.)
Los herederos de la voz perdida,
vocear del aeda en descampado,
los legatarios de la voz rapsódica,
tan ciegos como Homero en su helada tiniebla,
los secretarios de la luz de luna
(Wallace Stevens o Rodríguez Feo)
conservamos el aire calcinado
en las enseñas de la destrucción:
por el camino de las aguas rotas,
no camino de Swann, sino camino
de transfiguración, luz flagelada,
ruta penitencial, Wuthering Heights,
en las alturas de la paramera,
donde la pedregada de palabras
nos lapida la cara hasta sangrar:
allí la luz se vuelve chamusquina,
allí queman los pólipos del aire
a la estatua de sal que los poetas
han levantado con su inmolación.