Un tableteo de ametralladoras
—¿hubo campos aquí? ¿mustio collado?—
del parque de los aires indiscretos
llega hasta la gualdrapa del balcón.
No tuvo la experiencia de una guerra
esta generación de miriñaques.
Una Beretta es de puño de nácar
en la vitrina: como Colt o Browning,
son palabras absortas de romance,
pero empuñarlas es empuñar fuego
y el tronío al tronar faena muerte.
Fusilamientos en el monte oscuro,
y no con pincel cárdeno de Goya:
Companys, Laval, o Brasillach y el Che,
la epifanía sórdida del plomo:
«nuevos gritos de guerra y de victoria»
sobre su muerte oyó Ernesto Guevara.
(Cardeña de Ruy Díaz, hoy de Paesa:
el paladín da paso al transformista.)
Para morir, para vivir del todo
—para morir de haber vivido, y basta—
en la asonada de tizona al viento,
madre de toda cosa, dijo Heráclito,
madre de los acechos del corral.
Unos zapatos negros de charol
tan puntiagudos como un espadín:
la elegancia simpática del crimen,
como en copa labrada de acqua toffana,
la procesión de luces del veneno
(su quemazón, una culebra roja)
que es tan lujoso como agonizar.