Las páginas del aire han resonado
con el estruendo de tanta palabra:
se ha abarquillado el corredor del aire
con la vendimia de palabras muertas
porque el poema las petrificó.
Soy el vendimiador de la penumbra.
Como va el hombre lobo en su zurrón
entre las greguerías del paisaje,
el feriante de noche merodea
el labrantío y sus inmediaciones;
así la noche acaba por volverse
el cucurucho de la luz besada
que da en cada palabra un beso frío
como la mano del comendador.
Rodeado de gentes sin facciones ni voz,
rodeado de gesticuladores,
«flatus vocis y gesticulación», dijo Américo Castro,
que visten con papel de purpurina,
rodeado de los ensoberbecidos,
los tragafuegos de la voz robada,
rodeado del viento fabricador de imágenes
entre el zumbido de los aeroplanos,
como el preste del bosque oscurecido,
cazador de cornejas extraviadas,
el cazador furtivo de libélulas,
en el haikú olvidado, el general
del campo de batalla de jinetes y alanos,
cuando una cuchillada de esplendor en la calle
nos asoma a los ojos del pasado,
lo que vive tan sólo en el poema,
lo que seremos en cada palabra,
lo que fuimos en plena distorsión,
en un error de perspectiva clásica,
entre los edificios de luz arquitectónica
el muñón de un escorzo a medio hacer.
Pero más no tendremos: ese instante
nos permite atisbar las impaciencias.
Son ecos ya muy roncos de una antigua caverna,
cuando no del sacrílego deseo
de poseer la pátina del mundo,
de sumergirnos en su luz pintada.
Aguas iluminadas del poema,
el buceo en las ramas de la voz,
aguas enfebrecidas que transmiten
el parpadeo de la posesión,
el teatro sin luces del desmayo,
la camareta de los ruiseñores,
el hurto del placer en la recámara,
de cuerpo a cuerpo nada va, el deseo
a paso de gigante arrolla todo.
El trajinar de luces indistintas
no vacía las válvulas del mundo
y no pueden fingirse ojos domésticos
en el zoo de la noche del furor.
El «Evohé!» del tiempo primordial:
andaremos a ciegas por los bosques de Eurípides.