Ningún poema es argumental
(«ningún hombre es visible», dice la voz luliana),
ningún poema palpa hechos narrados:
palpan limosna de la tempestad,
palpan el cielo raso de arpilleras,
palpan la vida del amanecer.
A tientas por la hora departida
van los poemas al transterramiento.
El tiempo es un poema numismático:
medallones, blasones, camafeos
inmovilizaciones de la hora,
vuelta una cacería en un bosque de estemas.
Me dieron caza así: creímos siempre
en el oro pintado en Botticelli,
cabelleras diáfanas en el verde sombrío,
la historia de Nastagio degli Onesti,
la sangre que decora los manteles
en las persecuciones del lebrel.
Me dieron caza así, pero doy caza
a la palabra y la pasión: los choques
de la celada y de los morriones,
el choque de los cuerpos en la luz
el chasquido de cuerpos y palabras, el rayo
que descuaja la rota de Amadís.
Los cazadores de sí mismos viven
como en las arboledas de las dríadas:
cuerpos de ninfas en la luz boscosa
sombras de ninfas en el caz solar,
Plutón late en las células del miedo:
llevaremos la vida en cabestrillo,
como en el rododendro de la noche
el alba con su encaje de Malinas
la encajera en la luz ocre de Deft:
Bergotte muere contemplando el cuadro,
como ante Uccello muere Sara Carr.
En un destino de fulminación
se entrelazan la vida y el poema.
Proyectos de relámpagos grafían
la sala de las cúpulas sin voz,
la estrellería astróloga de Mantua.
Las cámaras del negro palomar,
la puntería de los ballesteros
la vuelta al mundo de los dos pilletes
o las dos huerfanitas de París:
vicisitudes del amor en fuga,
la desbandada en la opresión del sol.
Explotan las espátulas azules
con las que el tiempo tiñe los boscajes:
cintas de cielo, rayos, tafilete,
el velo de Verónica del día.