La hostería de hierro de la noche,
donde podremos vivir más al fin,
herrados como esclavos del barroco,
como doña Mencía la sangrada.
La cobardía de los recortados,
la felonía de los recortables,
en el juego de bolos de la bolsa,
pieza cobrada y tour de passe-passe,
la trama de torcaces de la tralla,
de la traílla, el ojo del candil:
la luna viene como un arcabuz
a alumbrar nuestra vida de Guernica,
nuevo rapto de Europa o piorrea.
«Lo imposible se vuelve inevitable»
es el verso final de Juan Larrea;
en la Europa del sueño soviético,
del palomar de llamas libertario
o las esclusas de luz insurrecta,
en un París de larvas y fusiles,
difusamente el día en fotogramas
de nitratos perdidos se encendía:
veíamos los ojos ya rasgados
del Fu-Manchú de la revolución,
las palabras de Serguei Yutkevich
o los trazos de Vedova o Guttuso:
alborada de sangre en Plaza Roja,
cosecha troglodita el Potomac.
Camina atarantado el porvenir,
con los ojos vendados por la luz.
La noche ciega se desequilibra
en las ondulaciones de la música.
Mas no es música el oro del silencio:
se encasquilla tras la repetición
de algún último acorde embalsamado.
El gato de las nueve colas dice
la violencia del aire en rebeldía.
El jornalero del atardecer,
las olivadas del amanecer,
el juego de billares y virutas
expandible en la noche agrimensora:
a zancadas, con zancos, mide el suelo
la bailarina griega con coturno,
la pregonera de la muerte blanca,
la que ofrece una copa de jerez
en la tormenta de los alazanes
la cabalgada de cristal de roca
que configura el sol de macasar.
La extravagancia sin cesar de imágenes
—como en Vivaldi, opuesta a la porfía—
retorcerá en sí misma su pitón
mas sin cortarla: el tajo del metal
no interrumpirá el cuerpo del delito,
la navaja barbera del poema.
¿Es poesía de garçon coiffeur?
Es poesía y doma de leones,
bajo la carpa de pólvora negra,
bajo la crucería de escribir.