Vayamos en la noche de los zorros
a repetir el día del jaguar.
Como el nagual de Carlos Castaneda
—más que un doble o custodio, el verdadero ser—
o como el duplicado estudiante de Praga,
como el salto de brumas y fuego del peyote,
como la corrosión del minotauro
en la flor del oído laberíntico,
vamos de recoveco en recoveco
en la noche sulfúrea del miedo.
La dinastía del jazmín del alba
cede a la apoteosis de la noche zorruna:
el rozar del pelaje y los colmillos
recorre el espinazo del talud.
Ya no es el salto del jaguar: el zorro
raya la noche de los esponsales.
Nos desposamos en el monte nublo,
con las ojeras de la agorería.
Con cristales de aumento puedo ver
la miniatura agigantada, el tiempo
que nos hará vivir esta extrañeza:
a la vez sombra, soledad y fuego.
Como viendo el castillo en Bellinzona,
el forro de la noche tropical,
muralla de coral, nos hipnotiza
con su silencio de troneras negras,
su rosetón de hojas agostadas.
La geometría inmóvil de los actos
rotos en la cuadrícula del tiempo,
los casilleros del vivir, el jaque
mate de nuestra vida ajedrezada.
Es el escaque de la noche: el zorro,
la zorrería de los evadidos,
campo a través, del pantano a la cima,
como en el cuento de Julio Cortázar,
con correajes y con metralletas,
la epopeya borrosa del morir,
la borrosa epopeya del vivir.